De repente el festival parece haber mejorado. Puede ser una impresión subjetiva derivada de varias circunstancias. La primera es fruto de la experiencia: cuando hay dudas sobre la selección es preferible dejar los experimentos en manos de otros. La segunda se toma sobre la marcha. Dada la escasa fiabilidad de Orizzonti, se le echa una ojeada a la Semana de la Crítica, el evento paralelo, simplemente para comprobar que su nivel medio no es nada despreciable, más tratándose de óperas primas, algunas de ellas merecedoras de más atención que otras películas que se pudieron ver en la mismísima sección oficial. Puede ser el caso de la turca Mold (Ali Aydin), la rumana A Month in Thailand (Paul Negoescu) o, especialmente, la sueca Eat, Sleep, Die (Gabriela Pichler). Pero también Orizzonti ha recuperado algo de pulso gracias, en particular, a un gran descubrimiento, quizás la mayor sorpresa que nos ha ofrecido Venecia hasta el momento, Leones, de Jazmín López. No creo ser muy aventurado si afirmo que se trata de uno de los grandes debuts del cine argentino de la última década. La película de López resulta perfectamente reconocible, como si partiese de una confluencia imposible entre Matías Piñeiro (sus personajes enfrascados en juegos literarios) y el Lisandro Alonso de Carta a Serra o la secuencia de inicio de Los muertos. Cinco jóvenes deambulan por un bosque buscando no se sabe muy bien qué (¿una manada de leones?). Se pierden, vuelven a encontrar el camino, una de las chicas se descuelga del grupo. ¿Están muertos? Como sea, una steady-cam los sigue constantemente, aunque a veces también parezca dejar de lado al grupo y adentrarse por su cuenta por otros senderos del bosque. Hay mucho misterio en esta película que cada cierto tiempo parece agotarse para de inmediato recuperar la energía inicial, reinventarse y continuar su viaje hasta el mar. Hay ecos de Apichatpong Weerasethakul y Gus Van Sant (de hecho, uno de los cámaras, Matías Mesa, trabajó en Gerry, Elephant y Last Days), pero estamos muy lejos de un trabajo meramente imitativo. Al lado de Leones es fácil restar importancia a otros títulos tan notables e interesantes como L’intervallo, la primera experiencia en el terreno de la ficción del documentalista italiano Leonardo de Constanzo, la historia de dos adolescentes encerrados en un gran edificio en ruinas y ejerciendo muy a su pesar los roles de carcelero y prisionera. O como la china Fly With The Crane, de Li Ruijun, una comedia sobre un anciano que busca, con la ayuda de sus nietos, un enterramiento digno, acorde a la tradición.
Después de To The Wonder y The Master la competición ha tomado otro cariz, pese a decepciones como Outrage Beyond, de Takeshi Kitano, o Pieta, de Kim Ki-duk, si es que alguien puede decepcionarse a estas alturas con el cine del surcoreano. Según como se mire, Après Mai, la película con la que Olivier Assayas se acerca a los años revolucionarios de juventud, podría ser también una decepción. Assayas la considera una “extensión, que no una continuación” de L’Eau froide, todavía hoy una de sus mejores películas. Ambientada a principios de los setenta, entre 1971 y 1973, más o menos, en Après Mai está todo ese caldo de cultivo en el que se embebió aquella generación: el postsesentayochismo, el trostkismo versus el maoísmo, el hippismo, las drogas, la música, el cine… hasta situarse en ese punto de inflexión en el que la militancia política derivó en la lucha armada. Y todo ello conveniente citado en los créditos finales (películas, música, escritos), pues Assayas busca ante todo el reconocimiento, personal y generacional, como si estuviese elaborando un álbum de recuerdos y no quisiese dejar nada sin mencionar. De ahí que a medida que avanza la película se va dispersando cada vez más, cayendo en la autocomplacencia (las escenas finales con su entrada en la industria del cine de la mano de su padre, la escena del Electric Cinema londinense) y muchos personajes y situaciones en la mera caricatura. Al principio de la película un personaje le dice a Gilles, el protagonista trasunto de Assayas, “ella vive la vida que a ti te gustaría vivir” y eso es lo que nos cuenta Assayas, “una vida soñada” ante la que es difícil resistirse, siempre y cuando reconozcamos que en esta ocasión el personaje se ha impuesto al cineasta.
Eso sí, como ya ocurría en L’Eau froide, Assayas filma en Après Mai algunas fiestas juveniles con una pasión que pocos directores logran alcanzar, quizás con la excepción de Philippe Garrel. Bueno, y desde ya, Harmony Korine. Su Spring Breakers es una fiesta continua, una rave regada de alcohol, drogas y mucha música tecno. La historia es mínima: cuatro universitarias (Selena Gomez, Vanessa Hudgens, Ashley Benson, Rachel Korine ) de escasos recursos económicos, y que apenas se desembarazarán de sus bikinis en toda la película, optan por asaltar un fast food para poder pagarse sus vacaciones primaverales. Ese será el inicio de su carrera delictiva, sobre todo a partir del momento en que son detenidas (la imagen de las cuatro en bikini ante el juez es sencillamente memorable) y rescatadas de inmediato por el gangster local que interpreta James Franco (“mi nombre es Alien. Bueno, me llamo Al, pero es que no soy de este planeta”). Es entonces cuando la película que había comenzado como Piranha 3D (sus fiestas en la playa, no sus pirañas prehistóricas) deriva en una especie de Death Proof que acaba transformándose en el Scarface de Brian de Palma. Y todo ello filmado como si estuviésemos asistiendo a un gigantesco videoclip de un grupo femenino de rap (“pussy power, motherfucker!”) en el que Korine ha prescindido casi totalmente de los diálogos para apoyarse en la música y en un montaje acelerado que encuadra a sus protagonistas desde todos los ángulos posibles y en el que la repetición de imágenes es la norma y no la excepción, condicionando de ese modo el estatuto de unas imágenes que en determinados momentos acaban por descomponerse y licuarse. En la rueda de prensa de la película, un periodista le planteó a Korine las similitudes de su estilo con el de Malick. No andaba nada desencaminado. La concepción de To The Wonder y Spring Breakers es prácticamente la misma, solo que donde Malick se sirve de Arvo Pärt, Korine utiliza a Britney Spears.
Cuesta creer que las mismas personas que han seleccionado Fill The Void, una comedia a lo Jane Austen realizada por y para la comunidad ortodoxa hebrea, hayan incluido la película de Korine en la competición oficial. Por supuesto que se trata de una gran noticia: no me extrañaría que este festival fuese recordado finalmente por Spring Breakers y por el gesto, insólito, visto lo visto hasta ahora, de incluirla en el concurso oficial. Ese gesto se podría haber redondeado si O Gebo e a Sombra, de Manoel de Oliveira, no hubiese sido relegada a fuera de competición. Acostumbra a ocurrir con las últimas películas de Oliveira, demasiado incómodas, por lo que parece, para ese gusto mercantil que se quiere imponer desde festivales como el de Cannes y ahora también Venecia. Y si hay algo que no se entiende es que la mejor película de Oliveira en muchos años y definitivamente la obra maestra más incontestable vista hasta ahora en el festival no esté a competición. Pero estas circunstancias no empañan la visión de una película que adapta la pieza teatral homónima de Raul Brandão (1867-1930) y que Oliveira convierte en una especie de ópera de cámara en la que la música se ha disociado del texto y que se desarrolla en su práctica totalidad en un escenario único, el comedor de una humilde vivienda donde Gebo (Michael Lonsdale) convive con su mujer (Claudia Cardinale), hijo (Ricardo Trêpa), nuera (Leonor Silveira) y donde recibe a distintos vecinos (Luis Miguel Cintra y Jeanne Moreau). Oliveira reserva la música para los interludios y concentra todos los diálogos de Brandão en largas escenas que no disimulan su origen teatral y que, es más, potencian su frontalidad. Parece una vuelta a los orígenes, a Amor de perdição o Le soulier de satin (el reencuentro con Cintra y Silveira es todo un síntoma) y es que en el fondo creo que Oliveira siempre se ha encontrado más cómodo en las adaptaciones literarias que en los guiones originales. Lo que sorprende en todo caso de O Gebo e a Sombra es su contemporaneidad, su retrato demoledor de la realidad socioeconómica europea y la extraordinaria lucidez de un Oliveira más político que nunca: “estamos condenados a la miseria”.
Puede resultar muy estimulante comparar O Gebo e a Sombra con algunas películas que se han podido ver en el festival en los últimos días. Por ejemplo con È stato il figlio (competición), una comedia negra de Daniele Cipri en la que una familia prefiere condenar a su hijo antes que renunciar a una generosa indemnización. Digamos que Cipri, a diferencia de Oliveira, se decanta antes por el cinismo que por la tragedia. O The Millenium Rapture (Orizzonti) con la que Koji Wakamatsu parece inclinarse por un cine sostenido sobre la palabra (la historia de una maldición que azota a los miembros masculinos de una familia), olvidándose de cualquier apuesta formal, quizás por pereza o por una falta de sintonía con el soporte digital. Aún así, el sentido novelesco de esta su última película podría recordar al Raúl Ruiz de los años ochenta, el de La ville des pirates o Les trois couronnes du matelot, más en la concepción original que en el resultado final. Hablando de Ruiz, algo parecido podría decirse de Linhas de Wellington, su último proyecto, culminado finalmente por su mujer, Valeria Sarmiento, una superproducción europea concebida para televisión y cuya versión cinematográfica forma parte de la competición. Quizás una película más estimable de lo que pudiera parecer en un principio, Linhas de Wellington, ambientada en la invasión napoleónica de Portugal en 1810, adolece de la comparación con Misterios de Lisboa, con la que comparte también guionista, Carlos Saboga. Pero, como decía en el caso de Oliveira, hay diferencias muy notables entre adaptar un folletín de Camilo Castelo Branco o escribir un guión original. Se puede ser irónico con el trabajo ajeno (más una novela decimonónica), pero no con el propio.
Venecia 01 – Métodos peligrosos – por Jaime Pena