Venecia por Jaime Pena – 01 Métodos peligrosos

Si alguien piensa que el director artístico de un festival de cine es una figura anecdótica, puede pasarse estos días por Venecia y así ser testigo de la catástrofe. ¿Se parecen en algo las líneas editoriales de Marco Muller, director durante ocho años de la Mostra y cesado a finales del año pasado, y Alberto Barbera, el nuevo director, pero no un novato, pues precedió a Muller en el cargo? Digamos que las dos tienen como marco el Lido veneciano y que las distintas secciones del festival se llaman más o menos de la misma manera. Todo el riesgo que imprimía Muller a sus programaciones, combinando la vanguardia más radical con el cine de género sin complejos, se ha visto ahora sustituido por un cine de autor con conciencia social que parece retrotraernos a un pasado muy lejano. El cine asiático ha cedido su posición dominante a las cinematografías del Mediterráneo y una sección anteriormente tan estimulante como Orizzonti parece ahora patrocinada por Human Rights Watch o cualquier ONG. Dicen que Venecia rechazó la última película de Sion Sono. Para compensar tenemos la primera película saudí dirigida por una mujer, lo que sin duda llamará la atención de los que consideran el cine como una disciplina de apoyo de la sociología…

Bien, Barbera no lo está haciendo todo mal. La edición de 2011 de la Mostra resultó tan fascinante como caótica. Demasiadas películas y pocas sesiones. Barbera ha impuesto algo de cordura reduciendo la selección y aumentando el número de pases, de tal forma que el festival es más habitable… si hubiera películas dignas de atención. Siempre hay donde refugiarse. Otra decisión afortunada. A imitación de Cannes Classics, el festival ha incorporado su sección de clásicos recuperados y restauraciones. Y lo mejor de todo: la sección no está programada como alternativa al resto de la selección (caso de Cannes), sino en horarios perfectamente compatibles con la competición u Orizzonti. No hay más que ver la cara de la gente al salir de estas proyecciones, como disculpándose, como si hubiese caído en una tentación inconfesable desatendiendo sus obligaciones: es que a esta hora no había otra cosa, es que decidí que iba reservar una sesión todos los días a las restauraciones. Sí, es nuestra tabla de salvación. Definitivamente, Barbera parece mejor “programador” que director artístico. Hubiese formado un gran tándem con Muller.

Inevitablemente, con el paso de los días las expectativas se rebajan y determinadas películas hasta pueden parecer mejores de los que son. No creo equivocarme si de estas primeras jornadas del festival destaco Shokuzai, la serie televisiva de Kiyoshi Kurosawa, que aquí se ha visto como un largometraje de cuatro horas y media, sobre el asesinato de una niña que ha condicionado el futuro de su madre y las cuatro amigas que casi fueron testigos del crimen, pero que pese a ello nunca consiguieron recordar el rostro del asesino. O un divertimento como Tai Chi 0, de Stephen Fung, una arrolladora película de artes marciales de Stephen Fung, llena de soluciones visuales y narrativas, cuyo mayor defecto es que se trata simplemente de la primera parte de una saga. Por su lado, Bad 25, la película tributo al cuarto de siglo del álbum de Michael Jackson que ha caído en manos de Spike Lee, es cualquier cosa excepto un producto prescindible, al menos para aquellos a quienes les gusten este tipo de documentales sobre los procesos creativos musicales (o de otro tipo). Muchos de sus vicios también están presentes (la hagiografía, el desfile de famosos), lo que ocurre es que Lee va desgranando el disco canción a canción, dedicando buena parte de su atención a los distintos videoclips que se rodaron, lo que da pie a jugosos anécdotas no exentas de ironía. Creo que nunca le había dedicado tanta atención a Michael Jackson, al menos no de forma tan seguida. También fuera de concurso, Amos Gitai reconstruye las peripecias vividas por su padre cuando, dada su condición de judío, fue expulsado de Alemania en los años treinta del siglo pasado. Se sirve de sus cartas, que el director, en una espléndida segunda mitad, pone en escena evocando inequívocamente Shoah. 

Dentro de la sección oficial cabría quizás destacar el segundo capítulo de la trilogía de Ulrich Seidl, Paradise: Faith, creo que inferior al primero, Love, aquella inesperada comedia que se pudo ver en Cannes. La rusa Izmema (Betrayal) merece más atención, pese a ser una película muy irregular y con constantes giros dramáticos, no siempre afortunados. La misma atención que debería de merecer su director, Kirill Serebrennikov, hasta cierto punto un desconocido, pese a haber presentado hace unos años en Locarno la notable Yuri’s Day. En todo caso hubo que esperar al fin de semana para que llegasen dos de las tres películas más esperadas del festival, The Master, de Paul Thomas Anderson, y To the Wonder, de Terrence Malick, ese tipo de películas que, por muy buenas que sean, no sirven para medir de verdad la salud de un festival: su difusión no depende de Venecia y apostar por este tipo de preestrenos tampoco tiene mucho mérito.

Hay mucho de Citizen Kane en The Master. También de A Dangerous Method. The Master es el retrato de un hombre poderoso y manipulador (inspirado directamente en las andanzas de L. Ron Hubbard, el fundador de la Cienciología), Lancaster Dodd (Philip Seymour Hoffman), y la reconstrucción de sus particulares sesiones de psicoterapia (o lo que sea) que pretenden sacar a la luz los errores que cometimos en nuestras vidas pasadas (sic). Más que en Dodd, The Master se centra en uno de sus seguidores, un atormentado y confuso excombatiente, Freddie Quell (Joaquin Phoenix), al que sus andanzas tras la guerra conducen, ya en 1950, a caer en las manos de The Cause, la secta vertebrada en torno a la familia del líder. Dos personajes antagónicos que buscan complementarse, hasta que esa presunta complementariedad se demuestra imposible (Quell evidencia tanta fidelidad y entusiasmo como poco cerebro). Y dos personajes que recuerdan en su antipatía al Daniel Plainview de There Will Be Blood y con los que el espectador difícilmente establecerá algún tipo de empatía emocional. The Master es una película extremadamente cerebral y que no deja lugar a las emociones, como si estuviera compuesta en el borde mismo de la tonalidad (la partitura de Jonny Greenwood, de nuevo magistral, ayuda mucho a ello). Anderson ha depurado su estilo hasta unos límites inimaginables en el contexto del cine americano de hoy en día. No hay cineasta más elíptico, tampoco ninguno que encuadre con tanta determinación, como si quisiera demostrarnos que esa posición de cámara es la única posible. Sus primeros planos tienen la potencia de un Dreyer; los breves planos del mar que sintetizan los viajes en barco parecen inspirados por Oliveira. Esta cualidad visual se acentúa gracias a la copia en 70mm presentada en Venecia y que devuelve a la pantalla una vibración (y una nitidez, para qué negarlo) desconocida en el cine digital contemporáneo.

Se podría decir que To The Wonder y Terrence Malick se sitúan en las antípodas de The Master y Paul Thomas Anderson. A todos los niveles. Empezando por las imágenes de teléfono celular con las que comienza la película y siguiendo por su sentido de la puesta en escena, el montaje, el guión o los actores. También en lo que respecta a la emoción, pues To The Wonder apela constantemente y sin pausa a las emociones de los espectadores. O mejor, a los sentidos, ya que no hay cineasta más sensorial y menos cerebral que Terrence Malick. Aquellas imágenes de celular estaban filmadas en Normandía, en el Monte Saint-Michel (“La Maravilla” del título), e ilustraban el inicio de una relación de una pareja, ella, francesa (Olga Kurylenko), él, norteamericano (Ben Affleck), cuyos nombres sólo identificaremos en los créditos finales, Marina y Neil. Ella tiene una hija, Tatiana, y los tres deciden irse a vivir a Estados Unidos, a Bartlesville, Oklahoma. Se instalan en una casa en los suburbios, donde acaba la ciudad y se inician los grandes campos de trigo. Sintéticamente, la historia narra la falta de adaptación de la madre y la hija y su retorno a Francia cuando su visado expira. Neil mantendrá entonces una relación con una amiga de la infancia (Rachel McAdams), mientras Marina, que se ha quedado sin trabajo y ve como su hija se va a vivir con su padre, se plantea volver a Estados Unidos, casarse y obtener el permiso de residencia. Así ocurre, salvo que su relación con Neil no tarda en deteriorarse, lo que la devuelve de nuevo a Francia. Poco más nos cuenta To The Wonder. Si acaso reseñar la presencia de un cura, el Padre Quintana (Javier Bardem), al que le asaltan las dudas sobre su vocación, y que complementa con su voz en off el discurso predominante de Marina, ambos centrados en una búsqueda de la felicidad y el amor absolutos. No hace falta decir que To The Wonder es una película sobre el desengaño que puede entenderse como el compendio y la culminación del cine de Malick, al menos de esta última etapa manierista de su carrera. Como ya ocurría con The Tree of Life, el material argumental es mínimo, lo que no quiere decir que ese contenido dramático no existiese en algún momento del proceso de escritura o filmación. Lo que está claro es que el montaje lo ha minimizado, reduciendo los diálogos a susurros y voces entrecortadas por la presencia de los distintos narradores. El material de origen es narrativo, solo que Malick lo ha transformado en un discurso impresionista sostenido sobre la música. To The Wonder parece partir de la historia del soldado Bell (Ben Chaplin) de The Thin Red Line y de los momentos que sucedían al origen del universo en The Tree of Life, en los que se narraban los nacimientos de los hijos de la familia O’Brien. Esos minutos, en mi opinión una de las cumbres de la historia del cine, conformaban una suerte de allegro. El tempo dominante en To The Wonder es el adagio, un adagio de casi dos horas de duración, lo que sin duda puede irritar a más de uno, pese a que nos encontramos ante la película más ligera de toda la filmografía de Malick, una película que, a diferencia de The Tree of Life, no nace con vocación de obra maestra. Es una película menos ambiciosa, quizás menos deslumbrante, pero también más equilibrada, como si por fin Malick hubiese encontrado la fórmula que llevaba buscando desde Badlands. Pese a haberse convertido en algo así como el nuevo man you love to hate de buena parte de la comunidad cinéfila, hoy por hoy no hay cineasta más libre que Terrence Malick. 

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