Abrir puertas y ventanas – Marina Yuszczuk

Hace unos días caminaba con Juan Manuel Domínguez por Olivos y llegando a una esquina me dijo: “Acá a la vuelta se filmó Abrir puertas y ventanas”. Le creí pero no, o mejor dicho, ahí mismo me di cuenta de que para mí la película nunca podía estar en un lugar concreto, no por lo menos en uno al que yo pueda llegar después de un viaje corto en tren, en este mes, en este año. Bueno, me puse a pensar por qué, empezamos a hablar de eso, y yo dije que la sensación es que la casa (nunca un mero lugar, pero la película está ahí para demostrar que los lugares nunca lo son, porque es en ellos donde luchamos por poner el cuerpo) que se filma como un mundo cerrado parecía estar en un pueblo de provincia, en una época difícil de ubicar, donde las chicas usan vestidos retro, escuchan vinilos y alquilan películas en un videoclub, aunque también es cierto que tienen Internet y sabemos que van a la “facu”.

El dato geográfico que me traía la casa a las calles de este mundo real, un poco como la de Up cuando se le desinflan los globos y se vuelve a posar en la tierra, me sirvió para volver a pensar esa extrañeza suave de Abrir puertas y ventanas. Un aire extraño, porque nada sabemos al principio de Marina, Violeta y Sofía, las protagonistas, salvo la guerra silenciosa que las tiene disputándose metros cuadrados en el territorio de la casa, y porque ellas mismas, hermanas –algo tan íntimo como compartir la sangre y a veces nada más– conviven como extrañas en ese momento duro y definitivo de una familia rota, cuando falta la autoridad que las unía y sobre todo, cuando se trata de ser lo más diferente que se pueda (de hecho Sofía, conspirativa, le insiste a Violeta con que Marina debe ser adoptada, porque tiene ojos celestes, porque no hay fotos de cuando era chica, porque no la conoce ni quiere reconocerla en su nueva autoridad de hermana mayor). Y suave, porque la película es sutil en su manera de enrarecer un relato que podría ser simple, el del intento por salir de la familia y la casa, que acá se funden, y ver cómo se reacomodan en el proceso la historia compartida y el cariño que unen a esas tres fuerzas en estado de choque que son las hermanas.

Pero estas ideas –ah, las ideas, que tanto mal le hacen al cine– aparecen literalizadas, convertidas en materia, en paredes y muebles y una parra con raíces estropeadas, para mostrar que nada es abstracto cuando se habla de “libertad” o de “encierro”. Así, Abrir puertas y ventanas se vuelve una coreografía en la que vemos a las chicas improvisar una salida, ejecutar pasos intuitivos y por eso mismo muchas veces violentos que alternan la tensión y la calma, en la casa tomada que todavía guarda en todos los rincones la presencia de la abuela (en ese sentido la elección de la casa es perfecta, con esas escaleras algo señoriales de madera oscura y con sillones tapizados donde la juventud de las chicas no puede menos que parecer fuera de lugar) y en la que de a poco empiezan a plantar sus soluciones individuales. Es en ese movimiento divergente, que las separa de forma muy gradual a partir de un comienzo que las tiene amontonadas y acaloradas en el mismo cuarto, que cada personaje termina de construirse ante nuestros ojos y también los de las hermanas, en variantes que van desde la fuga en un viaje de larga distancia hasta pequeños desplazamientos como la apropiación de un espacio mínimo y cercano pero indudablemente otro, y nuevo, adentro de la misma casa.

En el medio, y como centro de toda esa energía que se traslada a tirar un martillo a través de un vidrio, arrancar el empapelado de las paredes o coger furiosamente como otra manera posible de salir de un lugar, están los cuerpos, los de tres actrices, que se entregan para dar forma a la historia y una fuerza de gravedad humana, pero totalmente ligera, al movimiento delicadísimo por el que la casa se convierte en metáfora. Ejemplo: vean el paneo super artificial de la habitación donde Martina Juncadella se tira en la cama vistiendo un catsuit totalmente pegado al cuerpo, como para sugerir que se erotiza por un último instante con el encierro –pero esto es solo una lectura posible–, después se lo saca, queda desnuda y se cubre con una manta: capa sobre capa, de las paredes a la manta a la piel, entre las que alguien se busca. Con este modo de armar las escenas a partir de la espacialización y la disposición de los cuerpos y la casa, que son ellos mismos pero se despliegan en muchas otras cosas, Milagros Mumenthaler se corre levemente del cine argentino más reciente como sus personajes corren los muebles y reordenan la casa para seguir habitándola.

Y en ese movimiento, centrífugo como el de sus protagonistas, Abrir puertas y ventanas también se abre en varios planos y termina por ser una historia, no solamente sobre la juventud, sino sobre algo mucho más inclusivo: las reestructuraciones y las metamorfosis que nos tienen tantas veces buscando un lugar nuevo y disputándolo, ya sea con firmeza o con violencia, a la ajenidad de un mundo al que llegamos –así debería ser– para modificarlo, y lo que pasa en el proceso con los otros, que pueden ser rivales pero también compañeros que se acercan por un rato, en silencio, durante lo que dura una canción compartida. Por eso, claro, la casa de la película puede estar en un barrio de una ciudad particular pero está mucho más en la espalda de todos: es de esas llenas de vueltas que se mudan con los caracoles.

 

Entrevista con Milagros Mumenthaler

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