La cartelera de estrenos es cada vez menos diversa. Las películas de EE.UU. copan casi todas las pantallas de los cines, y las súper producciones estadounidenses (cuya calidad va de lo malo a lo excelente) impiden la difusión de otras películas más pequeñas hasta de la misma nacionalidad. Esto hace que aparezcan cada vez más seguido festivales, ciclos o muestras de carácter regional como los de cine italiano (BACI) y cine árabe (LATINARAB). Este último, desarrolado durante la primera semana de diciembre de 2011, programó casi 40 películas, contó con 6 secciones: largos de ficción, largos documentales, cine libanés 1965-2010, películas egipcias clásicas basadas en relatos de Naguib Mahfouz, cine independiente y cortometrajes. El recorte geopolítico de eventos de esta índole ofrece, en primera instancia, la posibilidad de ver unos idiomas, paisajes, cuerpos y culturas que no son los nuestros ni ocupan lugar en el mercado. La vieja noción del cine como ventana al mundo, aparentemente anacrónica en tiempos de internet (no ya de TV), tiene cierto encanto, pero la verdadera importancia de estas muestras no pasa por convertirse en vidrieras folclóricas, sino en focos de resistencia a la uniformidad del lenguaje audiovisual. Algunas de las películas programadas lo consiguieron y otras no. Las proyecciones en el Abasto fueron de óptima calidad, y la presencia de algunos directores permitió charlas y disertaciones valiosas.
La película que ganó el premio a mejor largometraje de ficción fue ¿Y ahora, a dónde vamos? ( Wu Halla’ La Weyn?). Su directora es Nadine Labaki, actriz libanesa de pelo negro, piel blanca, labios carnosos y porte descomunal, protagonista y realizadora de Caramel. Comienza con varias mujeres vestidas de luto y caminando en formación al compás de la banda sonora, pero después de ese inicio musical abortado, se transforma en una comedia costumbrista en la que todo (incluso la vida de un personaje) está al servicio de un pacifismo por momentos irritante, además de inverosímil. Las mujeres de un pueblo compuesto por cristianos y musulmanes pactan para evitar que los hombres peleen y se maten entre sí. Al margen del fallido sentido del humor que recuerda ciertas comedias italianas ‘familiares’ de hace unas décadas pero sin escatología, y del imperio simplista de las buenas intenciones, revisando el catálogo es posible encontrarse no sólo en esta película con un alto porcentaje de argumentos en los que las mujeres constituyen una especie de matriarcado, protagonismo dramático aparentemente causado por la gran cantidad de varones muertos en guerra. En la función para la prensa, la película fue proyectada con una relación de aspecto errónea, y eso también sucedió en la última edición del Festival de Mar del Plata cuando proyectaron varias de Berlanga cuyos personajes solían aparecer con la tapa de los sesos rebanada. Llama la atención la dificultad de los proyectoristas para reconocer imágenes deformadas, pero también la del público en general. El achatamiento vertical y estiramiento horizontal de las imágenes que impera en los televisores de pantalla ancha domésticos puede que sea la mejor demostración de esa malsana tolerancia, y un pésimo precedente para la mirada de los espectadores. En proyecciones públicas debiera ser inadmisible.
Hicham Lasri es un formalista, y me siento tentado a usar el término al modo estalinista. En una entrevista publicada en Clarín se comenta que lo llaman el Tarantino marroquí, y eso quizás ayude a dar una idea de qué tipo de película es El fin (Al-NIhaya), aunque parece más cercana al Underground de Emir Kusturica. Filmada en blanco y negro, la puesta en escena de la película deslumbra inicialmente por una variedad de recursos fabulosa. Pasado un tiempo no muy largo, se transforma en un alarde agotador o, lo que es peor, algo tedioso. Además, la historia de un joven marroquí que vive prácticamente en la calle como informante de un comisario inescrupuloso, empieza a opacarse por una serie de signos que están en segundo plano pero toman protagonismo latente. La figura del rey Hassan II gravita sobre la historia de un modo cada vez mayor, y la resolución de la película explicita el carácter simbólico de casi todo lo visto. El discurso alrededor de las figuras del rey –presente como un dios de la historia marroquí durante 40 años- y del padre –desconocido para el protagonista y encarnado en un representante de la Ley- es política y simbólicamente interesante, pero revela que los extravagantes personajes de la película –derivaciones sangrientas de los fantoches de Fellini devaluados por Tim Burton- no son otra cosa que marionetas. Claro que el titiritero es atlético y virtuoso.
Cine árabe II (Marcos Rodríguez)