El hombre que fue Mickey – Héctor Ricardo García

Con un dinero que no esperaba cobrar, entré a una librería y me llevé los siguientes ejemplares:

 

-Cuentos completos, de Hemingway (no tengo nada de Hemingway);

-Cuentos completos, de Borges (resulta que tengo los libritos por ahí, descuajeringados, y quería el tomo ante la imposibilidad por ahora de darle a las Obras Completas);

-Las memorias de Jerry Lewis (¡¡¡35 mangos, bicoca!!!)…

 

…y veo que Héctor Ricardo García saca libro. Nunca pude leer 100 veces me quisieron matar porque no lo conseguí. Sí leí Cómo mienten las mujeres, y me quedé totalmente enganchado con el personaje Garcia. Abro el nuevo tomo y veo que el tipo le dedica el libro a Mickey Mouse, porque el ratón sostiene un imperio. Listo, lo compré también. Además, ¿cómo no comprar un libro que tiene por título La culpa la tuve yo, respuesta canyengue a Historia universal de la infamia? Borges y García deben ser los mejores tituleros de libros que tiene o tuvo este país.

 

Agarro el libro y no lo puedo largar hasta terminarlo. García es un showman de la palabra, pero también un periodista cabal, uno que tiene todos los datos a mano para comprobar lo que dice, que sostiene sus interpretaciones con números puros y duros. El archivo de datos es fenomenal, pero más fenomenal es que funcionen en un tremendo, vertiginoso show literario donde se pasa revista a sesenta años de periodismo gráfico, de radio, de televisión. Y de gobiernos y desgobiernos. El subtítulo dice “Militares, ERP, López Rega y AFIP” y, una vez leído el libro, el ERP es, de todos esos entes, el menos malo. Cuando cuenta su secuestro por un comando de esa agrupación, lo hace con la justa perspectiva -incluso con un dejo de simpatía por el trato que le dispensaron los captores- que contrasta con su desprecio por los militares que lo encanaron en el 76. Es cierto que García ajusta cuentas con una cantidad importante de tipos que lo han traicionado (Jorge Conti, Juan Carlos Rousselot, Lucho Avilés), pero sus peores dardos son para los tiranos.

 

Hay algo muy interesante y curioso en el libro, algo que dice el propio García: “siempre fui del partido periodista”. Siendo como es un peronista “clásico”, no ahorra en ningún momento críticas a los gobiernos peronistas (especialmente el segundo mandato de Perón y el de los años 70, pero sin ahorrar tampoco críticas a Menem o a Kirchner). La verdad, el dato duro, lo que no puede mentirse, es lo que está por encima de cualquier interpretación. García sorprende con una enorme sinceridad, también, y uno lee -no demasiado entre líneas- que ahí hay un tipo capaz de cometer actos audaces: cuenta por ejemplo cómo en los 70, cuando Roberto Galán lo traicionó para llevarse Yo me quiero casar, ¿y usted? al canal 9 de su feroz competidor Alejandro Romay, logra que el Gobierno de Alejandro Agustín Lanusse lance un decreto para prohibir los programas de matrimonio. No es que se justifique, sino que tiene que decir la verdad. Uno se imagina que esa debió ser una jugada repetida para Charles Foster Kane; y el libro está lleno de tales aventuras e ironías.

 

Por otra parte, uno se da cuenta de hasta qué punto los setenta fueron una década que cambió la sociedad argentina. En esos años se juntan las agrupaciones revolucionarias (qué difícil resulta decirles “terroristas” o “subversivas” hoy sin que alguien nos acuse de gente despreciable que merece la muerte, cuando ejercieron el terrorismo y querían subvertir -para bien o mal, aquí no se juzga- el orden establecido) con López Rega y ese carnaval de sicarios sangrientos que se llamó Alianza Anticomunista Argentina, con la dictadura, la destrucción final del aparato productivo argentino, el germen del sindicalismo empresario, la destrucción por exceso o defecto de todo pensamiento crítico, de todo pensamiento democrático. Es decir, la década que nos hizo perder el miedo para ganar el terror. La descripción que hace García de los sesenta y los cincuenta permite pensar que entonces aún había en la Argentina un pensamiento democrático, que las dictaduras no tenían todo a favor, que Perón mismo se había dado cuenta que una vuelta al país significaba en principio terminar con la violencia (que era nada respecto de la que vendría) y comenzar a dialogar y armar consensos. Tan grande es el contraste en el telón de fondo de las aventuras mediáticas de uno de los personajes más importantes del periodismo argentino, que se puede tener la falsa impresión de que el gobierno de Rojas-Aramburu, el de Onganía o el de Lanusse eran bastante blandos. Es un error, claro: García demuestra con datos que la prepotencia y la arbitrariedad son una norma cada vez más afianzada en la Argentina del último medio siglo. Y que los setenta fueron la sima absoluta del horror, en prácticamente todo sentido, al punto de difuminar horrores anteriores. García logra, contando las cosas desde su propia perspectiva a veces farandulesca, darle auténtica dimensión a todas estas cosas.

 

Otro punto importante es ver continuidades. Que el cambio de un gobierno, democrático o de facto no implica un cambio absoluto de estructuras, de nombres, de tendencias, ni si quiera de adversarios o enemigos. Si algo hace este feroz periodista que es García al retratarse como es al desnudo es mostrar que esa línea “Militares-ERP-López Rega-Afip”, con su aparente gusto a ensalada, es siempre lo mismo: el autoritarismo a punta de pistola (o de intimación, o de cédula judicial) contra quien molesta. Y aquí, amigos, no vale la ideología: García siempre fue un populista y sus enemigos no siempre fueron la derecha o la izquierda. Lean por ejemplo cómo López Rega se hizo con los canales privados con la complicidad -voluntaria o involuntaria- de quienes no dejaban de ser sus adversarios ideológicos. García en este punto ni interpreta ni especula: simplemente dice “fulano dijo tal cosa, como se documenta aquí; mengano después fue funcionario, como se dicta acá”, etcétera. Sic transit gloria mundi, si no estuviera fuera de lugar aquí la cita en latín.

 

Es cierto que, en cierto punto, el libro defiende a algunos propagandistas del kirchnerismo como Víctor Hugo Morales o Héctor Caballero, pero lo hace también con la ecuanimidad y el agradecimiento de quien se ve defendido con justicia (en el caso de Morales, el relato de cómo García lo trajo de Uruguay está contado a dos voces: desde la biografía del relator y desde la propia elaboración del periodista y es uno de los mejores momentos del libro, emotivo de verdad). También es cierto que García blanquea cosas como su relación con Jorge Antonio (su enemigo) y Alfredo Yabrán (su amigo). Y que ni la enemistad ni la amistad le impidió hacer lo que debía hacer o decir lo que debía decir de o con ellos. García es un zorro viejo, un tipo de una enorme inteligencia, de un pragmatismo feroz. Yo pasé unos meses como editor en Crónica, algo de lo que nunca me voy a arrepentir (aunque no haya sido aquella redacción histórica en los años “calientes”, puedo decir que fui parte de Crónica), y vi a varios viejos periodistas formados en la escuela García. Uno no debería tomarlos a la ligera. Por entonces, tomando un café con Susana Viau, me dice “mirá, esos tipos hacen un periodismo que yo no sabría cómo hacer, y lo hacen muy bien, son de raza”. La raza de Héctor Ricardo García, el hombre que admira a Mickey y a quien saludo, aunque sea hincha de Bugs Bunny. Leonardo M. D’Espósito

 

PD: (sólo para García) Espero que al final haya llamado a Adriana Salgueiro, hombre.

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