El egoista consecuente

En un mundo que aprecia con severidad eclesiástica los códigos de grupo, que valora más que nunca la homogeneidad, en el fútbol sin perfiles que se predica en estos días, Romario produce perplejidad. ¿Cómo encajar a este individualista sinuoso en la maquinaria colectiva de un equipo y de un club? ¿Cómo adaptar a un inadaptable al compromiso común que precisa el funcionamiento de cualquier grupo? ¿Cómo evitar el conflicto con un futbolista que desestima la conducta gregaria, que desprecia los tics autoritarios, que es indiferente a los castigos, que mide su poder por medio del desafío constante? ¿Cómo gobernar a Romario el ingobernable? No hay un futbolista más singular en el mundo que Romario. Ni tan consecuente con sus ideas. Ni tan temible para un entrenador. Por supuesto, enseguida cabe hablar de Maradona, pero Maradona es de otra especie. Es un genio alienado por la fama, por el dinero, por las grandiosas expectativas que se han creado alrededor de él, por su incapacidad para desactivar la esquizofrenia que le genera el pequeño Maradona que lleva dentro, el Maradona probablemente humano y melancólico de un arrabal de Buenos Aires, y el personaje público y abominable que le domina hasta los límites de la desesperación. Pero finalmente, y a diferencia de Romario, Maradona encuentra su único amparo en la hora y media de fútbol, con los muchachos, con el cariño de la gente, agradecido a los códigos de complicidad que procura un equipo en la tarde del domingo. Más ahora que nunca, en su época crepuscular, cuando Maradona se resiste a aceptar su final, dispuesto sin duda a convertirse en un Fausto capaz de entregar su alma por el fútbol y por el muchacho feliz que quizá un día fue. En su etapa más gloriosa, Maradona pudo ser genial e impertinente, incómodo para algunos poderes del fútbol, pero nunca subversivo en la manera sutil en que lo es Romario. Porque desde su aparente autismo, Romario cuestiona el funcionamiento actual del fútbol, de los dirigentes, de los entrenadores, de los periodistas. Todo desde una postura temible, pero bien firme. En el hipócrita universo del fútbol, donde futbolistas, periodistas y directivos participan con complicidad y en silencio de la noche, el alcohol y el chismorreo, Romario dice que la noche es su amiga y que no le importa lo que piense nadie. Un día, Cruyff, cuyo ascendiente sobre Romario ha sido innegable, se atrevió a reprochar su conducta. «¿Y usted quién es para hablarme así? Usted no es mi padre», le contestó Romario. Ingobernable Romario que tampoco se achicó cuando Cruyff le amenazó con imponerle una multa millonaria si no acudía a su debido tiempo a la pretemporada en el Barça (verano del 94). Llegó a Barcelona tres semanas más tarde, recibió la multa, no la pagó y terminó tres meses más tarde en el Flamengo. Y hubiera terminado en una favela, o en Ipanema jugando al futvóley, porque las amenazas no le afectan. Ranieri, que llegó al Valencia con sus cacharros descacharrantes y con fama de duro, ha sufrido las consecuencias de los desafíos que invariablemente propone Romario. «Para el buen funcionamiento de todos, es necesario que los jugadores acepten ciertas normas de conducta. Y usted llegó ayer a las cuatro de la madrugada», dijo Ranieri. «Sí, ¿y qué? Con mi vida hago lo que quiero», contestó. «Si persiste en esa actitud, va a tener muy difícil jugar el Mundial con la selección brasileña», prosiguió el entrenador. «Usted ocúpese del Valencia que yo me ocuparé de la selección brasileña», terminó Romario, que dejó al entrenador cazando moscas ante la mirada del resto de los jugadores.

Esta conversación se produjo hace una semana en el vestuario del Valencia. Después arremetió contra la prensa y manifestó su desinterés por la opinión de sus compañeros. Sus declaraciones provocaron perplejidad general y el silencio del presidente Roig y el entrenador Ranieri. No tenían respuesta o no se atrevieron a aceptar el desafío de un hombre que tiene los rasgos del tahúr de timba. Y que las gana. Es habitual verle apostarse un millón de pesetas con directivos sobre el número de goles que piensa marcar en un partido. Generalmente se lleva la apuesta y el millón. Su desafío con el entrenador también lo ganó Romario, que será titular y bailará samba en los garitos. Es imposible medirse con Romario desde la autoridad cuartelera: no se entendió con Luis y se marchó a Brasil; lo mismo sucedió cuando Cruyff le apretó a golpe de órdenes. Un año antes le dijo que no le importaba que saliera por la noche si marcaba treinta goles. Exactamente los que anotó en su primera temporada en el Barcelona. Pero Romario también resulta inquietante desde el exceso de complicidad, porque entonces entiende que el interlocutor es un lacayo. Qué personaje inaprensible y fascinante.

No hay más remedio que aceptar que el mundo de Romario empieza y termina en Romario. Fuera del campo, donde no tiene otros amigos que la pequeña corte que le acompaña desde la infancia, y dentro del campo, donde se desinteresa por cualquier balón que pase a más de veinte centímetros de su pie. Pero en los dos planos, en el personal y en el futbolístico, es el egoísta más consecuente del mundo. Hace lo que le gusta y no concede un milímetro a la hipocresía y la demagogia. No busca a la prensa, declina el aplauso engañador y entiende el juego como el último mohicano del fútbol: con una pureza admirable, con una confianza ilimitada en sus recursos. Con la idea que, por lo visto, tienen los artistas de su oficio.

 

El País, 26 de octubre de 1997

Extraído de «Héroes de nuestro tiempo. 25 años de periodismo deportivo», de Santiago Segurola por cortesía de Random House Mondadori Argentina

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