Aquí encontrarán críticas de películas, quejas, celebraciones y todo aquellos que tenga forma escrita que logremos terminar sobre el Bafici durante el Bafici.
14/4/2014
Apostillas Baficianas 4
Mientras un Lee Kang Sheng en clave roja, calva y budista logra mover sus músculos a velocidades que desafían la percepción en Journey to the West -y abren infinitas posibilidades que van de la levitación intelectual al sopor de unos cuantos- un señor hace uso y abuso de la linterna de su celular en la sala. De pronto, alguien se levanta, y sin decir palabra alguna, arremete contra los brazos del hombre, zamarrea su teléfono, se miran por un instante que parece eterno, y con la misma determinación que lo eyectó de su butaca, vuelve a sentarse. Pasan los segundos, y el hombre devuelve gentilezas: apunta la luz a la cara de su agresor y la sostiene un largo rato en sus ojos. Ajeno a todo, el monje finalmente apoya su pie izquierdo en el suelo. Un nuevo paso comienza. En su trayecto, en ese inagotable espacio-tiempo que se abre ante los ojos, cabe el mundo entero. Ignacio Verguilla
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Apostillas Baficianas – Fin de Fiesta
Se acabó el festival. El último fin de semana tiene ese no-sé-qué nostálgico, elusivo y feliz que lo hace único. El último día pasa de todo: la desesperación por ver a aquellos premiados que nos hemos perdido, la discusión o el consenso con las elecciones siempre arbitrarias (¿puede ser de otra manera?) del jurado, las últimas conversaciones, el fango mental en el que empiezan a hundirse nombres, humores, anécdotas, favoritos, ideas sobre el cine, ideas sobre el mundo, planteos absurdos, iluminaciones repentinas, deseos de hacer y hacer y hacer… Se acabó el festival. Y ya falta menos para el que viene. Ignacio Verguilla
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13/4/2014
My Own Private BAFICI
Siempre fui una fiel espectadora del mundo BAFICI. No sólo de sus películas. Sus charlas fuera de los cines, las corridas por los pasillos, los madrugones para conseguir entradas, las colas interminables y hasta el look de la gente BAFICI siempre me llamaron la atención. Siempre sentí una profunda adrenalina y un sentimiento compartido con todos aquellos para los que el mundo allá afuera se detenía durante los días que duraba el Festival. De repente ya nada importaba salvo el BAFICI. Jornadas enteras me pasé viendo película tras película en los cines del Abasto. Y llegaba el final del día y tenía la cabeza enrollada de tanto ver, y soñaba y en sueños se mezclaban personajes, situaciones e imágenes de todos los mundos que había visitado en vigilia.
Al BAFICI 2012 ya casi no fui. Estaba embarazada de muy poquito tiempo y el sueño me venció en cada una de las películas que intenté ver. Disfruté tanto de dormir durante el embarazo que nada en el mundo podía contra esa sensación. Ni siquiera el BAFICI. Así que me dejé llevar por eso y desistí de ver más de dos películas ese año.
Al BAFICI 2013 directamente no fui. Mi hija tenía unos pocos meses y mi mundo se reducía a estar con ella. No tenía ganas de nada más y creo que con suerte me enteré de cuándo fue. Me enteré del cambio de sede. Me enteré de alguna que otra película que me daban ganas de ver. Pero nada más.
Dicen que uno proyecta deseos y bla bla bla en sus hijos. Seguramente sea así, no sé. La proximidad de las cosas me dificulta analizar demasiado el asunto. Lo que sí sé es que tanto su padre como yo siempre -desde que nació, o incluso desde antes- tuvimos la fantasía de que a Clara (nuestra hija) le gustara el cine.
Muchos padres recuerdan la primera vez que sus hijos dijeron su nombre, o la primera vez que se largaron a caminar, o cuando les salió el primer diente o se pegaron el primer porrazo. Nosotros nunca nos vamos a olvidar la primera vez que Clara fue al cine. Así, con Clara de la mano, volví al BAFICI. Ya no importaba qué viera, si no con quién. Me importaba qué pasaría cuando se encendieran las luces de la pantalla gigante. Si lloraría, si se la bancaría, si querría bajarse de mi falda a correr por los pasillos, si se reiría o qué.
Tanto tanto imaginar, así fue como sucedió: Elegimos La Tropa de Trapo de la sección BAFICITO, sacamos las entradas y entramos a la sala oscura. En mi bolso había municiones varias para entretener a la criatura en caso de crisis: gomitas, galletitas y hasta una banana. Nos sentamos bien atrás (porque siempre está el fantasma del cinéfilo que uno ha sido tantas veces que quiere matar al niño que grita en el cine). Llegamos a oscuras. Clarita que empieza a llorar y yo que para mis adentros me digo que no, que tiene menos de un año y medio, que cómo le va a gustar el cine. Nos sentamos. Se encienda la pantalla. Magia. Pura magia. De la más maravillosa. Aparecen los bichitos esos preciosos y Clarita queda prendida de sus colores y su bonita tonada española. Y yo no paro de llorar en toda la película. De emoción. De ternura. De verle los ojitos y la carita entusiasmada y de pensar cómo fue que pasó. En qué momento pasó eso de que se estuvieran uniendo mis mundos. Pensando que ahora Clara estaba sentada en el cine, viendo una película. Que estaba compartiendo una de mis grandes pasiones con mi hija de casi año y medio. Me llené de amor, de felicidad y de disfrute. Volví al BAFICI acompañada. Y el cine ya no es lo mismo para mí.
Nadia Marchione
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12/4/14
“Violencia es mentir”
Pocas frases acabadas son tan estúpidas como la que inmortalizó al héroe progre que es el Indio Solari. Habría que discutir al progresismo en serio, profundamente, alguna vez, como intentó hacerlo el extraordinario libro de Noriega & Raffo (Progre Sismo – El octavo pasajero).
El diálogo trabaja, en efecto, como ya lo habían hecho en su película anterior los directores, con un movimiento sutil y demoledor: concentrarse en el pasado para hablar siempre del tiempo presente y hacerlo con contundencia, complejidad y sin atisbos de demagogia.
El diálogo no sólo habla de la violencia de los años 70 sino que también se concentra en la que precedió a esos años, a finales de la década anterior aunque también extienda ese análisis hacia hechos de los años ochenta y, como límite, el presunto pedido de perdón “por un estado que no se ocupó del tema en 20 años” (canallada magnánima que niega la historia) de Néstor Kirchner en 2003.
Cuando habla sobre el pasado –gracias a la amable interlocución que dinamizan Graciela Fernández Meijide (antigua integrante de la APDH) y Hector Leis –ex combatiente montonero de alto rango jerárquico- logra un efecto hipnótico y emotivo, porque la película se propone romper puertas y tabúes psicopáticos varios (esos que indican sobre qué cosas de la historia se debe hablar y sobre qué cosas hay que callar) y lo hace a pura emoción.
Pero cuando habla sobre el presente, ilumina la imbecilidad de la frase de Solari. Y eso se debe a que El diálogo es, también, una película sobre la mentira y sobre la mentira como una desarrollada forma de violencia en donde se omiten toda clase de responsabilidades bajo el amparo de la victimización. Es justamente contra las omisiones históricas, contra los silencios, contra las formas solapadas del fascismo (que el progresismo local –y la política oficial- ha incorporado bajo capas de corrección política que niegan a quien no piense del mismo modo) que la película también habla.
El efecto es, entonces, doble: catártico y emocional por un lado, hipnótico por otro (porque recupera el placer embriagador del recurso oral, de la voz humana, de la confesión pero también del perdón) pero también distante y reflexivo en su reverberación en los hechos del tiempo presente.
Hoy por hoy, con indudable esfuerzo, casi en absoluta soledad, Racioppi-Azzi son los responsables de la recuperación del cine político en Argentina, un cine que estuvo dormido o al menos silenciado a lo largo de la última década.
Federico Karstulovich
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11/4/2014
Llorar, Llorar
A los hijos
Pasó el domingo -que si no me equivoco, era la última función- pero nadie dijo nada de nada de esa obramestraacsoluta que es Wolf children.
Pasó el domingo y se nos pasó a varios la existencia de ese tal Mamoru Hosoda, que logra poner en casi dos horas a toda la tristeza del mundo que puede aspirar la cinefilia: en ella está Spielberg, está Miyazaki, está la tristeza de Pixar, está Ozu…en fin: una moulinex en el valle de las lágrimas que hace de corazón tripas y de tripas corazón, con la cinefilia necesaria como para fundar una promesa (y dignificar una tradición directa o indirecta).
Una chica (de ciudad) tímida se enamora de un chico alto, desgarbado, solitario. Un asuntito: el tipo es un hombre lobo. Asunto menor. Se enamoran. Pareja. Sexo. Hijos. Niños lobo. A papá le pasa algo terrible. Soledad de ciudad. Casi como en una de terror, de fantasmas, de huérfanos. Pero cambia la locación: hay que proteger a los chicos. La madre viaja a una nueva oportunidad (que como siempre en varias tradiciones tiene cara de campo abierto) y carga con los críos en busca de vaya uno a saber qué cosa. Madre coraje las bolas: es una madre que se rompe el lomo pero los pibes se crian solos. Entonces las más hermosas corridas lobeznas que haya entregado el cine: los pibes crecen tan rápido. Y el viento pega tan fuerte en la cara que las lágrimas se ramifican por los pómulos hasta llegar a los oídos (porque a Wolf children también hay que oírla con oído perspicaz).
Pocas veces el dolor del crecimiento, de ser padres (mañana), de hacerse grande con el peso de ser un freak y querer ser uno más en la multitud y tantas otras cosas, entre ellas, el dolor de hacerse viejo y ver que los hijos se van y se va uno con ellos pero se queda, decía, pocas veces se filmaron todas esas cosas con tanta justeza (porque godardianamente los planos son justos: justamente esos planos y no otros, como si la historia y sus formas narrativas fueran hijas de una fatalidad y sólo pudiera contarse de una sola manera, en definitiva, universalidad) y la sensibilidad de peluche que toda la película entrega.
En el medio, travellings precisos y sintéticos que dan cuenta del paso de los años con una economía de recursos envidiable. Una bifurcación entre quien quiere pertenecer y quien necesita irse. Una madre que no puede con todo, ni con un montaje paralelo que despedaza: el paralelismo y la disyuntiva es una constante temática en la película, como anticipándonos ya desde la puesta en escena que habrá que decidir.
Wolf children es una obra maestra, pero, como pocas películas en el mundo, como pocos países mentales y sensoriales que visitamos para estar menos solos cuando extrañamos lo que no seremos, es también una buena película. Que llora y nos llora cada vez que sea necesario. Y nos cuida. Y nos vuelve a decir que todo va a estar bien, que los chicos están (y van a estar) bien. Y vos también, boludo.
Federico Karstulovich
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O Corpo de Afonso
Apostillas Baficianas 3 Bis
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10/4/2014
Living Stars (Mariano Cohn y Gastón Duprat).
Por suerte pude ver esta película con “público de verdad” y no en la función de prensa. Es que allí, los planteos atinentes a si esto es o no una película, las no muy veladas acusaciones de que se trataría de una experiencia más cercana a ver una sucesión de videos en youtube se difuminan y pierden sentido. La sala llena, el domingo a la noche en el Village Recoleta, se rió, aplaudió (no sólo al final) y, sobre los títulos, se animó a cantar algún tema y hasta mover un poco los cuerpos al ritmo de la música frente a esta sucesión de imágenes de distintas personas bailando en sus casas temas musicales en su mayoría muy conocidos y populares. Es que Living Stars es una película especialmente feliz, que si bien recupera algo de lo que hemos visto en Televisión Abierta, posee algunas diferencias que la hacen mucho más disfrutable. Veamos:
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El hecho de poder verla en el cine. Las acusaciones acerca de que “esto” no sería una película, se pierden los cambios experimentados en el mundo del audiovisual en los últimos tiempos. La variedad de soportes, el cruce de géneros y formatos, y la democratización del acceso a ciertas tecnologías, pareciera llevarnos a que lo que hace que podamos hablar de “cine” (y por lo tanto, de películas) tiene que ver con el hecho de su proyección en una sala, con posibilidad de acceso público.
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Esa posibilidad que nos brinda la gran pantalla permite también la explotación adecuada y muy inteligente que en Living Stars se hace de la profundidad de campo. Nosotros asistimos fascinados a los distintos personajes que bailan ante la cámara, pero también nos perdemos en los ambientes de sus casas donde las coreografías tienen lugar (en su mayor parte, los livings, como sugiere el juguetón título de la película). Ese ejercicio irresistible de voyeurismo, la vista que se dispara hacia aquel mueble o hacia los familiares que rodean al artista o siguen con sus actividades (que incluyen, en más de un caso, la soldadura metálica), forma parte del encantamiento que provoca esta película. Mención aparte merecen las mascotas hogareñas, no ajenas a ese mundo al que nos podemos asomar y que ponen en evidencia los límites entre la planificación que la filmación implica y la irrupción de la sorpresa y de la vida, que se resisten a todo tipo de cortapisa o encorsetamiento.
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La ausencia de voz en off. Lo que posiblemente es lo peor que tiene Televisión Abierta, acá, felizmente, está ausente. No hay en Living Stars explicaciones, chistes, críticas o ironías. Nadie nos dice qué tenemos que mirar o sentir. No hay subestimación ni distanciamiento, no hay acento en lo supuestamente bizarro ni mirada cargada de pretendida superioridad. No entiendo el rechazo prejuicioso ante esta película: pareciera que es difícil aceptar un instante de felicidad sin culpas. Todos quienes ocupan la pantalla, se nota que lo hacen porque así quieren hacerlo, y no tienen remilgos en mostrar su momento de alegría transparente, elemental y primaria. Esa que sentimos cuando hacemos lo que deseamos con nuestros cuerpos. Ese placer de la danza tiene que ver con lo que sienten los bailarines y no con los cánones estéticos que nos dictan cómo debe bailarse, qué está bien y qué está mal.
Así, desde el dentista bailarín que abre la sucesión de estrellas y que aparece al menos dos veces más (acompañando a sendas bailarinas) hasta la madre que se sale de la vaina –mate en mano- mientras su hija baila, para terminar danzando ella, cada episodio tiene su desarrollo y su particular interés. Hay más que una mera sucesión de clips musicales. Y ello tiene que ver con la libertad de los cuerpos, con el disfrute desprejuiciado de músicas muy diversas, con reconocer sin ambages que nos gusta bailar (aunque lo hagamos muy mal), que disfrutamos de ciertos temas musicales que se nos dice que son inaceptables, que nos gusta mirar cómo vive el otro. Derribar barreras y prejuicios, gozar sin culpas… ¿cómo no acompañar este desafío de Cohn y Duprat?
Fernando E. Juan Lima
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Apostillas Baficianas I
Belgrano. Domingo al mediodía. Dos señoras conversan en la cola esperando el ingreso para Night Moves, de Kelly Reichardt.
Señora 1: acá terminás viendo lo que ellos quieren. Te toca cualquier cosa, porque una viene a la hora que puede y no sabe nada de las películas
Señora 2: es verdad, pero para esta yo pude elegir
Señora 1: ¿ah, si?
Señora 2: Claro, es la última película del director de Old Boy…
Ignacio Verguilla
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BAFICI – Primer Tiempo. Miércoles 09 de Abril
Se apagan las luces, llueven los avisos de sponsors, sobreviene el simpático debut Baficiano de una marca de alfombras (¿?), y pasa lo de siempre: me molesta mucho el spot del festival. Este año “el gancho” viene por el lado de la futbolización de la pasión cinéfila, con gorro-bandera-vincha (y tatuaje) incluidos. En fin… Aunque para ser honesto, enseguida se me pasa la bronca. Soy cinéfilo y futbolero y no entiendo del todo ese facilismo publicitario; pero antes que los humos mentales se caldeen intento seguir la lógica un poco berreta del aviso y pienso que tal vez, para los que amamos el cine (y el fútbol), el BAFICI es el mundial. Y tiene una ventaja enorme: es uno que se “juega” todos los años.
Y como sucede en el planeta fútbol, si uno hace un ejercicio de introspección –sin mucho esfuerzo, claro, que la cosa no es tan seria- se puede comprobar que acá, del lado del cine, también campean esos comportamientos insólitos tan habituales cuando corre una pelota. Claro que sí, hablo de las cábalas, esos “rituales” sin pies ni cabeza que se la regalo a Freud si hubiera sido hincha del Salzburgo. Un poco entonado por la confesión del gran Víctor Hugo Morales que escucho por casualidad en la radio, creo que este es un buen momento para salir del placard cabulero, y confesar lo inconfesable. (Lo de Víctor Hugo: parece ser que en México ’86 eran reiterados los cambios de vestuario y la gambeta permanente a la ducha; la combinación de ambas cábalas generaba un bienvenido alivio al mal olor). Arañando la mitad del síndrome BAFICI, ya es tiempo suficiente para comprobar que llegó para quedarse una de esas decisiones infantilmente cabuleras: de pronto, me invade la imperiosa necesidad de asistir a las funciones de prensa que tienen menos público. Todo se debe a que el primer día, mientras paso tranquilo y al trotecito para la sala en la que se proyecta “Loca Bohemia”, descubro una fila interminable para ingresar a “20.000 Days on Earth”; sin un gramo de racionalidad, la idea se “instala” con granítica firmeza, y un par de horas después se impone con total autoridad: como disfruto mucho de las palabras y la música de Iaies mientras Nick Cave arrastra multitudes (ya me tocaría sucumbir a su amor brujo, tampoco es que uno coma vidrio), doy por seguro que tendré que elegir las funciones menos convocantes para que la película no defraude. Iaies no pretende ser Jarrett -de quien el músico Argentino afirma que es un personaje tan interesante que valdría la pena verlo y escucharlo hasta cuando va al banco- pero le pasa cerca; sostiene la película con su pasión por el jazz, explica con generosidad su aproximación al tango, y completa esos largos silencios que se pueblan con la música que Filipelli le (nos) hace escuchar para luego disparar la palabra y algunas notas en el piano.
Un rato después llega el 2 a 0 a favor: me dejo envolver por los secretos del agua en La Isla, de Dominga Sotomayor (la misma de la fascinante De jueves a domingo) y co-directora de nombre impronunciable, mientras el resto del universo se enrula en una cola interminable para otra función (prefiero no saber cuál; la ignorancia ayuda a la felicidad). El fin de semana la tendencia se mantiene, aunque no confesaré todo -que a fin de cuentas la honestidad mayor será con este texto nebulosamente verídico- porque el lunes y martes traen al menos un empate. Solo diré que comparto el consenso: “The Wait” es pura cáscara, y ni una sala vacía la salva de su ñoñería disfrazada de cosa seria. Y como me veo atacado por todos lados, con riesgo de perder el partido, se me ocurren otras cábalas alternativas, pobres sucedáneas de la original: sentarse siempre del lado derecho de la sala asegurará que no me duerma ni cabecee, cruzarse con un barbudo dará como resultado que al menos una de las películas del día me fascine, y descubrir una nueva voluntaria Española (¿será la tercera inmigración?), provocará que no llegue tarde a ninguna función.
El festival se parte al medio. Se viene el segundo tiempo. Luego será momento de balances, conclusiones, y del sereno desencanto de saber que hasta el próximo festival no habrá cábala que me asista en la casi permanente medianía de los estrenos de los Jueves.
Ignacio Verguilla
9/4/2014
Roncar en el cine
Dicen que no hay nada como dormir en tu cama propia, sin embargo, la sala de cine tiene algo enigmático que el colchón envuelto en sábanas limpias y perfumadas lamentablemente no posee. Sucedió el domingo 6 de abril a las 15.25hs en la función de prensa de Double Play: James Benning and Richard Linklater: los espectadores iban cayendo uno a uno como fichas de domino en la era sonora. ¿La gente había dormido poco o el documental era excesivamente aburrido? Quién sabe cuántas horas de sueño pudieron disfrutar la noche anterior pero, definitivamente, ese documental le compite cuerpo a cuerpo al Rivotril. No, yo no le hice honor a la vibración de las estructuras nasoorales, si narro este pequeño relato es porque no logré conciliar el sueño en la butaca. A mi me gusta quedarme despierta, con las pupilas gigantes de curiosidad, para observar cómo respiran los humanos cuando duermen: descubrir si cierran completamente sus ojos o los dejan entreabiertos para vigilar las pesadillas conscientes e imaginar si están soñando con hipopótamos que pilotean aviones o con ventiladores de techo que estiran sus hélices para darte un abrazo asfixiante. Ese domingo fue el día que quedé felizmente atrapada entre dos personas que bajaron la guardia: a mi izquierda, una señora de la tercera edad que masticaba los repulgues de sus uñas cuando conseguía mirar fijo la pantalla; a mi derecha, se encontraba nada más y nada menos que el chispeante -no ésta vez- Diego Trerotola con su uniforme festivalero, la remera verde loro con la puntiaguda estrella negra acariciando su pecho. La primera víctima se durmió con la boca (muy) abierta, agujero del infierno que emanaba los ronquidos más egocéntricos y escalofriantes jamás escuchados en una sala de cine. La segunda tenía la mandíbula apretada y sus párpados estaban sellados con silicona pero hacía un pequeño sonido con su diminuta naricita: un ronquido tímido y afinado como el canto de esas pavas que cuando envejecen susurran en vez de gritar. El cinéfilo de pelo largo se despertaba de a ratitos sobresaltado de su siesta con cara de Dumbo en estado de ebriedad para señalarte algo del plano, conducta típica del dormilón cinematográfico culposo. El duelo de ronquidos en esa sala era sangrienta y despiadada porque la película de Gabe Klinger era un volquete de tés de tilo en comprimidos de 800 mg. Una de las cosas más lindas de los festivales de cine, además de empacharse hasta vomitar subtítulos, es esa intimidad que se genera en las funciones con desconocidos y/o colegas; una convivencia temporal casi perfecta donde las salas se transforman en una fiesta de ladridos de alegría cuando la película es divertida y, caso contrario, en un piyama party sin prendas violentas ni bolsas de dormir. Si una película aburrida me permite estudiar un poco más a fondo con qué expresión se duermen los cinéfilos, bienvenidos los documentales que retratan a Richard Linklater raqueteando las pelotas que le lanza una máquina en una cancha de tenis. Nada de colchones Simmons: en el cine siempre se puede dormir mejor.
Maia Debowicz
7/4/2014
Bafici día ¿2?, ¿3?, ¿4?
¿Cómo llevar la cuenta de los días que pasan a nuestro alrededor mientras nos sumergimos en ese sótano que es el Village Recoleta sin señal de celular, sin contacto con el mundo exterior, viendo más y más películas?
Apolitical Romance
Comedia romántica como las mejores que puede ofrecer Taiwán: linda, redonda, llena de colores brillantes y personajes simpático/extravagantes. ¿Cine independiente? Cine, por lo menos, de muy lejos, pero que habla con códigos que conocemos. Chico conoce chica a través de una serie improbable de casualidades, que los llevan a buscar al primer amor de la abuela de la chica (china que vive en China), con el cual perdió el contacto durante la guerra y que ahora vive en Taiwán. A los recorridos, las peripecias y los pequeños pero hermosos personajes secundarios se suma una serie de chistes sobre el conflicto político (todavía pendiente) entre China y Taiwán.
Una película que funciona por todos lados.
Mary is Happy, Mary is Happy
Gran película despareja, inestable, “fresca” (según adjetivo que parece circular por el festival), Mary is Happy… es “la película de Twitter”, pero es, además, mucho más que eso. La premisa parece simple: todo el guión de la película se construyó alrededor de una serie de mensajes de Twitter de una adolescente tailandesa. El resultado es una película meandrosa, libre, inesperada, posiblemente larga y un poco balbuceante, excesiva en su uso de la música, que abusa de su gran idea madre pero aun así logra mantenerse vibrante y atractiva.
Pegando el cine a un medio que le es ajeno, Mary is Happy… encuentra una gran vitalidad al doblarse frente a la lógica adolescente/twittera. Una película que no se parece a muchas otras cosas.
Big Eyes/A Hole in the Moon
¿Qué es/quién es Uri Zohar? Una de las mejores cosas que le podrían haber pasado al BAFICI. Punto. Hay que ver todo lo que se pueda de este director imposible de encontrar/explicar. De sus doce películas, el festival proyecta ocho, yo apenas pude ver dos y necesito ver más.
Cronológicamente, la primera es A Hole in the Moon, una especie de cruza entre Jerry Lewis, Ocho y medio y el Godard más radical: cine moderno, cómico, político, radical y radicalmente disfrutable. La cara de Zohar (que pueden ver por YouTube detrás de la gran barba del rabino ortodoxo en el que se ha convertido) lo esconde y lo ofrece todo: una gran Luna en la que caben cowboys, psicólogos devora frutas, discursos sionistas, mujeres que persiguen la fama y gags/homenajes que remiten al cine cómico mudo.
Big Eyes parece una película de un director completamente diferente: adulta, con canción temática (gran tema que muero por volver a escuchar), angustia, sexo y una velocidad/corporalidad que recuerdan lo mejor de Cassavetes. El mismo Zohar protagoniza esta también, pero cuesta reconocerlo: el chico regordete y cómico en esta película levanta mujeres con un aplomo profundamente angustiante. La suma y la perfección de gags (un bebé que lleva como valija de un lado para el otro) quedan perfectamente imbrincados en una trama acelerada y poblada de la cotidianeidad de un entrenador de básquet. Más allá de las mujeres, de la canción, del gran ritmo narrativo, el gran placer de Big Eyes es ver cómo Zohar presenta y atraviesa los espacios.
Una canción coreana
Lástima, podría haber sido una gran película o, con ambiciones más modestas, un buen documental con un gran personaje: Anna, una inmigrante que vive en el Barrio Coreano de Buenos Aires, una cantante/madre/maestra con sonrisa contagiosa y entusiasmo hermoso. Además de una gran voz. Los primeros minutos de Una canción coreana prometen mucho: Anna brilla en cámara, esconde algo que queremos explorar. Pero más pronto que tarde la película pierde a su propio personaje, se le escabulle, no sabemos si por falta de rumbo o por problemas de producción. Lo que empieza a surgir rápidamente es la realización (dificultosa) de un documental que avanza sin demasiada lógica. La cámara aparece frente a la cámara, los mails internos de la producción se deslizan por la pantalla. Al final, no sabemos qué estamos viendo: si un documental sobre Anna o un documental sobre cómo se hizo (o se quiso hacer) un documental sobre Anna. Sin sujeto y sin una elaboración metalingüística, Una canción coreana se pierde en el vacío.
Night Moves
Después de acercarse (muy lateralmente) al western, ahora Kelly Reichard filmó un thriller político/ecológico protagonizado por Jesse Eisenberg y Dakota Fanning. El resultado puede parecer decepcionante, pero no lo es en realidad.
Caída del género tradicional, Reichard dirige una de suspenso que por momentos maneja la tensión al mejor estilo Hitchcock (la secuencia con la bomba), pero que se plantea concientemente desde otro lugar. Así como los personajes rechazan los actos terroristas/ecologistas que son puro teatro y no conducen a un cambio real, Reichard parece rechazar los thrillers que son puro espectáculo y tensión acumulada, a favor de una película que se vale de elementos tradicionales pero termina desviándose y narrando por otros ángulos.
La salada
La primera película de Juan Martín Hsu propone un juego narrativo de una modesta gran ambición. Se trata de un relato coral ambientado en La Salada, protagonizado por inmigrantes provenientes de distintos países, cuyas vidas se cruzan o coexisten en ese gran espacio. Hay una claridad narrativa, una ambición clásica de transparencia que solo puede lograrse gracias a un gran trabajo de precisión, montaje, actuaciones acompasadas. Dentro de los distintos rincones de las múltiples historias (que giran todas en torno al tema de la soledad y el exilio, posiblemente como una condición que excede la del inmigrante) hay momentos más o menos logrados (los homenajes al Nuevo Cine Argentino), más o menos burocráticos y algunos definitivamente hermosos (la salida k-pop, un sillón con una coreana y un argentino, un bar y un primer beso).
Marcos Rodríguez
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Día 4, jornada 1
Hoy domingo, recién hoy, tuve mi primer día BAFICI. No puedo sino seguir de costado, con cierta envidia, las escrituras en distintas plataformas que cuentan todo lo que ven, lo que no ven, lo que pasa en este festival número dieciséis. Me duele que no me duelan los ojos después de seis o siete películas por día. Pero esto no funciona a modo de queja: mis horas fuera del BAFICI van de regulares a excelentes. No cambiaría, por ejemplo, mi tarde de ayer sábado por atiborrarme de películas en alguna de sus salas, por las conversaciones entre proyecciones, por los amigos que veo una vez al año. Así funciona en mí esta manifestación del paso del tiempo. Cada segundo de mi voracidad baficiana valieron la pena, como valen la pena cada segundo de esta aproximación acotada, reducida, menguada. ¿Cómo serán estos días que vienen ahora, esta semana, cada vez que me pierda en promedio cuatro películas diarias? En algunos momentos voy a pensar que hay algo mucho mejor para estar haciendo, en otros me voy a olvidar que mientras tanto está el BAFICI.
Viene funcionando bien el mecanismo de la adaptación: el alejamiento vino de a poco, y trato de elegir bien y disfrutar cada película que veo.
Pero hoy, sí, no fue un domingo cualquiera, ya que fue mi domingo BAFICI. El comienzo fue más bien mediocre, con The Wait, que desperdicia las posibilidades de encanto que puede tener una historia enmarcada en un bosque con algunas canciones hermosas (ese atractivo parece estar ahí, al alcance de la mano, a lo largo de toda la película) a favor de una trama que no profundiza sus elementos de suspenso y una tensión en la relación entre los protagonistas que se diluye rápidamente.
Después vi La salada, una muy buena película argentina que retrata tres historias paralelas que tienen en común esa feria. Todos los personajes son hermosos, o tienen algo de hermoso, y los protagonistas padecen sin mucho dolor el hecho de ser inmigrantes en Argentina, de vivir al borde de la legalidad, de la precariedad o con plena incertidumbre. Se afirman con el amor y con la esperanza. Son tan buenos los personajes, están tan bien actuados, que la película no decae nunca y podría durar más sin que nos demos cuenta.
La tercer película fue Doble play: James Benning y Richard Linklater, de Gabe Klinger, hermosísima y gustosa película cinéfila que avanza sobre la relación personal y cinematográfica entre los directores James Benning y Richard Linklater. Ambos son originales y bien distintos en sus obras, pero Klinger hace avanzar el film en sus pasiones comunes (el béisbol, por ejemplo), y en la influencia que quizás sin que ninguno de los dos se hayan dado cuenta tiene Benning sobre Linklater, en algunos planos, en la belleza de los espacios y la naturaleza. En el retrato del paso del tiempo. En pocas películas vi filmado de modo tan disfrutable y poco angustioso una reflexión sobre el paso del tiempo, los cambios, el envejecimiento y la materialidad que cobra todo eso mediante el cine.
El paso del tiempo nos puede cambiar. Y ese cambio también tiene su belleza. Decía que no cambiaba mi sábado de ayer por nada del mundo. Ayer mis hijos vieron, por primeva vez, Blancanieves y los siete enanos. Se quedaron hipnotizados (¡a mí me decayó un poco!: la historia avanza muy lentamente a costa de detenerse en las morisquetas de los enanos). Uno de ellos me preguntó, por primera vez, sobre la muerte, y me hizo repetir un par de veces la parte en que Blancanieves cierra los ojos cuando se queda dormida después de morder la manzana envenenada. Luego fuimos a la plaza y terminaron empapados por saltar charcos.
River acaba de perder con Belgrano. Salvo por eso, fue un fin de semana perfecto.
Agustín Campero
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Cenizas del tiempo
Sobre Atlántida y Juana a los 12
Tanto Atlántida como Juana a los 12 transcurren en un hipotético pasado; se dice que la primera es en la década del ochenta y la segunda en la del 90. Sin embargo, son pocos los indicios y a veces se mezclan, como si no se tratara de películas de época sino de recuerdos filmados.
Es verdad que en el caso de Atlántida parece haber errores de “reconstrucción” (los arcades en la estación de servicio, sí), pero también es cierto que las noticias que se escuchan podrían ser de hoy. La vida en algunos pueblos, en algunos países, a veces parece no pasar. Y el verano como despertar, como pulsión de escape, en el cine suele ser atemporal.
Con Juana a los 12 me pasa algo personal. Las calles que recorren la nena y su madre, donde queda el colegio bilingüe, su casa y las de todos los psicopedagogos, profesores particulares y del círculo reducido entero que rodea a Juana, quedan en Olivos; capaz que un poco hacia Vicente López, La Lucila o Martínez, pero hasta ahí. Viví tres años en esa zona hasta el año pasado, a dos cuadras del puerto de Olivos. También nací en el barrio y mi papá vive ahí desde hace cuarenta años. Me conozco de memoria las casas inmensas cubiertas de enredaderas y recuerdo siempre el olor a lluvia y la sensación de respirar el aire del corredor norte, mucho menos denso que el de CABA aunque quede a veinte cuadras de ella. Todo eso en la película lo veo totalmente actual, porque hasta hace nada caminaba todos los días por esas locaciones. Sin embargo, el Gativideo que mira un chico en algún momento de la película me disparó como gomera hacia los días en que me quedaba viendo VHS de muy chico en la casa de mi papá. Los momentos más importantes pueden reducirse a un par de lugares o aromas y todo se mezcla porque no representan momentos fijos sino eternos. El periodo de tiempo que muestra la película de Martín Shanly no se quedará ahí, se le mezclará a Juana en su futuro en algún espacio tan amigo como traicionero durante el resto de su vida.
El Gativideo puede convivir con las puertas de última generación en seguridad y el Street Figther de fines de los 90 con un yeso dibujado con Fido Dido, porque en definitiva es la suma nublada de hitos iniciales lo que estas películas quieren capturar, sea para guardarlos para siempre o para hacerlos bollito y tirarlos al fuego del hogar. Daniel Alaniz
6/4/2014
Big Eyes, de Uri Zohar
No recuerdo dónde ni de quién leí que el cine de Bujalski es como el de Cassavetes sin espesor dramático. Tampoco sé qué hay de cierto en esa afirmación pero sí que algo de eso podría aplicarse en Big Eyes y negarse al mismo tiempo.
La película de Uri Zohar es ligera y a la vez no carece de “espesor dramático”, aunque preferiría llamarlo “intensidad”. Un partido de básquet está filmado como una mezcla de Cassavetes y Rescatando al soldado Ryan. Narrativamente no pasa mucho más que un partido de básquet y posterior quilombo y lucha a piñas entre rivales; pero lo poderoso del movimiento registrado y usurpado a la vez por una cámara guerrillera y desatada le da a la aparente anécdota la fuerza de la vida toda. No es más grande que la vida, es la vida misma inflada como piñata rellena con dinamita.
Ahora, la fuerza de Big Eyes está en su capacidad para ser bomba y globo a la vez, como si su marca registrada fuese ACME. En la comedia picaresca que cuenta la historia del mujeriego Benny Furman y sus idas y vueltas -del trabajo a casa y de casa a la casa de otra chica y de ahí al trabajo y a la casa de otra- podríamos ver una película de playa de esas que supimos tener acá, pero también una de Cassavetes. Y algún mumble, y por qué no a más de un Godard. Si en Benny se puede ver a Belmondo y Sin aliento podría ser un título perfecto para esta película.
Pero no, el cine de Uri Zohar es de él. Y es tan inclasificable y está filmado con muchísima sed. Esa sed a la que hace referencia la canción que se escucha una y otra vez en la película, ya convertida en hit del otoño. Daniel Alaniz
5/4/2014
Dos películas con chicas extrovertidas (Sí, muestran el castorcito)
Grand Central (Competencia Internacional)
Los créditos iniciales de Grand Central, película que integró en 2013 la sección oficial del Festival de Cannes, encienden la pantalla de un color rojo; las letras macizas y pesadas invaden el plano negro para advertirnos del peligro que acecha en el relato como si fuera la bandera de una playa que presenta un mar malhumorado. El segundo largometraje de Rebecca Zlotowski es un thriller romántico que narra con pulso acelerado la cotidianidad de un joven hombre, Gary (Tahar Rahim), que pone en riesgo día a día su salud trabajando en una central nuclear que se encuentra al mando de Gilles (Olivier Gourmet). Su traje de astronauta terrenal lo protege de las dosis radioactivas pero no lo inmuniza del verdadero peligro: Karole (Léa Seydoux). La directora francesa de 35 años perfuma la cámara cuando encuadra a la chica de pelo azul de La vida de Adele (2013) -actriz también protagónica de su ópera prima Bella Espina (2010)- que vuelve decidida a mostrarnos lo sensual que le queda su pelo corto. Sus pezones tridimensionales dibujan la mirada penetrante del espectador en un body blanco que envuelve a su cuerpo como un papel film, tela que funciona como una frazada que desnuda sus huesos. ¿Cuántas veces cabe la palabra «belleza» en el ombligo profundo de Léa Seydoux? ¿Qué tiene esa mujer para prender con un magiclick la llama incontrolable del deseo? ¿Es su boca carnosa como una parrillada completa? ¿Esas pupilas tensas y amenazantes? ¿Acaso es su pubis de peluche? Pero yo no soy la única persona que está enamorada de esa rubia debilidad: Gary deja caer su disfraz cada vez que ella menea sus caderas y, cuando nadie los ve ni los escucha, se apropia de esa piel de plush que desafortunadamente ya tiene dueño. Sexo apurado, culposo y deleitable, tan calórico que tapa sus arterias de un veneno que no tardará en vomitar su corazón. Las sirenas de la central nuclear gritan anunciando nuevas víctimas; la amenaza aumenta porque en ese mundo todos están condenados a sufrir mucho, poquito, pero nunca nada. Nadie está salvo en Grand Central. Ni siquiera nosotros.
Afternoon delight (Panorama)
La ópera prima de Jill Soloway, guionista de series como Six Feet Under, Nikki y Unites States of Tara, pertence al subgénero “crisis matrimonial post-maternidad”. Dentro de ese subgénero hay dos corrientes: las que te dan un poco de aliento para salvar esa unión preciada con el cónyuge y las que te confiesan, sutilmente, que lo más beneficioso es tirar el album de fotografías del casamiento (¿todavía existen esos objetos?) en las profundidades del inodoro. Afternoon Delight se ubica en el primer casillero, en el club de Judd Apatow, pero, a diferencia de This is 40 (2012), Afternon Delight tiene un relato que desayuna Zucaritas y saca el tigre que hay en todos nosotros. Con un tono de comedia dócil y acariciable, Jill Soloway nos deposita en el cuerpo de Rachel (Kathryn Hahn, aquella actriz enorme que interpretó a la latosa y tatuable Edie “vagina poco profunda” Fitzgerald en ¿Quién *&$%! son los Miller? ) para que nos hagamos carne y seso de su tedio matutino y vespertino; de su abandono físico y emocional. Rachel sigue usando un corpiño de lactancia a pesar de que su período de amamantamiento terminó hace años, y es que la mujer que habitó en ella se ha convertido en un fantasma con una entrepierna que aúlla de aburrimiento y amargura ya que hace seis eternos meses que no practica sexo con su marido Jeff (Josh Radnor). La dama que ahora solo se siente madre es bastante negadora: visita a una psiquiatra incompetente (Lenore, Jane Lynch) y muy poco profesional que, además de sacar una vianda y comer delante de su paciente, le cuenta acerca de su vida personal. Rachel no sabe cómo volver a ser quién era esa persona que ni siquiera ella recuerda; sólo puede refugiarse dentro de su auto para observar cómo las ventanas lloran lágrimas que bailan como espermatozoides agitados mientras unos gigantescos robots bañan al vehículo con agua y jabón. Una tercera en discordia, una stripper (o como ella se define: “una trabajadora sexual”) llamada McKenna (Juno Temple), entrará en escena para activar la bomba que se encuentra dormida entre sus sábanas heladas. Una comedia sexual de todas las estaciones que por fin le otorga el merecido protagónico a la chispeante comediante Kathryn Hahn, quien merece un abrazo mundial por lucir con gracia y orgullo unas medias can can color piel sin bombacha.
Maia Debowicz
5/4/2014
La clase B puede salvar al mundo
Tercer día, que parecía prometedor, bueno, decepcionó con estilo. A primera hora Tres D de Rosendo Ruiz desplegó una cantidad insospechada de amabilidad mediterránea, lo que, en alguna medida -sumado a los chistes entre amigos del mundo cinéfilo- termina salvando a una película que intenta desplegarse en ese terreno olímpicamente vistado, que es el del documento-ficción. El resultado es una suma de intentos que no resuena mucho ni como documental (las declaraciones que escuchamos a Campusano, Prividera y otros no son especialmente originales) pero tampoco como ficción (ahí se despliega una suerte de pseudo comedia romántica fallida que termina con noche de borrachera y algún vómito). No puedo negarle toda la amabilidad del mundo, pero al menos, si bien no cumple mucho tampoco promete demasiado. A veces la modestia termina siendo un mérito poco usual.
Inflada, como los precios del super, vino 20.000 Days on Earth , acaso un superdocumental inusual sobre el magnético Nick Cave. Lo del prefijo super esta película se lo gana por la descomunal puesta en escena que no duda un segundo en desplegar un brillo visual como pocas veces veremos en un rockumental. A la vez tampoco es un documental hecho y derecho sino que tiene algo de ficción interviniendo. Pero el principal problema de la película no es formal, sino que lo grave es convertir a NC en una especie de gurú artístico (pronúnciese “artisssssshtico”) que no cesa de interpelarnos -como Clint Eastwood en la publicidad de entretiempo de fútbol americano- sobre tres o cuatro verdades acerca de eso que llamamos creación. Así y todo, aunque le creamos todo lo que nos dice, el resultado no deja de sonar a un disco de autoayuda en medio de una película excepcionalmente lustrosa. Al finalizar, amén de las bellas imágenes (retengan el plano final), la sensación es extraña e indigna para este señor: es como si hubiéramos visto una entrevista a Dustin Hoffman en Inside the actors studio, pero con onda.
En el medio vi Fargo. No me pregunten por qué. Ni siquiera estaba en el catálogo. Bueno, che, de algo hay que vivir. Luego de los Coen, volver. Esta vez con un apellido judío real. El judaísmo, sin embargo, poco parece importar en el cine de Uri Zohar –un cosmopolita modernista con muchos más puntos de los que podríamos pensar con el cine de vanguardia argentino de los sesenta, particularmente con el grupo de los cinco, y más específicamente con Alberto Fischerman, el de The players vs. Ángeles caídos- mucho más preocupado acá por desarmar esa entelequia llamada sionismo a puro golpe de montaje, a puro derrumbe de de la cuarta pared.
Es extraño: se ha mencionado a esta película como fuertemente local (e israelí, naturalmente) pero su superficie se resiste con ganas a eso de ser un cine nacional. No obstante es una crítica despiadada a los nacionalismos, a cualquier forma de endogamia cultural. Pero está fechada. Se parece demasiado a mucho cine modernista de los sesenta. Hoy por hoy sus recursos tienen algo de naftalina. Pero su antinacionalismo la sobrevivirá. Ahí, en esa intensidad política es donde brilla.
¿Especulación? Nah, pero suelo guardarme para el final de día un par de clásicos, como si quisiera asegurarme no irme a dormir decepcionado. Ahí me esperaba Fédora, la genialidad de Billy Wilder que revisita a Sunset Boulevard pero de modo aún más pesimista. Pero había que comer. La comida, ese otro gran tema festivalero, me va a insumir un comentario, pero dentro de unos días: cine guerrilla vianda (o cómo sobrevivir con un tupper encima: milanesas, empanadas, sangüchitos, ensaladas y otros varios). Plan B: Henenlotter, el señor del trash. Basketcase en el Malba, trasnoche plena. Habré perdido un Wilder, pero la basura de autor puede salvar al mundo. Llámenme pesimista y reaccionario, pero en la clase B radica la esperanza, todavía.
Belial espera, dentro de 10 minutos. Matías Orta, presentador oficial, dará el toque freak. Están avisados. Vean a Hennenlotter en pantalla grande: difícilmente vuelva a suceder.
Federico Karstulovich
4/4/2014
Bafici día 1
Uno de los sentidos que más me gustan de la palabra “pasión” (una de mis palabras favoritas) es el que lo relaciona con el padecimiento, con aquello que nos domina, nos sobrepasa, nos arrastra según su voluntad. El cine, que tanto amamos, en realidad se padece. El BAFICI, también. Otra vez empieza un BAFICI y todo lo que creímos, juramos que habíamos dejado atrás vuelve a presentarse ante nuestra cara como si nunca se hubiera ido. Todas las ansiedades (sociales, cinéfilas) erizan sus pelos y nos acarician, como un animal meloso al que le gusta refregarse contra nuestras piernas. No hay experiencia o sensatez que valga. Solo hay cine. Y mucho. Si dos objetos no pueden ocupar el mismo espacio en el mismo momento, es claro que (en especial en un festival) vida y cine se excluyen La ansiedad y la razón, también.
Una de las (mis) ansiedades cinéfilas es la que surge cuando, a pesar de que intento ser razonable y moderado, la perspectiva de todo el cine que puede ofrecer un festival que comienza termina por generar una expectativa sobrehumana que ninguna película podría colmar realmente. Uno espera (gente enferma) que todo el cine sea más que el cine.
Por eso no debería extrañarme que las dos primeras películas que vi en este festival hayan resultado (ligeramente) decepcionantes, una más que la otra (pero porque tenía más expectativas, no porque sea peor).
La primera película forma parte de la Competencia Argentina: Atlántida, película cordobesa. No podría decir, con toda honestidad, que esta película está mal. Hay sí, creo, un exceso de corrección: todo está bien, perfectamente tramado en una película que rueda hacia su final con una linda naturalidad. Las actrices están muy bien, la atmósfera de despertar sexual está bien lograda. Pero todo parece demasiado planeado. Y todo resulta demasiado evidente desde no muy avanzado el metraje. Cada pieza está plantada con cuidadoso esmero, pero el esmero no hace al cine: que la sequía que prepara la tormenta metafórica del final, que el vidrio que se rompe justo para quedar en el tacho con el helado; los elementos de Atlántida están dispuestos con profesionalismo, pero sin demasiada fuerza. La dirección de arte, por otro lado, resulta demasiado ostentosa: todo es perfecto pero evidente, los signos de un tiempo pasado se disparan sobre la pantalla con un rigor de hierro, guiados por la lógica (posiblemente) y la nostalgia (probablemente), pero no por los personajes. Nada está mal en Atlántida y sin embargo la suma de las partes no termina de configurar un todo. Posiblemente, los límites de la película sean los límites de una idea del cine como autobiografía o, para ser más justos, del cine como naturalismo.
La segunda película me interesaba por su tema pero también por las infinitas alabanzas que venía escuchando de ella: 20.000 days on Earth, el “documental” sobre Nick Cave. No es la película perfecta que creí que sería. Pero es bastantes otras cosas. Tiene grandes momentos. Tiene ideas (un tanto desparejas, pero interesantes por lo menos como forma de exploración, como aristas oblicuas para intentar acercarse el “documental de estrella de rock”). También tiene momentos que no funcionan (el “archivo Cave”), tiene un exceso de Cave hablando de sí mismo (Cave ahoga una película que probablemente hubiera necesitado un poco más de distancia y un poco más de aire), le falta música en vivo. Probablemente 20.000… no le interese demasiado a los no fanáticos. No interesa demasiado como cine. Pero logra construir algunas cosas, tiene un momento final grandioso y se juega por sus ideas.
De Mahjong (codirigido por Joao Pedro Rodrigues) me dicen que se parece a/tiene relaciones con/intenta continuar La última vez que vi Macao, película que no vi. ¿Qué decir, entonces, de una experiencia que al parecer no está completa? Problema del cine contemporáneo: cuando se pierde en las referencias y las competencias. De cualquier forma, el corto funciona como unidad y logra mucho, mucho más que muchos largometrajes.
Otra vez empieza el BAFICI y otra vez me encuentro (en contra de mis deseos) escribiendo en contra de las películas que me estoy desviviendo por ver, por las que sufro trastornos y mala alimentación, que me dejan sin sueño, sin presupuesto, sin ganas de ninguna otra cosa. Otra vez (aunque me prometí buscar solo lo bueno) me encuentro acá sentado diciendo cosas por las que alguien me va a odiar.
Lo que descubro (otra vez) es que el amor al cine se paga con sinceridad.
Marcos Rodríguez
3/4/2014
El año pasado en Recoletá
Yo no he visto nada en Recoleta. Pero ya he visto.
Otra vez pierdo un primer día de Bafici, ese evento que para-el-tiempo-como-un-mundial (para algunos), que pone las cosas y la vida (y las cosas de la vida diaria) entre paréntesis.
Bueno, yo no vi nada. O si vi, en un futuro próximo. Pero ya estuve ahí (como Denzel Washington en Deja Vu), ya estuve y me dejé un mensaje para no olvidarme (del año pasado en Recoletá). Este año vuelvo a tiempo, pero suena el despertador (debería preocuparme si suena con I’ve got you babe?), me quedo sin luz, todo el día se me retrasa y el Bafici de inauguración de jueves se me pierde. Y los envidio a mis compañeros que entran y salen. Los primeros días son torpes, inconclusos, como un borrador. Mi cinefilia es una práctica constante de metidas de pata o pisoteos de baldosas con agua. Es decir: es una cinefilia que te hace aprender llevándote algo puesto.
Frente a la desesperación trazo el mapa mental (de lo que vi en un futuro próximo, del cual volví, quizás para ver otras cosas en un futuro alternativo) que me lleva de Schliepper (¿Cómo perderse El retrato, Esposa último modelo, Arroz con leche, Cita en las estrellas, que son la quintaesencia de el screwball vernáculo y una promesa de eso que fue recuerdo de un futuro posible para el cine argentino?) a Henenlotter (¡¡Brain damage!!, ¡¡Basketcase!! ¡¡la putamadreeeeeeeeeeeee!!), de ahí a WALTER HILL (en mayúsculas) para gritar tonight is what it means to be young mientras babeamos a coro el rojo de Diane Lane en Calles de fuego. O salir barriendo el piso con la jeta rota luego de ver por enésima (o por primera, depende del deja vu) vez la quintaesencia de los perdedores hustonianos que es Ciudad Dorada
¿Bafici fácil?¿Bafici de cinemateca de clásicos?
Bueno, eh, bueno.También está Uri Zohar, que promete cosmopolitismo y un cine israelí que va mucho pero mucho más allá del obsesivo medio-oriente-for-export.
¿Que sigue siendo de cinemateca? ¿Que un verdadero baficista-paladar negro se adentra en las profundidades del monstruo sin preguntar el apellido?
Bueno, ok. También hay de eso en mi lista de cosas que vi en un futuro próximo: vi Why don’t you play in hell, vi Wolf children, vi Our Sunhi, vi Night moves, vi Hoop dreams, vi Fantasmas de la ruta, vi Double play, vi Redemption, vi G/R/E/A/S/E, vi 3D, vi El escarabajo de oro.
Pero no me acuerdo de nada. Son las 6. Suena el despertador. Otra oportunidad para equivocarse o para conquistar a la chica de los sueños.
Comienza el Bafici (al menos para mi), pero… ¿no había terminado?
Federico Karstulovich
3/4/2014
The Congress
Puedo escribir mucho sobre El Congreso (The Congress), sobre el film, el uso de la animación, las elecciones estéticas, los temas. Parto de esta idea: El Congreso es la película que narra cómo las máqunas de Matrix (la primera, que es la única que cuenta) triunfaron. Y eso produce un efecto curioso: todo lo que sucede en el segmento animado del film, que ocupa más de la mitad del metraje, toma parte de la trama y episodios casi calcados de una de las grandes obras humorísticas de las últimas décadas, la novela El congreso de futurología, de Stanislav Lem, tipo que ya no está de moda pero que debe considerarse un enorme satirista. La cosa es que, justo justo, estoy terminando el libro, que me ha causado enormes risas. Lem escribía allá por los setenta, y especulaba con lo que podía llegar a pasar con la Humanidad, y el mundo desquiciado y vertiginoso, estúpido y encantador que describía, era potencial. Los momentos animados de la película de Ari Folman son de una sustancial tristeza, incluso cuando recurre a un estilo cartoonesco desfasado, una especie de mezcla de Hermanos Fleischer con Art Nouveau. ¿Por qué lo que en Lem aún parece cómico en Folman es tan lúgubre, triste, melancólico? La respuesta es que ese universo ya no es potencial. Es real: los malos ganaron y si la sátira servía como advertencia y llamado de atención, hoy esa historia solo funciona para rescatar, en un paraíso artificial, a sus personajes, como si lo único posible fuera esperar la muerte o la disolución en una alucinación privada. Leonardo M. D’Espósito
2/4/2014
La amante escuela del BAFICI.
Se viene nomás el BAFICI y por 16° vez allí estaremos. En la comunicación electrónica que mantenemos los redactores de El Amante, Federico Karstulovich propone poner el acento en una cobertura diaria del Festival que tenga que ver más con un “diario personal” que con una suma de críticas.
Y parece que yo me lo tomo en serio.
En general, cuando algo me gusta no soy de cansarme o aburrirme por la prolongación en el tiempo de una determinada actividad o la reiteración de un placer. La duración del goce que me provoca la música, una película, una relación, usualmente incide poco en su finalización (que, eventualmente, requiere de alguna otra condición resolutoria). En fin, que mañana arranca con todo el BAFICI y, el día previo, me encuentro (casi, casi) con el mismo entusiasmo de las primeras veces.
Pero no sé qué me pasa que me pegó una especie de nostalgia-a-futuro (¿qué quedará para el domingo 13 de abril?), y la alegría de reencontrarse con tanta gente querida (o, simplemente, cruzarse por ahí con ella) me llevó a las primeras ediciones del Festival y a los tiempos en que cursaba en la escuela de El Amante.
Los impares Marcela Gamberini y Eduardo Rojas. Haber podido empezar a asomar aunque sea la nariz en el mundo del cine de animación de la mano de quien más sabe del asunto (de ese y de muchos otros, claro está), don Leonardo D’Espósito. O disfrutar de las generosas y proteicas clases del Gran Profesor Diego Brodersen y de la expansiva creatividad de Diego Trerotola. Y Castagna, y Juanma, y García… Más cerca en el tiempo, el amigo Marcos Vieytes. ¡Qué buenos viejos tiempos!
Y como uno se tomó su tiempo para hacer todos los cursos, pasar de tener de compañeros, a asistir como alumno a algunas de sus clases, con Guido Segal, Paula Vázquez Prieto o Hernán Schell. Y otros compañeros de la Escuela y luego de los Festivales o de la revista como Maia Debowicz, Nadia Marchione, Marcos Rodriguez
Documentales con Noriega (buen humor; clases breves, de duración irregular, pero siempre sembrando alguna idea) y «Producción, distribución, exhibición» (o algo así) con Javier Porta Fouz. La primera publicación, sobre «cuota de pantalla» (en esos tiempos creo que pensábamos más parecido que ahora) y luego su invitación a empezar a publicar críticas (la primera: una película de Chabrol, creo que «Una mujer partida en dos»).
En fin, que casi se me pianta un lagrimón por los tiempos idos, por la juventud que se escapa. Y la tentación de caer en la cantinela esa que alude a que “todo tiempo pasado fue mejor” es grande. Es que, durante el BAFICI, casi no había clases en la Escuela de El Amante (recuerdo haber sido el único presente en una a cargo de Trerotola, que, ante ese escenario, simplemente propuso: “¿qué vamos a ver al Abasto?”). Pero aún en ese poco disimulado receso, su espíritu imbuía las previas y posteriores reuniones, potenciaba el evento, abría camino a nuevas experiencias (al Oriente con Brodersen, quién sabe dónde con el citado Trerotola). Antes, la expectativa, las recomendaciones, los secretos que irían develándose; después, ¿cuántas viste?, las críticas, los amores y las decepciones.
El Amante, su escuela y el Bafici se potencia(ba)n. Su importancia en nuestra (de)formación cinéfila es rica, profunda, indiscutible. ¿Qué estos tiempos son más feos? ¿Qué ya no estamos los mismos? ¿Qué ya no somos los mismos? ¡Basta de mariconadas! Después de todo, eso tiene que ver con la propia naturaleza mutante: del BAFICI y de El Amante (¿de la Argentina?). No hay mal (ni bien) que dure cien años, la constante en nuestras vidas es el cambio, las certezas se desvanecen y la incertidumbre es también el motor de avances y crecimiento. Eso ya deberíamos saberlo.
Y sí, comienza otro BAFICI. El Festival es el mismo de 1999, pero también es otro. Ni siquiera la idea acerca de qué es el “cine independiente” es idéntica (¡y qué decir de los cambios acaecidos en el escenario del cine nacional!). El Amante también ha cambiado y la escuela, al menos físicamente, ha dejado de funcionar. Sin embargo también están acá y, una vez más, la revista, la escuela y el festival se encuentran, se confunden, se influyen, piensan, debaten, discuten, se enfrentan, se amigan.
Amantes del BAFICI: ¡Aquí vamos de nuevo!
Fernando E. Juan Lima
1/4/2014
Escape from Tomorrow, de Randy Moore
La idea es ganchera: una película de terror enteramente grabada en Disney. O en Disn*y, porque en el gancho también está la viveza de sortear los impedimentos legales que prohibirían la perversión de tan puro templo de la fantasía.
Una familia tipo (de cuatro) va a disfrutar de unos días al clásico parque de diversiones y sus sentidos son estimulados pero sustituyendo el color por el blanco y negro, la diversión por el peligro, las hadas madrinas por dos teens francesas que no paran de tentar al padre de familia. Puede ser que, por sentirse contenido en la comodidad de la propuesta llamativa, Randy Moore se pierda también, junto a sus protagonistas, en ese parque que (¿será venganza?¿un truco del tío Walt?)le altera la percepción del tiempo y, por ende, la capacidad de dominar los ritmos cinematográficos.
Momentos visuales interesantes, algunas ideas muy graciosas, bastante bullshit si alguien se atreve a tomar algo de esto en serio y la sensación (capaz que esto sea algo bueno) de que todo se pierde miméticamente en un viaje de ácido que a veces pega bien, otras mal y otras nos deja re careta. Daniel Alaniz
Gente en sitios, de Juan Cavestany
La película de Juan Cavestany tiene tantas historias chiquitas que termina siendo inmensa. Aunque esa es sólo la estructura, porque cada una de las historias que se cuenta en Gente en sitios son de esas que se narran con onda expansiva; cada minicuento es la posibilidad de mil más. En ese sentido, Gente en sitios es una película bien literaria, no sólo por la necesidad que tiene de narrar sino por usar al cine como hoja en blanco, como espacio de creación pura. El cine, como registro del tiempo y de la física, supone un límite frente a la invención desatada de la literatura. Juan Cavestany corre ese límite, pero no lo fuerza con empujones de efectos especiales; la puesta en escena no es más que lo que reza el título de la película: gente en sitios.
Y lo más divertido es que este compilado de historias sin fin tiene como principal impulsor a la comedia para, a partir de ella, llegar a múltiples destinos genéricos. La tercera historia es un claro ejemplo de esto. Una pareja va a ver un departamento para comprar y los atiende un torpe, enigmático y medio perverso Ernesto Alterio. En un momento, la pareja se da cuenta de que Alterio no está más y que no era realmente un agente inmobiliario, cuando llegan una señora y un viejo ciego a la casa preguntándoles qué es lo que hacen ahí. Con un par de planos inclinados, unas frases repetidas como mantra y el olvido de la pareja de sus razones por las que se encuentran donde se encuentran, lo que empezó como humor (“¿Tienen chicos? ¿No? Pero seguro que están en eso”) se convierte en una pesadilla lyncheana. Y las conexiones con ese especialista en contar cuentos cinematográficos abiertos, donde siempre puede comenzar otro después de un final noir, son más de una. Daniel Alaniz
Big Bad Wolves, de Aharon Keshales y Navot Papushado
Sí, la mejor película de 2013 según Tarantino. Algo que quiere decir no mucho más que, durante el año pasado, el devorador de películas estuvo haciendo dieta. Sin embargo, Big Bad Wolves es una película divertidísima. Es difícil decirle a alguien “me cagué de la risa viendo Big Bad Wolves” y después tener que contarle que trata de desaparición de niños y posterior venganza con tortura y justicia por mano propia. Pero sí.
Algo de la irresponsabilidad del giallo hay en todo esto (sobre todo de Fulci, pero con más refinación estética). Jugar al juego perverso de Caperucita y el lobo, encontrar en la tortura un dispositivo tarantiniano para el humor son algunos de los encantadores pecados de estos isralíes. Hay un momento, a poco de comenzar la película, en el que descubren a una nena muerta con un plano de sus piernas y una bombacha baja que rodea sus tobillos, todo cubierto de sangre. ¿Abyección? Sólo si no vieron el siguiente plano general en el que, como un detalle más de la escena del crimen, se alcanza a divisar que la nena no tiene cabeza. Cine gourmet, que le dicen. Daniel Alaniz
Maniac Cop, de William Lustig
Ya escribiremos sobre algunos de los clásicos restaurados que se podrán ver en el festival, pero hoy le toca a ese otro clásico trash que se encuentra en la sección de Vanguardia y Género: Maniac Cop.
Quienes vieron esta película saben que verla otra vez será un evento de cinefilia festiva y quienes no seguramente lo intuyan. Todo en Maniac Cop invita a eso. Un afiche tan seductor como terrorífico, de esa época de los buenos afiches; la dirección de William Lustig (director de películas que llevan la palabra “maniac” en su titulo); el guión a cargo del gran Larry Cohen; Tom Atkins como detective haciendo la gran Loomis y Bruce Dern como héroe clásico de la clase B, pero con el porte de los mejores de la A. A todo esto, le sumamos un policía jetón que, aunque tenga guantes blancos, te sumerge la cabeza en cemento y produce masacres en comisarias que otra que Terminator. ¡Y el personaje de la vieja renga de Sheere North! En fin, que hay que verla. Daniel Alaniz
Bad Biology, de Frank Henenlotter
También escribiremos de esa otra gema de la clase B que es Frank Henenlotter, que viene con retrospectiva y en persona al BAFICI, pero sería importante no dejar pasar la oportunidad de recordar que no hay que perderse Bad Biology, su película más extraña (y eso es decir mucho), más extrema (y eso es decir mucho más) y más desconocida. Bad Biology es una chica-conoce-chico movie, pero con una chica que tiene siete clítoris, que asesina a todos sus amantes y que, inmediatamente después de coger, da a luz a un monstruito que tira en los tachos de basura de la ciudad. Y chico, bueno, tiene una pija inteligente e insaciable que necesita calmar con inyecciones de vaya a saber uno qué droga. Todo se tratará de cómo llega a encontrarse en el orgasmo definitivo esta pareja de freaks, con subjetivas de concha y de pija asesina incluidas.
Además de todo lo desquiciada y desvergonzada que es Bad Biology, es también una película de una modernidad inteligente con algunas reflexiones sobre el cine más que interesantes que, dicho así en este contexto, puede sonar muy ridículo (ampliaremos). Igual, es una de esas típicas películas que cumple con la ley ridícula máxima: esa que dice que los que no entienden las películas las descalifican por ser tontas, en lugar de asumirse ellos mismos como tontos. Al bizarrismo le suele pasar esto; o festeja tontamente o descalifica sin más argumento que su propia miopía, siempre haciendo gala de una extraordinaria frivolidad. Por suerte, Bad Biology es una película bien calentona. Daniel Alaniz