No sé si había ninguna necesidad de filmar una película como On the Road. Han pasado más de seis décadas desde que Jack Kerouac escribiera la novela y las vivencias autobiográficas que en ella relataba. Si hay algo que On the Road nunca debería de ser es una película de época, una película nostálgica. Kerouac, Cassidy, Ginsberg, vivían el presente y miraban al futuro. Walter Salles mira al pasado. Su película remite antes a James Ivory que a la beat generation. No se puede momificar y acartonar On the Road, la novela, más si tenemos en cuenta que buena parte del mejor cine de los últimos años ha pivotado sobre la idea del viaje y el paisaje. En la película de Salles importan más los coches de época que las carreteras y los escenarios americanos. Paradójicamente. O no tanto: los coches son un valor añadido de la producción, los paisajes están al alcance de todos. Importan también los rostros, ese juego que se pretende establecer con el espectador para que este reconozca el personaje real que se oculta tras la doble máscara (la del actor y la del personaje de la novela). Otro valor de producción. Esta adaptación sólo la habría podido filmar un Robert Frank o, más adelante, un Robert Kramer, quizás Gus van Sant (Drugstore Cowboy + Gerry) o James Benning (tal y como ahora filma su remake de Easy Rider). También podemos pensar en Vincent Gallo o, por qué no, en Albert Serra. Al final ha tenido que ser un brasileño en una producción financiada con capital franco-brasileño, como si en el fondo los cineastas norteamericanos hubieran rehuido esta adaptación por imposible, por inútil. El fracaso de On the Road, la película, era por ello previsible.
El cuarto largometraje de Jaime Rosales sigue la línea temática y estilística de sus dos películas precedentes. Los temas, los mecanismos dramáticos y el dispositivo de puesta en escena. Sueño y silencio parece incluso una nueva versión de La soledad, ahora sin polivisión y en blanco y negro. En esta ocasión el acontecimiento dramático que lo cambia todo, que rompe la cotidianidad de una pareja, es la muerte de una niña. En el press-book, Rosales desvela su método de rodaje: “El guión de la película no contiene diálogos. Los actores reciben el contenido dramático en el momento mismo de rodar la escena. No reciben tampoco direcciones sobre qué decir, cómo decirlo o qué hacer. No se repiten tomas, ni varios ángulos sobre una misma escena o situación. La improvisación inicial es la única, verdadera e irrepetible”. Para Rosales el dispositivo lo es todo, algo que precede al propio guión, a las vicisitudes del rodaje y a la dirección de actores. Se busca un distanciamiento emocional que contraste con el drama que viven los personajes. Más que de contraste habría que hablar de contradicciones: entre la cámara y el guión, entre la rigidez de un dispositivo y la improvisación de cuanto sucede ante la cámara, entre los distintos modelos interpretativos que se derivan de la falta de una auténtica dirección de actores, entre el blanco y negro y el color que inesperadamente irrumpe en un par de planos, entre la promesa de no interferir en el desarrollo de la historia y la necesidad de cerrar la película con un cuadro de Miquel Barceló (¿qué hace Barceló en esta película?) que propone una suerte de interpretación, un comentario impregnado de religiosidad. Rosales nos quiere dar frío y calor, dulce y salado, en la misma escena, pero ese tipo de técnicas funcionan en la cocina creativa, no en el cine. O no en una película como Sueño y silencio en la que todo parece regirse por la arbitrariedad y el capricho. De esa combinación azarosa puede surgir algún momento emotivo. Esa es la última contradicción de Rosales: su película sale ganando cuando se aleja del realismo estricto y pone en escena el Sueño, cuando la madre cree ver a su hija y habla con ella.
Muchas de estas observaciones se podrían aplicar a la película de Carlos Reygadas, Post Tenebras Lux. En particular la de la arbitrariedad, en la forma en que filma, en un bello formato cuadrado distorsionado en los laterales, como si utilizase un prisma delante de la cámara, se diría que inspirado por Sokurov, opción que aparece y desaparece como arte de magia, pero que al menos proporciona unos cinco primeros minutos deslumbrantes: una niñita jugando entre animales, el cielo amenazando la tormenta que acaba por desencadenarse mientras surgen las tres palabras del título. No menos arbitrario es el desarrollo del guión, desde la aparición del diablo (?) en la segunda escena y cuyas derivas en la primera hora aún pueden resultar intrigantes, hasta que la introducción de algunos elementos narrativos dan al traste con ese misterio: al final es difícil deducir qué nos ha querido contar Reygadas y uno tiene la sensación que ni el mismo lo sabe. La aparente libertad de la que hace gala me temo que no sea otra cosa que la presión a la que se somete al pretender que todas y cada una de sus películas acaben en Cannes y que el sensacionalismo que anida en sus películas no pretenda tanto impactar al espectador como al comité de selección del festival. Reygadas debe sorprender y reinventarse continuamente, anticipándose al encasillamiento, como si se tratase de un émulo de Lars von Trier. Algo de eso puede haber: si Luz silenciosa era algo así como su Breaking the Waves, Post Tenebras Lux es su Anticristo (quizás también su Melancholia).
A Reygadas se le tolera hacer el cine que le viene más o menos en gana. Pese a su procedencia mexicana no está obligado a entregar el peaje del miserabilismo y política al que parecen condenadas casi todas las películas latinoamericanas que se pueden ver en Cannes. Ya cumplió con sus dos primeras películas, ahora ya está liberado: su nombre pesa más que su origen. Para Juan Andrés Arango, en cambio, es preferible no salirse de la ortodoxia. La playa DC es un retrato de la marginalidad colombiana, previsible y a veces un tanto torpe en su dirección de actores. El paternalismo del festival perdona estos pequeños defectos, incluso puede que los aplauda: son la garantía de su autenticidad. En casos como éste se premia la sujeción a una fórmula, su falta de personalidad propia. También pasa con la bosnia Djeca (Children of Sarajevo) en la que su directora, Aida Bejic, aplica la fórmula de los hermanos Dardenne. Es lo que se espera de una producción europea con pretensiones sociales: mucha cámara al hombro corriendo detrás de los personajes.