La idea del simulacro se impone en Cannes 2012. Después de Moonrise Kingdom y Paradise: Love, Reality nos propone un simulacro universalmente conocido: Gran Hermano o, en el caso de la película de Matteo Garrone, Grande Fratello. O la historia de un hombre, padre de familia, que es preseleccionado para un casting del célebre reality televisivo y que acaba por volverse medio loco cuando no recibe la llamada que espera ansiosamente. Nada nuevo bajo el sol. Reality parte de una tradición bien reconocible, la de Bellissima y el cine de Fellini, también la de la comedia italiana con su protagonista que parece un sosias de Alberto Sordi (Aniello Arena). La sensación es que está crítica a la alienación televisiva llega muy tarde (Fellini ya lo había previsto hace muchos años) y, lo que es peor, que su discurso crítico se impone siempre a la comedia, como si Garrone, que filma con la cámara al hombro, en el estilo pseudo documental de Gomorra, no fuese el director adecuado para las sutilezas que exige un proyecto de este tipo (un error de casting). En el fondo, el fracaso de Reality emana de la imposibilidad de parodiar un producto de las características de Gran Hermano, ya de por sí una parodia grotesca y autoconsciente. Nueva casualidad: en dos días de festival nos encontramos por tercera vez con Alexandre Desplat como músico de una película a competición (después de Moonrise Kingdon y De rouille et d’os). Por algo es una de las grandes estrellas de este festival y hoy mismo imparte una conferencia, Leçon de musique.
A su manera, Pablo Larraín nos propone otro simulacro con No, la película con la que cierra su trilogía sobre Pinochet, una adaptación de una pieza teatral de Antonio Skarmeta. Larraín reconstruye ahora la campaña del referéndum sobre la continuidad de Pinochet que en 1988 apartó al dictador del poder, centrándose en la novedosa e inusual estrategia publicitaria que logró el histórico resultado. Sobre el escenario de Thetre Croisette que acoge la Quincena de los Realizadores, donde años atrás había presentado la primera película de la trilogía, Tony Manero, el director explica que en su película ha reconstruido muchos de los vídeos de la época, profesionales o no, que efectuaron el seguimiento de la campaña. Los spots publicitarios, supongo que originales, se integran con naturalidad en la propia historia, en parte porque Larraín hace uso de una estética vídeo muy característica de aquellos tiempos. La campaña electoral se sirvió de las estrategias propias de la publicidad comercial del momento, dejando a un lado la tradicional estética política, privilegiando el mensaje que había que mandar a la población (votar No) sobre otras cuestiones (desvelar las mentiras y atrocidades del régimen) que bien podían aparcarse para otro momento. Como sea, Larraín no parece haber aprendido de su propia lección. Su película habría ganado con una narrativa al estilo Hollywood que diese emoción a una historia cuyo desenlace es bien conocido, pero todos los esfuerzos de Larraín parecen encaminados a mimetizar un estilo y una estética. Por esa misma razón hay que preguntarse por qué su película la protagoniza una estrella como Gael García Bernal.
La respuesta quizá se encuentre en la ovación con que fue recibida la película, mayor incluso a la de Beasts of the Southern Wild, vista unas horas antes en Un Certain Regard, y otra adaptación teatral que hace lo imposible por disimular su origen. Benh Zeitlin ganó con esta su primera película el primer premio del festival de Sundance. A medio camino entre Precious y El mago de Oz, Zeitlin nos cuenta la relación entre un padre y su pequeña hija que han de sobrevivir al desastre del Katrina refugiados en una gran bañera flotante. Viendo esta película uno tiene la sensación de estar inmerso, no en un huracán, sino en un loop interminable, con continuos saltos temporales y entre la realidad y la imaginación, como si la película se esforzase en aparentar una complejidad que no se sabe muy bien a qué viene. La ovación final es en todo caso muy comprensible. Estamos ante una película con niña que, además, estaba presente en la sala. La principal función de la banda sonora, sustentada sobre las percusiones, no parece otra que despertar al público y elevarlo a un estado de euforia. Confieso que la película no me gustó nada, pero en cuanto arrancaron los créditos y comenzó a sonar aquella marcha imperial creo que no me pude reprimir y comencé a aplaudir.
Hablando de complejidad y teatro, Broken, que inauguró la Semana de la Crítica, es la opera prima de un reputado director teatral británico, Rufus Norris, una película que necesita mostrar sus escenas centrales dos veces, la primera solo parcialmente para provocar suspense y provocar falsas expectativas. Se supone que para dotar así de profundidad a una historia y unos personajes habituales en el realismo social británico, ahora aggiornados un tanto, si se quiere, y reconvertidos al folletín sensacionalista. La operación es la opuesta a la que ha llevado a cabo Cristian Mungiu con Beyond the Hills. Viene a decir el director en el press-book de la película que, aunque considera inevitable que el público compare su nueva película con 4 meses, 3 semanas, 2 días, se trata de un error. Y es cierto pues, aunque hay ciertos elementos temáticos que conectan Beyond the Hills con la película precedente de Mungiu, estamos ante una obra radicalmente diferente, que se aleja también del nuevo cine rumano, al que abre hacia nuevos territorios. Por desgracia, como ya ocurriera con Aurora, de Cristi Puiu, o Once Upon a Time in Anatolia, la película “rumana” de Nuri Bilge Ceylan, su larga duración (dos horas y media) va a representar un escollo de cara a la difusión internacional de una película tan ambiciosa como notable, cuyo “realismo” (esa distancia que marca con sus personajes, hasta cierto punto un tanto desapasionada) va en contra de las posibilidades dramáticas de una historia inspirada en hechos reales y que conjuga unos amores imposibles con un exorcismo en el marco de una comunidad religiosa. Sospecho que es la típica película que irá ganando a medida que avance el festival. Jaime Pena