Es preciso preguntarse por qué algunos directores adquieren cierta fama con una o dos películas y luego desaparecen del mapa. Otros gozan de la misma fama efímera pero logran mantenerse en primera fila, sus nombres no se olvidan y, gracias a ese mismo par de películas, se diría que logran vivir de rentas. El kazajo Darezhan Omirbayev sería un ilustre representante del primer grupo. Conoció alguna repercusión en los noventa (Kairat y Killer, con premio en Un Certain Regard incluido). Poco más se supo hasta que en 2007 realizó Shuga que consiguió estrenarse hace un par de años en Francia ganándose el favor de la crítica. Su vuelta a UCR con Student estoy seguro que guarda relación con ese estreno que lo devolvió de entre los muertos. Algunos puede que hasta hayan pensado que Omirbayev era un director nuevo o semidesconocido… Si internet no miente, Student es su sexto largometraje y no desentona de sus obras de los noventa, con su estilo tan característico que, partiendo de Bresson, enlaza con Aki Kaurismäki por la vía del humor, adaptando, nada más y nada menos, que el Crimen y castigo de Dostoievski. El contexto es la crisis actual que condena a su protagonista a la miseria y lo empuja al crimen. Omirbayev es menos romántico que su colega finlandés y su humor mucho más absurdo, pero igualmente irónico. Si la hubiese dirigido Kaurismäki, Student estaría en la sección oficial.
También la nueva película de Ulrich Seidl, Paradise: Love, la primera parte de una trilogía, se inclina por el humor absurdo, aunque la ironía no asome por ninguna parte. Al contrario, el principal problema de Seidl siempre ha sido el tomarse demasiado en serio a sí mismo y a los temas que tratan sus películas. Como su compatriota Michael Haneke, por cierto, otro director que entiende el cine como un ajuste de cuentas o una lección moral. Sin embargo, Paradise:Love es una película mucho más equilibrada que Dog Days o Import/Export, como si por una vez Seidl hubiese hecho el esfuerzo de intentar comprender a sus personajes, pese a lo cuestionable de sus conductas. A Seidl lo redime el absurdo de algunas situaciones, por más que, faltaría menos, en ningún momento deje de tomarse en serio aquello que nos está contando: el turismo sexual que practican un grupo de señoras maduras en Kenia. Hay algo que, por suerte, aleja a la película del sensacionalismo de, por ejemplo, Import/Export: Seidl entiende que esta es una relación consentida por ambas partes y en la que todos obtienen lo que desean. O al menos en parte.
El resultado es que Paradise: Love es la menos grave de sus películas y la de discurso más ambiguo. La que, por tanto, se lo pone más difícil a la crítica. Justo lo contrario que De rouille et d’os con la que Jacques Audiard parece haber pretendido teledirigir el discurso crítico. Su película está tan sobreescrita que se vuelve inevitablemente previsible en las relaciones que establece entre sus personajes o los ecos que interrelacionan las situaciones: esa fisicidad que une a la instructora de orcas que ha perdido sus piernas con el vigilante de seguridad que se gana la vida en peleas clandestinas, los dos accidentes en el agua, el hecho de que ella, instructora en un acuario, acabe gestionando las apuestas de su pareja, por no hablar de las heridas que él se tendrá que infligir en sus manos para salvar a su hijo y, en última instancia, equipararse a ella. Hay demasiado cálculo en esta película, también en la utilización de un par de canciones de Bon Iver, como si la principal preocupación de Audiard fuese la de ser el más cool de la clase. Produce escalofríos pensar el partido que le hubiera podido sacar a esta historia un David Cronenberg.
Los salvajes es paradójicamente una película poco escrita, desestructurada, que avanza a salto de mata, con continuos saltos de tono. Sorprendente si tenemos en cuenta que Alejandro Fadel es un guionista con ya una notable trayectoria. La paradoja es que Los salvajes no es tanto la película de un guionista como la de un director que tiene muy claro el concepto del cine al que se quiere aproximar. Se diría que la inspiración de Fadel radica en el cine de Lisandro Alonso y Apichatpong Weerasethakul, un modelo que pretende integrar en un discurso narrativo, de género. La fórmula, en el fondo un tanto contradictoria, no funciona pues se le ven las costuras. Fadel logra algunas poderosas imágenes e instantes de gran belleza, en particular cuando dos de los chicos corren desnudos por el bosque o cuando la chica le cura a uno de sus compañeros su pie herido. Son momentos aislados en un conjunto que apunta a la trascendencia y la espiritualidad, sin que se sepa muy bien por qué, quizás, como creo que ya se ha dicho, porque Fadel mezcla en su cóctel un ingrediente que, pese a las apariencias, combina malamente con Alonso y Weerasethakul: Carlos Reygadas.
El agarrotamiento de Los salvajes queda más de manifiesto cuando en la siguiente proyección te topas con uno de sus presuntos modelos. Va a ser difícil que Cannes una película más ligera que Mekong Hotel, precisamente una obra de Apichatpong Weerasethakul, un encargo del programa La Lucarne de la cadena Arte, lo que quizá explique su carácter híbrido entre el diario de rodaje, el videoensayo y la autoparodia. Apichatpong reúne a algunos de los personajes de Uncle Boonmee para, no se sabe muy bien, si reírse de su propio cine o proponer una suerte de borrador de una película futura. El ritmo viene definido por los repetitivos acordes de guitarra de Chai Bathana. No es habitual este tipo de películas en los festivales. El relax es patrimonio de los spa.
La Quincena de los Realizadores se inauguró con la nueva película de Michel Gondry, The We and the I, un recorrido en colectivo a través del Bronx con un grupo de jóvenes que acaba de comenzar sus vacaciones veraniegas y que, como en una obra teatral, salen a relucir sus planes y sus cuitas personales. Una película extraña que, pese a que el slang te ponga en continuos apuros, no es en principio la que menos me gusta de Gondry.