It’s the end of the world as we know it (and I feel fine)
Siempre hay una diferencia notable entre las películas de Lars von Trier y todo lo que las rodea. Por ejemplo, no es lo mismo y no guardan relación alguna el Lars von Trier que suelta en una rueda de prensa eso de “Entiendo a Hitler” con el director de Melancholia, película en absoluto provocadora y muy alejada del escándalo. En las ruedas de prensa se suele presentar el polemista, el gran publicista; en la pantalla es un director el que se enfrenta a su público. Un director que dista de estar a la altura de lo que promete el publicista. Hace dos anos el director presentaba en Cannes Anticristo y el publicista se autoproclamaba en rueda de prensa el mejor (director) del mundo. Melancholia no abona la polémica, así que ahí está el publicista para garantizar titulares. La propia película padece esta suerte de esquizofrenia. Una cosa es lo que nos dice la publicidad (el trailer, el resumen argumental, el press-book) y otra lo que la película es en realidad. Con todo, se trata seguramente de lo mejor que ha dado Von Trier desde los tiempos de Breaking the Waves, lo cual ya es decir. Quizás porque esta vez Von Trier no resulta tan irritante como de costumbre, no molesta, no trasluce sus ansias de epatar a toda costa; resumiendo, más que la mejor de sus películas en casi dos décadas, Melancholia es la más soportable, la que se confronta con su público sin necesidad de un paratexto que la aúpe allí donde las imágenes no llegan. Se nos vende Melancholia como una película sobre el fin del mundo, sobre un cataclismo provocado por el choque contra la Tierra de un gigantesco planeta (Melancholia) y sobre eso trata el wagneriano prologo. Diez minutos con el “Preludio de Amor y muerte de Tristan e Isolda” que ilustran unas bellas imágenes (las más bellas que ha compuesto nunca Von Trier) que evocan el video arte rodado con cámaras de alta velocidad, imágenes que huyen del realismo sucio del Dogma y que se imbuyen en un sentido de lo kitsch que parecen denotar la promesa de un cineasta reinventado: Von Trier parece haberse ganado una invitación en Bayreuth.
Melancholia se compone de dos partes. La primera lleva el título de Justine, por el personaje que interpreta Kirsten Dunst, y apenas supone un variación sobre Celebración (Variety resume el argumento con un Celebration meets Armageddon), una fiesta nocturna de boda que tiene lugar en una mansión junto al mar y con campo de golf, escenario en el que se desarrollará toda la película. En su hora de duración las referencias al planeta que se aproxima parecen metidas con calzador: el fin del mundo ni está ni se le espera (¿qué pasaría si prescindiésemos de esta hora de metraje?). La segunda parte, que ocupa los 65 minutos restantes de la película, lleva como título el del personaje interpretado por Charlotte Gainsbourg, Claire, y se desarrolla algunas semanas o meses después de la boda, cuando la llegada de Melancholia es inminente. Ahora sí la presencia del “fin del mundo” es bien perceptible, en los personajes y el argumento. Von Trier compone aquí una inteligente e intimista aproximación al cine de catástrofes que se cierra con una sobrecogedora imagen de Melancholia abalanzándose sobre la Tierra, cuando los personajes se han “refugiado” en una improvisada cabaña hecha con cuatro palos. Claire vive en una constante preocupación y le reprocha a una catatónica Justine su frivolidad. “¿Y qué quieres que hagamos, que montemos una ceremonia en la terraza con la Novena de Beethoven?”, ironiza la hermana. La ceremonial primera parte se contrapone a esta segunda reducida a la confrontación de cuatro personajes, pero que Von Trier no intente vendernos gato por liebre: no está Beethoven, pero sí está omnipresente Wagner y sus notas, unidas a la ampulosidad visual del cineasta, conforman la banda sonora de este ceremonial fin del mundo.
El planeta del cine asiático también ha aterrizado en Cannes y sin saber muy bien cómo mi programa del día ha incluido cuatro películas orientales. La menos interesante fue la que siguió al choque de Melancholia contra la Tierra. Será por eso, pero Chatrak parece un nuevo paso atrás en la carrera de un Vimukthi Jayasundara que había empezado muy fuerte en 2005 con The Forsaken Land y que, tras Between Two Worlds, parece abonado a un discurso hermético que en esta su nueva película ni siquiera nos atrevemos a catalogar como metafórico. Con Eric Khoo tenemos menos dudas y el objeto de su Tatsumi parece muy claro: contar la vida del dibujante de manga Yoshihiro Tatsumi que a finales de los cincuenta impuso el término gekiga para denominar el manga para adultos. Tatsumi es una biografía en la que los elementos biográficos se alternan con ilustraciones de sus obras más relevantes. Es, se me olvidaba, una película de animación que, sin salirse del estilo característico del dibujante, consigue un tono particularmente intimista y una progresión del relato que nos lleva desde Hiroshima hasta prácticamente nuestros días, cuando la imagen real de Tatsumi se nos desvela por fin en pantalla. Parece innegable que la película de Khoo no hubiese sido posible sin la existencia previa de Waltz with Bashir.
Posiblemente la película más delirante (y divertida) que se puede ver este año en Cannes sea Guilty of Romance, de Sion Sono, presentada apenas nueve meses después de que Cold Fish se estrenase en Venecia. Es sorprendente la inventiva de Sion Sono para elaborar historias que fluyen y se solapan con total naturalidad, pese a su carácter inverosímil. En este caso se trata de una historia que toma como eje los Love Hotels de Tokio y que mezcla sexo, prostitución y crímenes sexuales con tanto desparpajo como despreocupación por la lógica interna de la historia. El problema es el de siempre en su director, sus duraciones excesivas, lo que provoca que una y otra vez la película abandone su eje y los finales se sucedan. Por el contrario, Takashi Miike parece haber encontrado un centro en su filmografía y Hara-kiri: Death of a Samurai parece el contrapunto perfecto para sus 13 Assassins. La extrema violencia de aquella, la enorme batalla que ocupaba toda su segunda mitad, eso sí, sirviéndose única y exclusivamente de efectos especiales tradicionales, se recicla ahora en forma de melodrama. La violencia está contenida e incluso acaba por ser ridiculizada, pero los temas del honor y la traición son canalizados ahora a través de un melodrama que desprende un singular aroma clásico. La curiosidad de la propuesta de Miike es que se presenta en un comedido 3D que resulta casi imperceptible y que, más allá de algunos efectos de nieve, siempre prolonga los espacios hacia el interior de la pantalla, potenciando la profundidad de campo (cuando alguna inoportuna cortina no cierra cualquier posibilidad de punto de fuga), y nunca hacia el espectador. Jaime Pena