Cannibalismo: Cannes 2011 Día 10

Ni Almodóvar ni Lars von Trier, si hubiese que identificar con dos nombres la etapa de Thierry Fremaux como director artístico del festival, esos serían muy probablemente Paolo Sorrentino y Kornél Mundruczó, más que nada porque ambos parecen una creación suya, con un prestigio cimentado sobre sus continuas presencias en Cannes, incluso pese a la indiferencia con la que fueron recibidas sus primeras películas. ¿Existirían Sorrentino y Mundruczó sin Cannes? El cineasta húngaro ya ha presentado dos películas en la sección oficial de Cannes (algo que no ha logrado Cristi Puiu, por ejemplo), sin que muy pocos puedan saber muy bien qué les vio Fremaux y su equipo. Sorrentino logró a la tercera una gran repercusión (Il Divo), lo que le permite mantener a Mundruczó las esperanzas de una nueva selección. Uno no sabría qué alabar más en Fremaux, si su extraordinaria intuición o si su confianza en que la maquinaria del festival es capaz de aupar al Olimpo del cine de autor a cualquier cineasta, por mediocre que sea.

Sorrentino va ya por su cuarta película en Cannes. This Must Be the Place es la película más populista y demagógica de esta edición del festival (con permiso de The Source, la última película presentada a competición, el sábado por la mañana, cuando muchos periodistas han abandonado ya Cannes), el retrato de una estrella de rock gótico que se ha retirado a Dublín. Han pasado más de veinte años desde la disolución de su grupo, Cheyenne and the Fellows, una banda “que hacía música depresiva para jóvenes depresivos”, después de que dos seguidores se suicidaran. Recuerdo haber leído en el New Musical Express una entrevista con Peter Hook cuando se cumplían los diez años de la muerte de Ian Curtis. Hook, por aquel entonces en plena resaca del Madchester, se negaba a hablar de Joy División y prefería centrarse en el house y los ritmos que le obsesionaban por aquel entonces. Pero el periodista insistía y había una razón muy personal para ello que confesaba al final del texto: su hermano se había suicidado sirviéndose de Joy División como banda sonora. La música puede matar. Lo sabe Cheyenne, que visita con regularidad la tumba de sus seguidores. No lo sabe Sorrentino, que disfraza a Sean Penn como un caricato de Robert Smith, sin saber en ningún momento cómo tratarlo, si como parodia o con respeto. Es el mundo grotesco del autor de Il Divo, un mundo trazado a brochazos que no conoce de término medio. ¿Es This Must Be the Place una comedia? Parece serlo, pero Sorrentino nunca sabe tratar el material que se trae entre manos. Cheyenne recuerda al protagonista de Somewhere, ese tipo de persona con mucho tiempo y mucho dinero, pero sin nada que hacer y que, por lo tanto, busca como matar esos largos momentos de ocio que se prolongan día a día. La oportunidad le llega con la muerte de su padre en Nueva York y con un cometido inesperado, cazar al último nazi que sobrevive en Estados Unidos, un encargo demasiado grande para una comedia, para Cheyenne y para Sorrentino. Siempre habíamos pensado que en el fondo a Sorrentino no le interesaba el cine, pero el viaje por los distintos paisajes de Estados Unidos le sirve de escusa para citar incluso al Gus Van Sant de Gerry al recuperar las melodías de Arvo Part. Sus pretensiones son por lo tanto mucho mayores de lo que cabría esperar en un cineasta tan mediocre. Por esa razón nuestras exigencias no deben de ser menores y nunca le podremos perdonar la inmoralidad del castigo que Cheyenne, pero sobre todo Sorrentino, le infringen a un nazi nonagenario, al que pasean desnudo, con su cuerpo esquelético, por la nieve. Sorrentino cree en el ojo por ojo y cree que detrás de las imágenes de los campos de extermino hay una estética que se puede incorporar a la paleta del artista. Él sí cree en la estética nazi. Siendo justos, me olvidaba de reseñar un aspecto positivo de This Must Be the Place. Al llegar a Nueva York Cheyenne asiste a un concierto de David Byrne en el que interpreta la canción de los Talking Heads que da título a la película y que Sorrentino filma en un plano secuencia cuya inspiración toma prestada del Jonathan Demme de Stop Making Sense. Que nadie le pida virtudes originales a Sorrentino.

Hay una máxima que dice que la secuenciación de un CD relega las peores canciones para el final del disco. La regla acostumbra a cumplirse con exactitud en la sección oficial de Cannes, especialmente en lo que atañe a las proyecciones de prensa del último viernes por la tarde-noche y sábado por la mañana. Este año ha sido una excepción parcial. Once Upon a Time in Anatolia es una buena película o, si se quiere, una media gran película. Su primera parte (una eterna hora y media) acusa el esteticismo al que parece tan abonado el cine del último Nuri Bilge Ceylan, acentuado al desarrollarse toda ella a lo largo de una noche en la que una brigada judicial busca con los acusados de un crimen el lugar donde ha sido enterrada la víctima. Con la llegada del día se hace la luz, para los investigadores, que por fin encuentran el enterramiento (aplausos aliviados en la sala), y para Ceylan, que puede concretar su objeto de interés: el retrato de una burocracia absurda que lo contamina todo. Toda esta segunda parte (aproximadamente una hora) me recuerda al cine de Corneliu Porumboiu (Álvaro Arroba se inclina más por Cristi Puiu, no lo vamos a discutir), una de las influencias que comienzan a ser más palpables en el cine contemporáneo y una auténtica epifanía para un cineasta que parecía metido en un callejón sin salida. Once Upon a Time in Anatolia precisa, quizás, de un remontaje de su primera parte para ser esa gran película que lleva en sus entrañas (o a lo mejor, simplemente, una segunda visión más reposada). Con The Source, de Radu Mihainelanu, no hay paliativos. Esta sí la inclusión más deplorable en la competición oficial, una mera concesión a los mercados, una película colorista que narra una rebelión de mujeres (una huelga de sexo) en una pequeña comunidad del norte de África. Lo único reseñable en esta torpe película es su curiosa mezcla de influencias, que van de la telenovela mexicana a los musicales de Bollywood. Será un gran éxito en los circuitos de arte y ensayo europeos.

Un Certain Regard se cerró también con una de cal y otra de arena, con The Hunter, de Bakur Bakuradze (otro invento de Fremaux), que tiene la virtud de exponer con didactismo el trabajo y la vida en una granja rusa, pero que se encasquilla cuando trata de articular un relato y que se deja llevar por la pose más característica del cine de festivales: prolongar mucho más allá de lo necesario los silencios y la duración de los planos. Esta es una película que reclamaba ser menos contemplativa, pero de la que aún así se puede rescatar la frase de un niño que visita un monumento conmemorativo de un héroe soviético: “¿Qué es la Unión Soviética?”. The Murderer del coreano Na Hong-jin tiene todo el nervio que le falta a The Hunter y constituye uno de los más gozosos divertimentos de Cannes 2011, un thriller que involucra a un falso culpable y a la policía y dos bandas de gánsteres que lo persiguen. Confusa por momentos, como no podía ser menos, The Murderer es un cómic en el que todo se resuelve a machetazos y con unas aparatosas persecuciones automovilísticas que se encuentran en las antípodas de la precisión y austeridad de las de Drive.

This Is Not a Film. Y, entonces, qué es, se preguntarán. Con la colaboración de Mojtaba Mirtahmasb, Jafar Panahi ha desafiado la prohibición de filmar que le ha impuesto la justicia iraní. Desde su apartamento, en el que está arrestado a la espera de la sentencia que lo puede enviar a la cárcel entre uno y seis años, Panahi nos relata su situación y el efecto de la censura tuvo en sus películas. Más que una película propiamente dicha, This Is Not a Film es una objeto conceptual, la demostración de que una película puede ser rodada entre cuatro paredes, con una pequeña cámara digital y desafiando cualquier tipo de prohibición. Tampoco es nada nuevo, lo han demostrado en multitud de ocasiones cineastas de muchos países sometidos a gobiernos dictatoriales (la sexta generación china no se explica de otro modo y el punto de partida de Color perro que huye de Andrés Duque no difiere mucho del presupuesto de un cineasta confinado en su casa). En un determinado momento Panahi delega en su colega pronunciar la palabra “corten” para que no lo acusen a él de “dirigir”. Más allá de la ironía, estaría bien restarle trascendencia a esta película hiperbólicamente alabada por muchos colegas (la mejor película, la joya oculta del festival), pues todos sabemos que una película no necesita ni rodarse para ser tal. Panahi podría haberse servido de cualquier imagen de archivo y ya tendríamos “a film by Jafar Panahi”. Claramente, lo que importa aquí no es la película en sí misma, sino el gesto y la firma de su autor. Reclamemos su libertad, ataquemos todo tipo de censura y libertad, pero no busquemos obras maestras donde no las hay… ni creemos mártires. Con todo, en su modestia This Is Not a Film nos regala un último plano excepcional que recuerda a aquel otro de Abbas Kiarostami en ABC Africa cuando el hotel en el que estaban se quedaba a oscuras. Panahi baja en el ascensor con el portero (o lo que sea) del edificio y va recogiendo la basura de cada uno de los apartamentos. Fuera de campo se desarrollan las conversaciones y los comentarios sobre la situación que padece el cineasta, demostrando que a veces una película, un historia, puede surgir sin pretenderlo. Al final, Panahi sale al jardín que rodea el edificio. Al fondo unas llamas, no sé si de una revuelta o de una celebración. El portero alerta al cineasta: “No salga afuera, señor Panahi, que puede meterse en un lío”. Según se mire, demasiado poco, para un cineasta, o muchísimo, para un condenado. Jaime Pena

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