El día comienza con De rouille et de d’os, de Jacques Audiard. Las expectativas son muchas y el resultado no es todo lo bueno que esperábamos. Sin embargo, Audiard, el más norteamericano de los directores franceses contemporáneos, encuentra verdad en el retrato de la historia de amor entre dos representantes del white trash de la Cote d’Azur. Ali (Matthias Schoenaerts) sobrevive trabajando como agente de seguridad privada, patovica en un boliche o luchador de kickboxing callejero; Stéphanie (Marion Cotillard, de pié) es entrenadora de orcas en una especie de Mundo Marino. El universo que recrea Audiard es atrapante, tenso, musculoso, urgente, como lo son las escenas de sexo, las peleas y los números acuáticos. Es cierto también que el exceso de vueltas de tuerca melodramáticas desmerece el conjunto, pero el director de Lee mis labios, El latido de mi corazón y Un profeta –para dicha de todos- no es González Iñárritu. Los personajes están bien construidos y no son un instrumento para la bajada de línea o el golpe bajo (y ojo, que de esto último hay un poco). En fin, que me resulta difícil odiar a Audiard. Menor que las películas antes citadas pero con muchos grandes momentos en los que, como es habitual en él, la música juega un rol importante. Y no cuento más porque al que le interese el shock y hasta algún efecto para destacar, no le arruinaré la sorpresa, ya que parece que el film sería distribuido en nuestro país.
Mistery, de Lou Ye (Summer Palace, Spring fever) intenta un melodrama con base en la triple vida de su protagonista masculino: casado con una mujer con la que tiene una hija, oculta otra familia con una mujer menor y un hijo y se hace tiempo para una segunda amante. La historia coquetea con el thriller y la investigación policial, ante la muerte/asesinato de esta última y todo es confuso, olvidable, gratuito (la escena de la muerte repetida en ralentti con plano detalle de la sangre brotando de la boca de la víctima resulta especialmente ridícula e injustificada).
Polluting paradise me confirma que, contra lo que en algún momento me pudo hacer pensar Contra la pared, Fatih Akin es un director que no tiene nada interesante para mí. Su documental sobre una zona paradisíaca de Turquía transformada en un basurero es anodino, mecánico, sin ritmo; sin siquiera algún detalle como para decir que es especialmente malo (como lo era la redundante cantinela de Al otro lado).
Mekong Hotel, por el contrario contribuye a reafirmar la certeza de que Apichatpong Weerasethakul puede transportarnos a otro mundo con muy pocos elementos. En esta especie de documental, making of o alto en la filmación de una película para rodar otra, la magia sucede en un hotel sobre el río Mekong en el que, como de costumbre, ficción y realidad, vida y muerte, seres humanos y criaturas fantásticas o soñadas cruzan sus caminos. El lugar vuelve a ser la frontera entre Tailandia y Laos, se menciona a la tía Jen, una gran inundación, alguna circunstancia política, e intervienen con naturalidad en el devenir de la trama una madre e hija que vendrían a ser algo así como fantasmas que se alimentan de carne humana. Las locaciones, al centrarse en el hotel dejan un poco fuera de campo a la naturaleza (sin embargo siempre presente en el río que puede verse desde balcones y ventanas) y parecen remitir más al mundo de Syndromes and a Century que al de El hombre que podía recordar sus vidas pasadas. El clima de ensueño, la habitual deriva adquiere un clima específico y diverso al de todas sus producciones anteriores por la omnipresencia de una música de guitarra que alterna ritmos españoles y de blues, dando la sensación de una película-río.
Paradise: love, de Ulrich Seidl. El director austríaco de Import Export encuentra algo del humor que no tenía esta película para filmar esta primera parte de una trilogía sobre las mujeres de una familia que se toman las vacaciones por separado. El tema aquí es el del turismo sexual (en las otras se trataría de un viaje a misionar y un campamento). Mujeres entradas en años (y en carnes) viajan a Kenia para obtener los servicios de los locales a cambio de dinero. Las escenas del resort con las turistas custodiadas tomando sol y, del otro lado de una soguita, sobre la playa, decenas de jóvenes mirándolas fijo, esperando venderles algo, resulta inquietante. La reiteración (la película dura 120’) y la apuesta al patetismo pueden con la incorrección política y el humor. Más allá de algunos hallazgos visuales, la fría mirada de Seidl aparece como la contracara del humanismo de Laurent Cantet al retratar una historia similar en Bienvenidas al paraíso.
La última del día: The we and the I, película de Michel Gondry con que se abre la Quinzaine des réalisateurs (Nanni Moretti en la sala, DEBO decirlo). Ejercicio de estilo, la acción transcurre casi por completo en el colectivo que se toman unos chicos del Bronx para volver a su casa en el último día de clases. Hay momentos de humor logrados y la mirada sobre los jóvenes (esos jóvenes) resulta refrescante en su falta de preconceptos. Hay “momentos-patchwork” para los amantes de Gondry, no sea cosa que alguien se sienta defraudado por una película tan norteamericana (el logro de esos momentos, como también es usual, es dispar). El final se pone un poquito meloso y redundante, pero la película fluye a fuerza de un guión (¿o hallazgos?) con unos cuantos momentos brillantes y la presencia de un grupo de actores no-actores que lo viven con sorprendente naturalidad.
Seis películas, por hoy, está bien. Hasta mañana. Fernando Juan Lima