La balada de los hombres solos | BAFICI 2016

Foco Rick Alverson en el Bafici
Por David Obarrio

Uno de los descubrimientos más inesperados que me tocó en suerte como parte del equipo de programación de este Bafici fue el de Rick Alverson. En la dupla formada por las palabras descubrimiento e inesperado parece sobrar algo; entiendo sin embargo que a veces nos topamos con cosas que ya intuíamos, que teníamos la sospecha de que en algún lugar estaban, de las que quizá nos llegaban rumores subterráneos, o que estábamos esperando encontrar, incluso sin saberlo de manera cabal. En el caso de Alverson no fue así; no había oído hablar de él, no sabía que existía, no tenía idea acerca de qué debía esperar de su cine cuando leí su nombre por primera vez. En resumidas cuentas, no tenía siquiera una pista. Lo que encontré es un autor dedicado, un esteta de los momentos menos confortables de la vida – esos en los que una persona se asoma a la conciencia abismada de una inadaptación radical con lo que la rodea –, un especialista en escenas extraídas de lo más profundo de eso que con cierta pompa podríamos denominar el “espíritu americano”, pero también un cineasta de la emoción de los momentos fugaces: impiadosa, desapacible, sutilmente inquietante y molesta.

Alverson puede empezar con una película lacónica, trabajada hasta en los mínimos detalles que denotan la constitución de soledad esencial de un hombre: The Builder es la historia de un tipo solo, un carpintero que se instala en un terreno ubicado en una zona despoblada del estado de Nueva York para construir allí su casa con sus propias manos. El tema del sujeto aislado, que no encuentra pares, que sufre una desconexión irremediable con el mundo circundante parece de otra época, como si el director buceara en motivos e imágenes pretéritas para encontrar la naturaleza de estados de conciencia recurrentes en los que los personajes padecen desdichas sin nombre, taras misteriosas, impulsos presuntamente orientados hacia formas de felicidad que parecen siempre habitar un más allá de toda posibilidad real. New Jerusalem, su segunda película, funciona como transición dolorosa en su saga de seres desarraigados, hijos de inmigrantes irlandeses, que erran en un limbo que parece contenerlos siempre con un halo trágico: de los Estados Unidos a la guerra en Afganistán, y de allí de vuelta al hogar. Claro que la pregunta que persevera en el cine del director es si hay hogar al cual volver, o si alguna vez lo hubo, o si cabe acaso la posibilidad, aunque sea remota, de concebir uno. Como cineasta atravesado por una sensibilidad moderna, Alverson recibe el eco de una desesperanza propia de los años setentas, ese territorio por el que desfilan las almas perdidas, las preguntas no formuladas, la incertidumbre feroz respecto de una existencia que parece girar en el vacío. Incluso en medio de la neurosis cíclica de una gran ciudad, el protagonista de The Comedy, su siguiente película, gasta sus días como un ser en esencia solitario: sus trapisondas mundanas, los encuentros con amigotes, la búsqueda atormentada de contacto sexual, todo está teñido de un tono lúgubre cuyas consecuencias últimas, lejos de apaciguarse, se ven potenciadas por el pulso de una comicidad desesperada, casi tétrica. The Comedy es probablemente la película más potente de Alverson hasta la fecha, un milestone construido a base de humor bilioso, rabia soterrada, pánico e impotencia, no causadas por el anhelo de encontrar “un lugar en el mundo” (esa fórmula sedante, ya que presupone la existencia de tal lugar, aunque no se lo halle con facilidad) sino por la llana imposibilidad siquiera de pensarse como parte de una comunidad capaz ofrecer contención. La última película del director, Entertainment, constituye una suerte de corolario del caso que se insinuaba en la entrega anterior, en la que el efecto cómico era una de las formas mediante las que la existencia adquiría un matiz definitivo de angustia y pesimismo. El protagonista es un cómico de poca monta que recorre una zona yerma de los Estados Unidos representando un balbuceante espectáculo de stand-up. El hombre irrita e insulta a un público disperso y poco dispuesto, distinto pero siempre parecido en cada parada, como las habitaciones de los moteles, el plato de comida engullido sin entusiasmo, las carreteras que se pierden en el horizonte o el paisaje cuya tristeza prehistórica parece acompañar cada jornada laboral. Como lo han hecho otros personajes de sus películas, el cómico de profesión habla por teléfono, cada vez con el mismo resultado de conversaciones dificultosas, donde las palabras no parecen ser del todo las adecuadas, o en las que del otro lado de la línea (en un continuo off en el que parecen agitarse todas las esperanzas y los fantasmas del mundo) no estuviera la persona buscada sino un substituto, el hálito de una forma desconocida, lejana en una distancia que no se mide en millas.

La posibilidad de ver, ahora, este grupo de películas que son como avatares sucesivos de una dimensión parecida de soledad, estupefacción y búsqueda de eso que en inglés se llama peace of mind, pienso que es algo que no se debería dejar pasar. Rick Alverson es el cineasta de la distancia emocional, de cierta forma esquiva de ensimismamiento sin salida aparente en la que ciertos ejemplares del cine moderno encuentran una lucidez inesperada, ejercida contra todo pronóstico y esperanza. La precisión de los planos, el sentimiento de tristeza sin estridencias, el desempeño sorprendente de los actores –poco conocidos, no profesionales, incluso más o menos célebres, siempre empeñosos, como una familia de trashumantes – constituyen un conjunto tan estimulante como poco corriente. Si quieren pueden ver las películas de Alverson, entonces; quizá cruzarlo al propio director en los pasillos de este Bafici, o buscar su banda de rock Spokane, en la que las canciones, igual que sus películas, exhiben una brillantez amenazante, como si se dedicaran a cartografiar las sombras de un mundo paralelo que también es el nuestro.

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