Festival de Berlín

Utopías berlinesas
Por Jaime Pena 

La historia de Vio Nova es fascinante. A finales de la década de 1920 un centenar de judíos que se habían establecido en el kibutz Tel Yoseph abandonaron desencantados Palestina y volvieron a Rusia. Sus ideales comunistas chocaban con el capitalismo impuesto por las fuerzas coloniales británicas. Stalin los recibió con los brazos abiertos. De algún modo era la certificación del fracaso del sionismo, así que les regalo un terreno en Crimea en el que ubicar un nuevo kibutz, al que llamaron Vio Nova, un nombre en esperanto («nueva vía»), dado que el hebreo estaba prohibido en la URSS. Entre 1929 y 1932 el kibutz puso en práctica sus ideales comunitarios, algo que la arquitectura de la villa reflejaba en su propia configuración: un comedor comunal, casas para los niños, que se criaban fuera del órgano familiar, etc., una extensión de la utopía que habían pretendido poner en pie en Palestina y que ahora se había demostrado factible y exitosa gracias a la implicación y apoyo de Stalin.

Todo comenzó a cambiar a partir de 1932 y en 1934 el kibutz ya se había reconvertido en un koljós, con todo lo que ello implicaba, en particular en lo relativo a una organización social basada ahora en la unidad familiar. Sus miembros acabaron disgregándose y el sueño de Vio Nova acabó como tantas otras utopías. Su historia la cuenta Heinz Emigholz en Bickels (Socialism), el segundo capítulo de su nueva serie sobre arquitectura y paisajes urbanos titulada Streetscapes y que conforman cuatro películas. Es solo el epílogo de una película centrada en el arquitecto de origen polaco Samuel Bickels, uno de los hijos del kibutz Tel Yoseph, en donde se crió en los años treinta. Precisamente, gran parte de su obra la conforman modestas construcciones en distintos kibutzs israelís, en concreto espacios comunitarios (comedores, auditorios, centros deportivos, etc), que son los que centran la atención de Emigholz.

Este mismo ideal utópico estaba muy presente en varias de las películas presentadas este año en la Berlinale. Muchas de ellas centradas en las esperanzas revolucionarias de los sesenta y en sus consiguientes decepciones. La más emotiva de todas y una de las mejores películas de todo el festival fue sin duda No intenso agora, de João Moreira Salles, una evocación del 68 a partir de imágenes de archivo del mayo francés, la Primavera de Praga y sus reflejos en Brasil, tanto a nivel colectivo como familiar. De hecho, No intenso agora se inicia con las imágenes filmadas por la propia madre de Moreira Salles en un viaje a China, por aquel entonces algo así como un modelo tan desconocido como idealizado por parte de la izquierda occidental. Si Moreira Salles va trazando un itinerario que es como una carretera de doble sentido (el más o menos prosoviético de las revueltas parisinas, el rechazo de Moscú en las de la capital checa), la resaca no distingue qué dirección se hubiese tomado inicialmente: la melancolía lo empapa todo, desde el protagonista de Mourir à trente ans (Romain Goupil, 1982) a los impagables vídeos de la cantante checa Marta Kubisová, antes y después de la Primavera.

Mientras, en Spell Reel Filipa César recupera las imágenes filmadas durante el proceso de independencia de Guinea-Bisau, cuando cineastas como Flora Gomes fueron enviados a Cuba a formarse y conformar así la imagen del nuevo estado. Aquellas imágenes recuperadas y digitalizadas se proyectan ahora por todo el país, en los mismos lugares en las que fueron filmadas, solo para constatar todas las esperanzas que quedaron por el camino y cómo el discurso de aquellos años, el diagnóstico de la situación y las promesas de un futuro mejor, es tan necesario hoy como entonces. Poco ha cambiado en Guinea-Bisau cincuenta años después de la independencia. O poco ha cambiado en la vida de sus habitantes. El cine de aquel entonces no es más que una construcción utópica, un recordatorio para alimentar la melancolía y el desencanto. A veces son las propias imágenes las que no sobreviven. Ocurre con las que filmaron tantos y tantos cineastas procedentes de todo el mundo para sumarse a la causa de Palestina entre 1968 y 1982. Ese es el material que sirve de base a Off Frame aka Revolution Until Víctory, de Mohanad Yaqubi, testimonio de la revolución convertida en mera práctica arqueológica.

Esa dialéctica entre pasado y presente conforma también el discurso principal de I Am Not Your Negro, de Raoul Peck. Su película nace como una adaptación de una obra inconclusa de James Baldwin en la que este rememoraba a tres activistas afroamericanos de los derechos civiles amigos suyos, Medgar Evers, Malcolm X y Martin Luther King Jr., los tres asesinados a lo largo de la convulsa década de los sesenta. Peck contrapone continuamente las imágenes de aquellos años, en especial las intervenciones televisivas o las conferencias de Baldwin, con las revueltas raciales de hoy en día, desde el apaleamiento de Rodney King a los disturbios de Ferguson. En un determinado momento de mediados de los sesenta vemos a Robert Kennedy aventurar que Estados Unidos contará con un presidente negro, no en cuatro años, pero quizás sí en cuarenta. En aquel momento podría parecer utópico, y hoy nos puede parecer hasta premonitorio (Barack Obama ganó las elecciones en 2008, 43 años después de las palabras de Kennedy), sin embargo ese cambio no parece haber alcanzado los sectores más desprotegidos de la población afroamericana. Basta con asomarse a películas Dayveon, de Amman Abbasi, o For Ahkeem, de Jeremy S. Levine y Landon Van Soest, para certificarlo.

Por su lado, Peck también presentó otra película en Berlín, Le jeune Karl Marx, centrada en la relación juvenil entre Mark y Engels y la redacción conjunta del Manifiesto Comunista, una película que, al concentrarse en el siglo XIX, evita confrontarse con la realidad posterior y con la posibilidad del desencanto. Como los cuentos de hadas, las utopías solo tienen sentido conjugadas en pretérito. Sería el caso de Percy Fawcett que, en las primeras décadas del XX, se adentró varias veces en las regiones más remotas del Amazonas confiando encontrar una civilización perdida, la ciudad de Z, una suerte de Eldorado. Su sueño quijotesco lo aborda James Gray en The Lost City of Z, una película que tiene también algo de utópico al proponer un cruce entre Lawrence of Arabia y Apocalypse Now pero con la mitad o la cuarta parte del presupuesto de aquellas. El resultado recuerda la versión corta de Heaven’s Gate, una película a la que se le intuye una épica y grandeza que sus imágenes pocas veces alcanzan a plasmar. Se desconoce si Fawcett logró alcanzar su objetivo; Gray juega con esta ambigüedad: la duda permite mantener un mínimo resquicio de esperanza.

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