Por Agustín Masaedo
Desde sus comienzos, el Bafici tiene un vínculo especial con el cine asiático. No solo porque la primera edición la haya ganado Afterlife, de Hirokazu Kore-eda, o porque Platform, de Jia Zhang-ke, haya hecho lo propio algunos años después, sino especialmente por habernos ofrecido la posibilidad pionera de descubrir el cine de (en aquel entonces futuros) pesos pesados como Tsai Ming-liang, Hou Hsiao-hsien o Takashi Miike.
Pero los tiempos cambian, qué novedad, y esas experiencias de descubrimiento puro se revelan irrepetibles. Con el correr de los años y las ediciones del Bafici, se multiplicaron las posibilidades de acceder, más allá de los diez u once días festivos de abril, a cinematografías antes literal y simbólicamente ocultas. El cine asiático fue dejando de ser un asunto de especialistas y, sobre todo, dejando de ser cine asiáticoen general para singularizarse en loscines de Bong Jong-hoo, de Naomi Kawase, de Kiyoshi Kurosawa, de Apichatpong… Ese proceso saludable en el que las antiguas promesas del este se volvían senseisvenerables quizá haya tenido dos efectos no deseados: por un lado, que se perdiera aquella primera capacidad de sorpresa ante la libertad, el desprejuicio, la originalidad rabiosa de las películas hechas en nuestras (otra vez, literales y simbólicas) antípodas; por el otro, haber instalado cierta sensación de escasez en los últimos Baficis.
Que el festival nunca dejó de prestarle atención al cine asiático no hay ni que aclararlo; sí que entendimos, desde el equipo de programación, la necesidad de un esfuerzo extra para encontrar esas películas que pudieran devolvernos el asombro, la novedad, por qué no la euforia. La búsqueda dio incluso más frutos de los que esperábamos: hay veintisiete films de China, Corea, Japón, Taiwán, Hong Kong y Tailandia en la programación. Y sí, están Johnnie To, Hong Sang-soo y Sono Sion; está la última –esperemos que no sea la última en serio– maravilla animadade Studio Ghibli, When Marnie Was There,en Baficito; están las dos obras maestras de King Hu, Dragon Inn y A Touch of Zen, restauradas en todo su esplendor… pero por cada viejo (y bueno) conocido hay algo así como cuatro directores a descubrir.
Más allá o más acá de títulos como The Chinese Mayor en Arquitectura, Oyster Factory en Lugares o La La La at Rock Bottom (¡la nueva del director de Linda Linda Linda, que también vuelve a proyectarse en 35mm!) en Música, es la sección Nocturna la que tiene, definitivamente, los ojos rasgados: además de la fantasía sexópata con la que Sono juega a ser John Waters (The Virgin Psychics), por ahí andan una para asustarse fuerte (The Inerasable), una ingeniosamente pesadillesca (Alone), dos celebraciones gloriosas del cine de “piña-patada-salto” (SPL – Kill Zone y SPL 2), y otras tres que ya desde sus títulos permiten sospechar –en realidad no: ¡tienen que verlas!– cierto nivel de delirio: Collective Invention (sobre un muchacho que no quisiera ser un pez, porque ya lo es), Karaoke Crazies (sobre, bueno, eso) y When Geek Meets Serial Killer, desquiciada adaptación de un cómic de culto.
Párrafo aparte para las últimas dos habitantes orientales de Nocturna, Snow Warrior y The King of the Streets. Su director/productor/protagonista, Yue Song, es la novísima estrella china de las artes marciales, una suerte de cruza entre la presencia legendaria de Bruce Lee y el carisma y el sentido del humor del primer Jackie Chan. Su última película, The Bodyguard, participa de la competencia de Vanguardia y Género (donde compite contra otra de artes marciales, pero que incluye fantasmas y canciones, The Laundryman, y contra el hipnótico documental Le Moulin); si ya vieron o ven en estos días el rompantodista tráiler no hace falta recomendarles que corran a asegurarse las entradas. Sepan, eso sí, que Yue estará de visita en el Bafici: les garantizo que tanto él como sus películas van a entusiasmarlos, sorprenderlos, quizá hasta dejarlos eufóricos.