Cannibalismo 12

Por Juan Pena

Publicada el 17/5/16

Aunque sea una película de ficción, Paterson adopta la forma de un diario. Jim Jarmusch nos cuenta el día a día de un conductor de bus, Paterson (Adam Driver), desde la mañana de un lunes hasta la mañana del lunes siguiente. Estamos en un territorio puramente jarmuschiano, en el que el relato de la más estricta cotidianidad se conjuga con otros muchos temas muy caros al director de Stranger than Paradise, desde ese name-dropping que alude constantemente a la cultura pop hasta la integración de las comunidades de inmigrantes en la sociedad norteamericana: de los húngaros de la película que reveló su nombre internacionalmente en el Cannes de 1984 hemos pasado en este caso a los iraníes, representados por la mujer de Paterson, Laura (Golshifteh Farahani). Jarmusch reproduce una y otra vez el ritual diario de Paterson desde que se levanta y acude al trabajo hasta la noche, cuando sale a pasear al perro (todo un descubrimiento y el verdadero tercer coprotagonista) y tomar una cerveza en un bar cercano. Entre medías, Paterson escribe poesía, poemas inspirados en su vida doméstica y en los objetos que lo rodean (en realidad se trata de poemas del autor norteamericano Ron Pladgett).

Pero Paterson no es solo el nombre del protagonista de la película. Paterson vive en Paterson, New Jersey y Paterson es también un retrato de la ciudad, de sus lugares, los que recorre nuestro poeta-conductor de bus, y de sus habitantes, los que se suben al bus y a cuyas historias Jarmusch presta una atención singular. Entre esas historias están las de los personajes más notables que han nacido o vivido en Paterson, desde Lou Costello (el de Abbott & Costello) al poeta William Carlos Williams, cuya obra parece inspirar al propio Paterson, pero también los hechos más insignificantes que algún momento pudieron tener relevancia en la ciudad (por ejemplo, una visita de Iggy Pop, como si Jarmusch quisiese establecer un puente con su otra película en Cannes, Gimme Danger).

La repetición sistemática de este ritual de vida va conformando un mundo perfectamente armónico en el que cualquier alteración, por pequeña que sea, puede representar una auténtica catástrofe (la pelea de una pareja en el bar, la avería del bus, la pérdida del cuaderno de poesías); un microcosmos que parece una representación de todo el mundo, como si Paterson fuese una entidad que no diferenciase el lugar de sus habitantes, como si estos fuesen indistinguibles de su ciudad, como si en última instancia nunca pudiesen abandonarla, ni en realidad tampoco lo pretendiesen. Esta armonía podría quizás conducirnos a una interpretación budista o zen de esta cosmología. No sé cuánto de cierto puede haber en esta hipótesis, si bien es que estamos ante la película de Jarmusch que por su tono y ritmo narrativo más se aproxima a las de Yasujiro Ozu. De ahí también que estemos ante su película más cálida y menos cínica, en la que, puede que por primera vez en su carrera, ha abandonado toda distancia emocional con respecto a sus personajes. Por todo ello merecería ser también la más popular de su filmografía.

Los poemas de Paterson, su escritura misma, forman parte de la propia película, sobreimpresionándose en la pantalla, mostrando su progresión, subrayando cuánta relación hay entre estos y la vida del propio Paterson. Dado que esos poemas son citas de Pladgett que existían con anterioridad, la película de Jarmusch debería de considerarse con toda propiedad como una adaptación literaria, una de las más singulares que recuerdo. La poesía siempre ha sido muy refractaria al cine, en particular al cine narrativo. Se ha podido ver estos días en Cannes con dos producciones chilenas, Neruda, de Pablo Larraín, y Poesía sin fin, de Alejandro Jodorowsky. La primera, una película de una insólita fealdad visual, considera que la poesía solo puede ser trasladada al cine mediante algún tipo de artificio grandilocuente, quizás para mitigar así la consabida inferioridad del cine con respecto a las demás artes (por momentos, Neruda se diría dirigida por Peter Greenaway); la segunda considera que la traducción exacta pasa por el simbolismo y lóas explícitas al arte poético. Pero a diferencia de Larraín, Jodorowsky no tiene ninguna pretensión como cineasta, tampoco complejos, y piensa que las imágenes han de estar al servicio de las ideas. Es de este modo como su película puede caer constantemente en el ridículo, sin que a nadie, empezando por su director, parezca importarle. Algo de esto ya ocurría con su película anterior, La danza de la realidad, solo que Poesía sin fin parece realizada con más medios y cuenta, por más que sea difícil apreciarlo, con Christopher Doyle en la fotografía.

No sé si Pablo Larraín y Alejandro Jodorowsky llegarán a ver la película de Jarmusch, pero estaría bien que comenzasen a leer a Pladgett. O a Paterson, en su defecto.

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