Festival de San Sebastián 2018

 La verdad sobre las mujeres
Por Jaime Pena

De forma inopinada, el verdadero acontecimiento del último Festival de San Sebastián lo constituyó la retrospectiva sobre una guionista y directora británica hasta hace unos meses desconocida por gran parte de la cinefilia mundial, Muriel Box. En mi caso, nada sabía de su nombre, por más que la sonoridad de este me pudiese traer falsos recuerdos de alguna película que en realidad nunca había llegado a ver, ni siquiera la única que conocía por el título, The Seventh Veil (Compton Bennett, 1945); ni siquiera podía asociarla con el nombre de sus guionistas, Muriel y Sydney Box, por más que en su día ganasen el Oscar al mejor guión original por esta película de cierto prestigio, protagonizada por James Mason y Anne Todd, y que al menos goza de una edición videográfica en Criterion. Esto último puede constituir una mera anécdota, pero resulta significativo que se trate de la única película de la carrera de Muriel Box que es más o menos accesible y que ha conocido una relativa difusión en los últimos tiempos.

De ahí la importancia de la retrospectiva, ya no por el rescate de una figura desconocida, una guionista y directora, muy probablemente amparándose en un cierto pero bienvenido oportunismo, sino por poner el foco en una cinematografía de escaso prestigio como la británica de posguerra, habitualmente reducida, en su faceta industrial, a unos pocos nombres de cineastas en la estela de David Lean y Michael Powell & Emeric Pressburger o estudios como la Ealing (con nombres como Alexander MacKendrick o Charles Chrichton) o la Hammer (con Terence Fisher a la cabeza). Pero, ¿qué sabemos de las pequeñas producciones dirigidas al público local y que raramente accedían a la distribución internacional? La pregunta se puede hacer prácticamente sobre cualquier cinematografía que no sea la norteamericana y, si acaso, la francesa, pero en este caso permite centrar nuestra atención en un pequeño corpus de una treintena de películas (el ciclo se componía exactamente de 28 títulos) producidas entre 1945 y 1964 y con un denominador común, el nombre de Muriel Box como guionista (firmando casi siempre con su marido Sydney, a su vez productor de muchas de estas películas), directora o directora y guionista. La sorpresa es encontrarnos dentro de este corpus, un tanto disperso, que trasciende los límites de ese paradigma que habitualmente denominamos “cine de autor”, con una serie de películas capaces de articular un discurso “feminista” a partir de los arquetipos femeninos que retrata y, muy probablemente, del tipo de público al que se dirigía.

Pero, paradójicamente, la importancia del ciclo se puede calibrar también por la ausencia de obras maestras indiscutibles (el único objetivo que parece guiar buena parte de la arqueología cinéfila), radicando su interés antes en el conjunto que en el potencial descubrimiento de grandes películas: cada película del ciclo ayudaba a completar el puzle de una época muy concreta y de la carrera de una serie de nombres que, con muy pocas excepciones, nunca habían conseguido sortear el anonimato y el olvido. El cine de Box resulta un tanto errático después de Subway in the Sky (1959), como si en estos últimos años de su carrera fuese incapaz de adaptarse a los nuevos tiempos, pero, de repente, una película como Too Young to Love (1960), la única de sus cinco últimas cuyo guión vuelve a firmar con su marido, nos devuelve, con su crónica de una adolescente ávida de libertad y víctima de los adultos, al mismo tema que centraba algunos de sus guiones, como los de Good-Time Girl (David MacDonald, 1948) o Portrait from Life (Terence Fisher, 1949). De la misma forma que una de las subtramas de su primer guión, la comedia 29, Acacia Avenue (Henry Cass, 1945), el temor de un acomodado matrimonio a que, al marcharse de vacaciones, su hija aproveche su ausencia para “convivir” bajo el mismo techo con su prometido, es retomada en una de sus películas más ambiciosas, The Truth About Women (1957), en el primer episodio en el que una mujer hace gala de su independencia proponiéndole a su pretendiente que, si quiere casarse con ella, antes deben vivir como pareja durante al menos un año. Esta idea que el joven plantea a sus padres (y la diferencia de clases) provoca su inmediata expatriación, de la misma manera que en The Seventh Veil el tutor de la protagonista sacaba a la joven de Londres y se la llevaba a estudiar piano por las mejores academias europeas ante el temor de que el amor por otro estudiante con inclinaciones jazzísticas malograse su prometedora carrera clásica; y, como luego sabremos, también por celos.

Bien es cierto que algunos de estos cineastas que tuvieron a su cargo los guiones de los Box demuestran una mayor competencia en su puesta en escena que la de la propia Muriel. No es el caso de alguien como Cass, pero sí en el de MacDonald, por supuesto en el de ese primer Fisher y, sobre todo, en el de Bennett, al fin y al cabo The Seventh Veil, aunque rodada en el Reino Unido, tiene todo el empaque de los grandes melodramas psicoanalíticos del Hollywood de los cuarenta. Por momentos, se podría pensar que la mejor Muriel Box es aquella que no trabaja con sus propios guiones, como si la guionista devenida directora aún privilegiase su primer oficio sobre el segundo. Sin duda, Simon and Laura (1955) es uno de sus grandes logros, una de sus pocas películas en Technicolor (¡y Vistavision!), que hace pensar en el cine contemporáneo de un Frank Tashlin o Jean Negulesco, pero esta comedia sobre un famoso matrimonio de actores que recibe la oferta de convertir su vida doméstica en un folletín televisivo diario (y convenientemente edulcorado), puede anticipar los realities del siglo XXI, pero tiene muy poco que ver con el resto de la filmografía de Box. Otros dos de sus grandes títulos en cuyos guiones no participó serían Eyewitness (1956) y Subway in the Sky, competentes thrillers en las que las mujeres protagonistas son las víctimas circunstanciales de unos conflictos ajenos y tangenciales.

En Eyewitness la protagonista es acosada en el hospital en el que yace inconsciente por el autor del asesinato del que ha sido testigo, cuyos intentos de acabar por su vida son frustrados una y otra vez por mujeres de distintas generaciones, tanto pacientes como enfermeras y médicas del propio centro. Pero quizás el elemento más interesante de la película sea su punto de partida, en el que la joven protagonista abandona su hogar al comprobar que su marido se ha dejado llevar por su impulso derrochador y ha comprado a plazos un aparato de televisión que difícilmente podrán pagar. La mujer se refugia en un cine, es testigo de un robo y asesinato y, en su huida, es atropellada por un autobús. Que el guión sea obra de otra mujer, Janet Green, quizás explica este arranque tan rocambolesco, el cómo su protagonista acaba en el hospital después de un conflicto doméstico que, en última instancia, no guarda relación alguna con la trama central. En cualquier caso, Eyewitness antecede a las dos películas más importantes de Muriel Box como directora-guionista, dos películas tan distintas como The Passionate Stranger y The Truth About Women, aunque realizadas en el mismo año, 1957.

Junto a Simon and Laura, The Passionate Stranger es la película más original o, si se quiere, “innovadora” de Box. Protagonizada por una escritora de novelas románticas en crisis creativa, la película comienza en blanco y negro, justo cuando la escritora contrata a un apuesto chófer italiano cuyo relato de sus peripecias constituyen una inesperada fuente de inspiración. Es así como su novela recientemente finalizada acaba en las manos del chófer antes incluso de que sea publicada. Su lectura, y hay que recalcar que se trata de eso, de “su” lectura, es trasladada a la pantalla, ahora en color, como si se tratase de un suntuoso melodrama de Douglas Sirk, o una parodia, en el que una renombrada pianista cuyo marido no ve  con buenos ojos que continúe su carrera profesional acaba enamorándose  de… su chófer italiano, como no podía ser de otra manera. La historia de la novela acaba y volvemos al blanco y negro, es decir, volvemos a la realidad después de las fantasías imaginadas por el chófer y mal lector, que confunde la realidad con la ficción e interpreta la novela como una declaración amorosa de la escritora.

Si The Passionate Stranger es una película de una gran modernidad, The Truth About Women parece una invocación del pasado, una película con algo de cartón piedra, de un falso exotismo y unos maquillajes tan forzados que parece querer renunciar a cualquier intento de verosimilitud. Pero, desde su mismo título, hay algo en esta película de manifiesto feminista que se hace explícito como en ninguna otra de la carrera de Box. Ya no solo por esa mujer que antes de casarse quiere convivir durante un tiempo con su novio y potencial marido, sino sobre todo por el increíble episodio ambientado en un escenario oriental, en el que un califa compra a una joven de la que se ha enamorado el protagonista, un diplomático en su primer destino que no duda en acudir en su rescate y raptarla. Descubierto, el califa le suelta un discurso en el que le viene a decir que, contra lo que pueda pensar el aventurero diplomático, las mujeres de su harem no gozan de menor libertad que las occidentales. Cada una de ellas, le recuerda, tiene asignada una función: madre, amante, cocinera, ama de casa, compañera, etc, etc, mientras que en occidente todas esas funciones recaen siempre sobre una misma mujer, la esposa.

El discurso feminista, en este caso sobre la conciliación laboral, aflora también en otra película no escrita por los Box, To Dorothy a Son (1954), en la que el marido ha de hacerse cargo de todas las tareas domésticas y, al mismo tiempo, atender a sus encargos como compositor, cuando su mujer ha de guardar reposo en los días finales de su embarazo. Pero hay otra película que, en mi opinión y sin ser ni mucho menos uno de sus mayores logros, representa mejor que ninguna otra la posición de Muriel Box como cineasta. Se trata de Street Corner (1953), escrita con Sydney y su tercera realización (la segunda en solitario), una película sobre las mujeres policía de Scotland Yard que se pudo llevar a cabo pese al boicot del propio cuerpo de policía británico. Compuesta de varias historias que hoy en día veríamos casi como el posible piloto de una serie televisiva, Street Corner es una película muy irregular, tanto en su guión, muy poco orgánico, como en su descuidada puesta en escena. En un determinado momento, una mujer acude a una comisaría a denunciar la desaparición de su hijo y el policía que la atiende deriva el caso a “las mujeres policía”. A lo largo de toda la película vemos como, una tras otra, las misiones de las que se han de ocupar estas mujeres de Scotland Yard son más bien las que podríamos atribuir a unos servicios sociales y no a unas policías. Del mismo modo, Street Corner parece un pequeño producto de la industria local dirigido a su mercado doméstico, y con toda probabilidad a un público preferentemente femenino. Muriel Box bien pudiera haber ocupado una función similar en el cine británico, asignándole pequeñas películas protagonizadas casi siempre por mujeres y buscando una audiencia femenina y quizás también tímidamente feminista, y no porque este público estuviese segmentado con anterioridad, sino simplemente para sacar provecho de una anomalía, la existencia de una mujer guionista y directora dentro de la propia industria.

Es difícil encontrar películas similares en el cine de hoy en día, entre otras cosas porque la industria y las demandas del mercado son muy distintas. La vocación popular de aquel cine ha desaparecido y los festivales de cine programan películas con otro tipo de pretensiones artísticas y comerciales, las primeras mucho más altas, las segundas bastante más modestas. Repasando algunas de las películas dirigidas por mujeres presentadas en el Festival de San Sebastián no es fácil buscar equivalentes de Muriel Box. Por un lado, las mujeres tienen mucha más presencia en el campo de la dirección, sobre todo entre los cineastas debutantes, pero, sin embargo, ya no hay espacio para ese tipo de cine, tan modesto en sus ambiciones artísticas y en las comerciales, que pudo llevar a cabo Box como guionista o directora a lo largo de casi dos décadas. Quizás Sueño Florianópolis de Ana Katz, una reconfortante comedia veraniega, podría representar ese prototipo de película popular dirigido a un público esencialmente femenino, pero hoy en día ni siquiera estas películas tienen capacidad para llegar a su audiencia potencial y tienen que conformarse con el nicho del cine de autor, es decir, con el circuito de festivales y un tímido lanzamiento en sus países de origen. Una ópera prima española, Viaje al cuarto de una madre, de Celia Rico, una pequeña dramedy sobre la relación entre una madre y una hija que ha de emigrar a Londres, resulta tan aseada y maneja con tanto habilidad como falta de pudor los golpes de efecto sentimentales, que se le podía augurar un cierto éxito o, al menos, que conectase con esa quimera de un público femenino que bien pudiera reconocerse en esos personajes. Estrenada poco después del festival, a nadie parece haberle interesado, otro ejemplo de una película con vocación popular que no encuentra su público. Con suerte, las comprará Netflix.

Muriel Box dirigió catorce largometrajes entre 1949 y 1964 (o trece y medio, pues en el primero, The Lost People, se limitó a filmar escenas adicionales cuando Bernard Knowles abandonó el rodaje). A casi un largometraje por año, se trata de un ritmo que pocos directores alcanzan hoy en día, menos aún las directoras ya establecidas. En la sección oficial de San Sebastián había varias cineastas con carreras ya más longevas que la de Box y, salvo Claire Denis, ninguna cuenta con tantos largometrajes de ficción en su carrera como la británica: ni Valeria Sarmiento en treinta y cinco años, ni Icíar Bollaín en veinticinco, ni Naomi Kawase en veinte; y Denis ha dirigido catorce ficciones en treinta años, si bien, por el contrario, todas ellas han diversificado mucho sus filmografías con documentales, cortometrajes o vídeos musicales. Su relación con un presunto y exclusivo público femenino tampoco parece tener demasiada consistencia (no vi la película de Bollaín, así que no sé si constituye una excepción). En Le cahier noir Sarmiento prolonga las historias de Camilo Castelo Branco en las que se había centrado Misterios de Lisboa y lo mejor que puede decirse de su película es que se trata de una digna sucesora de la de Raúl Ruiz y su público debería de ser el mismo, salvo que ocurra como en San Sebastián donde la película derivó en un festival de carcajadas. Es cierto que la película carece de la ironía de Ruiz, pero, precisamente por eso, Sarmiento es mucho más fiel al espíritu folletinesco de Camilo. Vision es un desesperado intento de llegar a un público más amplio por parte de Kawase, una coproducción incomprensible que incorpora a Juliette Binoche en lo que constituye, sin duda, el mayor desastre de una carrera errática y en caída libre desde Shara (2003, hace ya quince años). Las películas de Kawase comenzaron a estrenarse con regularidad en España después de Still Waters (2014, una coproducción de Luis Miñarro) y con An (2015) se produjo el milagro. Quizás beneficiada por un afortunado título que reflejaba a la perfección su tono y contenido, Una pastelería en Tokio, la película superó los 130.000 espectadores, una popularidad que no se repitió con Radiance/Hacia la luz y que dudo que Vision pueda alcanzar, ni siquiera entre ese público femenino que suele atender con regularidad los estrenos de Juliette Binoche o Isabelle Huppert. Tampoco ocurrirá con una de las grandes películas del festival, High Life, de Claire Denis, una historia de ciencia ficción sobre un grupo de desterrados de la humanidad que han sido lanzados al espacio en busca de nuevos mundos, también protagonizada por Binoche. Pero la belleza y ternura de esta película deben mucho más al personaje de Robert Pattinson que a la de Binoche, pues su personaje, el de una científica que ha matado a sus hijos y que ahora lidera esta exploración espacial, resulta notablemente antipático. En la rueda de prensa, una periodista anglosajona le reprochó a Denis la violencia de algunas escenas (un intento de violación, una pelea, supongo que el trasfondo del personaje de Binoche), como si una mujer no pudiese reflejar ese tipo de situaciones. Como Kathryn Bigelow, Denis continúa luchando contra los tópicos que suelen identificar el cine de mujeres con los buenos sentimientos.

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