Por Lilian Laura Ivachow

Woody Allen y su obra como centro-eje de un documental es una garantía asegurada. No solo por el repaso de una filmografía prolífica, sino porque Allen es el alma que levanta cualquier fiesta. Este es uno de los aspectos que el director y productor Robert B. Weide mejor absorbe cuando se remonta a la infancia y juventud a Allan Königsberg. Allen comenzó como humorista, guionando chistes y contándolos frente a una audiencia. Como legítimo standupista y entertainer, supo desenvolverse delante de las cámaras antes de colocarse detrás de ellas.

Woody Allen, el documental toma los tópicos del telefilm: entrevista como eje, imágenes de archivo y testimonios. La lista de entrevistados es extensa e incluye nombres con resonancia: Scorsese, Keaton, Wilson, Johanssen, Penn, Mariel Hemingway. Sin embargo y aunque la copia que se proyecta no es la original televisiva de más de 3 horas, es poco lo que las celebrities aportan (a excepción de testimonios como el de Dianne Keaton o el director de fotografía Gordon Willis). El esquema básico del telefilm tampoco alcanza a Weide para adentrarse en una historia más o menos consabida y el romance de Allen con Soon-Yi Previn –hecho que la película signa como escandaloso– queda bastante impuesto y descolgado.

No hay dudas que es el propio Allen quien mejor se revela a sí mismo y si el documental despierta interés no es tanto por la obra revisitada –en varios fragmentos, una mera crónica– sino por su protagonismo histriónico y juguetonamente reflexivo. Más aún cuando deslinda su “teoría cuantitativa”, ni más ni menos que su idea del cine ya conocida para los que seguimos su obra: que no le interesa hacer la película perfecta, que su búsqueda se ciñe más al hacer continuo que a la perfección, que esa continuidad de trabajo se basa en la persistencia y que en esa persistencia encuentra, entre idas y vueltas, algún chispazo de verdad.