Villegas

Villegas
Argentina/Francia/Holanda, 2012 | 98′

DIRECCIÓN
Gonzalo Tobal

GUIÓN
Gonzalo Tobal

FOTOGRAFÍA
Lucas Gaynor

INTÉRPRETES
Esteban Lamothe, Esteban Bigliardi, Paula Carruega, Mauricio Minetti, Lucía Cavallotti.

El tiempo y la distancia (ravioles de morcilla)
Por Fernando E. Juan Lima

Crecer es, también, separarse. Y, así y todo, hay vínculos perennes, indestructibles, dotados de una persistencia mágica a prueba del tiempo y la distancia. Como con ese compañero de banco o de pupitre de la primaria, con el que nada compartimos y del que seguramente huiríamos si lo conociéramos de más grandes pero seguimos frecuentando, existen ligazones en el ámbito familiar que escapan a las reglas de la lógica (tanto de las que dicta la razón como, incluso, de aquellas que marca el corazón). ¿Cómo es que no podemos olvidarnos de esa persona con la que tan poco tenemos que ver y que a veces nos resulta tan irritante? ¿Cómo es que, a pesar de todo, aunque no nos hayamos visto durante años, cuando nos encontramos, la dinámica de la relación se restablece como si simplemente hubieran transcurrido unos pocos minutos?

Esteban (Esteban Lamothe) y Pipa (Esteban Bigliardi) son dos primos que hace mucho que no se ven y que se juntan para volver a su pueblo natal, General Villegas, para asistir al entierro de su abuelo. Si bien ambos en su momento emigraron juntos, el primero ha decidido tomar “la buena senda” (dejar la música y poner sus energías en un trabajo formal, coche nuevo, casamiento cercano) mientras que el segundo parece continuar sin rumbo, en una adolescente búsqueda que lo conduce a seguir con su banda (aunque luego nos enteremos de que también se peleó con los otros integrantes), sin una relación fija, etc. Pero no nos llamemos a confusión: Esteban y Pipa son dos personas, no el arquetipo del yuppie y el bohemio. Las características que marcan la oposición en lo que hace a las decisiones de vida que han adoptado durante el tiempo que se mantuvieron separados no nos impiden ver que poseen rasgos más complejos y profundos, que una cosa es lo que son, otra la que quieren ser y otra la que perciben el uno del otro. Los espejos distorsionados de sus propias y cruzadas visiones amplían el horizonte de aquellos a los que podrían llevar la comedia de situaciones o la tentación costumbrista. Esteban y Pipa son Esteban y Pipa; no las marionetas en que podrían haberse convertido los modelos adoptados por Tobal para representar a dos treintañeros venidos a la gran ciudad desde un pueblo del interior bonaerense. Cuando Pipa le dice a Esteban que parece un muñeco de torta se refiere justamente a eso, al mandato de encuadrarse en un determinado estereotipo. Y ambos personajes luchan en ese contexto, intentando representar un modelo, sabedores de la traición a su esencia que eso implica, y descubriendo que nunca podrán hacerlo como corresponde porque son “otra cosa”. ¿Qué cosa? Gonzalo Tobal con inteligencia elude la respuesta a este interrogante, dejándonos con la observación de estos personajes, de su viaje, de su regreso al lugar de la infancia y de las sensaciones que esto genera.

El viaje en el auto, la decisión de qué y dónde comer, de qué música escuchar, ponen en escena la incomodidad del reencuentro; la dinámica de la relación con ese extraño-conocido que es y no es aquel que fue el mejor compinche de la niñez. ¿Qué decir? ¿Qué callar? La empatía con este irritante cariño desplazado nos abraza inmediatamente. No hace falta acudir a los diálogos para que al instante percibamos y creamos en esa relación. Y los dos integrantes tienen sus razones en las que podemos confiar, poniéndonos de uno y otro lado, alternativamente, a lo largo del periplo. Claro que sería mejor apurar el tranco, llegar al velorio, no comer pesado o tomar vino, no viajar de noche. Pero qué mal nos caen el uniforme de las chombas Lacoste/Legacy (esta última vendría ser la versión más sport y relajada de la primera, ¡ay!), la rigidez permanente, el amable maltrato a todo lo “diferente”.

Villegas, cabe decirlo, escapa tanto de la lógica de la road movie como de la buddy movie, aunque utilice alternativamente algunos elementos de sus formatos. En Villegas importa más el tiempo que la distancia, más los silencios que las palabras, más el discurrir de la narración que los eventos que la puntúan. Aun cuando hay momentos que podrían ser disruptivos (el trompazo en un alto en el camino), no hay situaciones en las que, como en la obra teatral La noche de la basura cuya dinámica es retomada en la reciente –e insufrible– La culpa del cordero, una catarsis genere un nuevo equilibrio en la relación. El jet lag también se aplica a los viajes en auto: las almas de los protagonistas llegan a distintas velocidades a Junín, en la parada impuesta por Pipa, a comer los ravioles de morcilla que comían con su abuelo. Es por eso que el homenaje al familiar fallecido al cumplir ese rito es encarado de manera tan diversa por uno y otro primo: Pipa desborda energía vital, pulsión sexual, necesidad de compartir con el prójimo; Esteban solo quiere escapar, que el mal trago pase pronto, que nadie (posiblemente tampoco él) se entere, perciba, sienta.

Otra prueba que demuestra la sorprendente adultez de esta ópera prima (y que se agrega a lo antes indicado) es el impacto del regreso a la ciudad natal de los protagonistas (en ellos y en sus familiares y amigos). Ni regresión ni agresión/revolución. Esteban y Pipa son los mismos y son otros, y se imbrican en su familia y en su pueblo con sus historias y sus presentes. La relación de Pipa con la hermana de Esteban, la salida con los amigos, el asado en el campo familiar dan cuenta de un paréntesis fuera de tiempo, un puro presente ajeno al pasado y que en nada se parece, seguramente, al porvenir. Hay algo de recreo, de vuelta a la adolescencia que se percibe en Esteban, que se permite una canita al aire en esta escapada. El momento en que se besa con su novia de otros tiempos, tapándola con todo su cuerpo (tan rígido y crispado durante todo el film, con todo el peso de la vida impuesta pesándole sobre las espaldas), hasta que se da vuelta, se apoya contra una pared, y mientras le agarra el culo con las manos y parece entregarse, no puede evitar levantar la vista y controlar que nadie lo esté mirando, deja en claro que en él conviven el Esteban de otros tiempos y el muñeco de torta al que refiere Pipa.

En el caso de Pipa no podría hablarse de recreo. Su vida hasta ahora parece haber sido eso. Y todo indica que el recreo continuo (¿permanent vacation?) también puede resultar extenuante, vacío, hasta agotador. Es por eso que el regreso a Villegas podría ser un paso en firme, una vuelta a un lugar seguro para hacer pié y tomar impulso, el comienzo de un nuevo inicio. Pero la película una vez más elude el lugar común, la salida fácil, el cierre vendedor. Pipa es esencialmente desbolado, caótico, diletante; la contención de la familia se agradece como gesto de cariño, pero ese cepo, ese corset lo ahoga, lo asfixia, lo anula. Él seguirá pateando la pelota para adelante, apostando a una relación tan inesperada como –en principio– efímera y destinada al fracaso.

Claro que sí hay un momento en que el recreo es compartido. Y ese es el bello instante en que la pantalla se inunda de amarillo, en el interior de un silo, recostados los primos entre las semillas, jugando a la guerra con ellas y cantando una canción a dos voces. Este momento de comunión marca el reencuentro que, sin embargo, no implica un regreso al pasado. Es nada más que eso: un momento en que los dos primos, ahora adultos, pueden relacionarse y conectarse realmente en el presente. Después, cada uno seguirá con su vida. Cada uno cambiará de trabajo, de novia o de esposa, de ropaje y hasta de ideas. Pero, en su interior, también sabrán que en un lugar de la provincia de Buenos Aires, en un pueblo cuya avenida principal está plagada de palmeras, siempre habrá un plato de ravioles de morcilla que les permitirá reencontrarse con quienes fueron y, en alguna medida, seguirán siendo.

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