Todas las vidas, mi vida

Todas las vidas, mi vida
Por Maia Debowicz

Atención: Se revelan varios finales.

“Uno trata de que las cosas salgan perfectas en el arte… porque es muy difícil en la vida real”. (Annie Hall)

Conocí el cine de Aristarain hace muchos años; el flechazo fue instantáneo, un amor a primera vista que, como los grandes romances, se acrecentó con la madurez del tiempo. Sus relatos jamás cansan ni caducan, se vuelven imprescindibles como esas novelas que uno sabe de memoria y, aun así, siempre necesita volver a leer para sorprenderse con lo predecible. No nos dice nada nuevo, sin embargo, cuando esos personajes pronuncian esas frases mágicas y reparadoras, uno experimenta la intensa necesidad de volver a soñar, construyendo esculturas utópicas. Aristarain es de los pocos directores que se arranca el corazón para regalárselo a cada uno de sus personajes, y en ese acto divino, nos devuelve la vitalidad que creíamos dormida. Cuando uno se siente perdido, desorientado o decepcionado con la vida, el cine de Aristarain se ocupa de recordarnos cuál es nuestro lugar en el mundo. Hay muchas maneras de ver y entender sus películas; a medida que mi relación con su cine se afianzaba, encontré la mía. La clave se encuentra en la identidad de los créditos iniciales, la mutación del color marca los tres períodos de su filmografía.

 

Creditos rojos

Policiales, cinefilia y números musicales

 

Antes de convertirse en director de cine, Adolfo Aristarain se desempeñó como ayudante y asistente de dirección en más de treinta películas, tanto en Argentina como en España. Trabajó localmente, entre otros, con Daniel Tinayre en La Mary, con Juan José Jusid en Los gauchos judíos, con Juan José Stagnaro en Una mujer y con Sergio Renán en Crecer de golpe; con la experiencia de haber sido ya asistente de Sergio Leone en Érase una vez en el Oeste y de haber participado en varias películas de Mario Camus, su gran maestro. Pero hubo una película que cambió el rumbo de su camino, cuando Aristarain vuelve a trabajar en el año 1977 con Juan José Jusid en No toquen a la nena, conoce a los actores de sus futuras películas. En ese rodaje comenzó a gestarse el famoso “Clan Aristarain”, aunque todavía sin la presencia de su actor fetiche Federico Luppi. Julio Chávez y Ulises Dumont serían, un año después, protagonistas de su ópera prima La parte del león, el policial sin policías. Con solo ochenta mil dólares, Aristarain dirigió un film noir –con una gran puesta en escena artificial– adaptado a las calles de Buenos Aires, reflejando un mundo desencantado, flotando en una atmósfera de incertidumbre, y habitado por personajes amorales y fracasados. En esta primera etapa –desde La parte del león hasta Últimos días de la víctima–, la predominancia de los personajes masculinos es absoluta, es un cine de machos que prefieren que las mujeres no asomen las narices a sus asuntos. La parte del león es la única película del director que no tiene una narración circular, el relato culmina con un final ambiguo, propio del noir. A pesar de la excelencia narrativa y estética del film, solo permaneció una semana en cartel pero, para ese entonces, Aristarain ya había conquistado a los críticos y a varios productores cinematográficos. Luego del estreno, Fernando Ayala y Héctor Olivera le propusieron que dirija La playa del amor, comedia con números musicales que tendría como protagonistas a Cacho Castaña, a Carlos del Burgo, a un jovencísimo Ricardo Darín y a los intérpretes del sello Microfón cantando temas muy pegajosos durante todo el metraje de la película. Lamentablemente, la segunda película de Aristarain, un gran éxito de taquilla, no es hoy en día muy valorada por la crítica, y es una brillante comedia: ritmo perfecto, diálogos ácidos y precisos, y los gags visuales y verbales más divertidos del cine argentino de la época. Dentro de la cáscara del sello Aries, el director supo construir un relato sólido y profundo que narra el miedo que padecen dos hombres –Cacho (Cacho Castagna) y Antonio (Carlos del Burgo)– al sentir la negra nube de la adultez sobre su cabeza. “El casamiento es antinatural”, le dice el dúo dinámico a Ricardo (Ricardo Darín) para lograr que abandone la descabellada idea de casarse. La playa del amor es la película bromance de los ochenta, refleja ese acorazado romanticismo que existe en las alianzas de la amistad masculina, sus códigos internos y la intimidad amorosa, trágicamente amenazados por la presencia de la figura femenina. La gran repercusión del público provocó que, al año siguiente, Aristarain estrenara su tercera película, La discoteca del amor; repitiendo a los protagonistas de su anterior película y sumando otros nuevos: Aristarain se anima a construir una comedia cinéfila, repleta de citas a distintas películas. Con una estructura narrativa más fuerte y consolidada, el director comienza a buscar que sus historias tengan un recorrido circular y esa autoexigencia rabiosa, propia de Aristarain, logró que Olivera y Ayala, enamorados de los resultados de la película, le produjeran su siguiente trabajo, Tiempo de revancha. Un año más tarde, Aristarain sorprendería a todos con el policial que le daría la bienvenida a Federico Luppi al “Clan Aristarain”. El relato comienza con un clima navideño: la cámara encuadra a un muñeco rígido de Papá Noel que se mueve de un lado a otro, con su boca entreabierta sin lengua. Esa misma imagen será repetida en el desenlace ya que en la secuencia inicial del film se revela el ¿trágico? final del personaje protagonista. Pedro Bengoa, el héroe justiciero de la película, se corta su propia lengua con una navaja luego de recibir un “mensaje” mafioso –le tiran, desde un Ford Falcon sin patente, el cuerpo sin vida del Golo, un compañero de trabajo que atestiguó a su favor en el juicio contra Tulsaco–. La circularidad narrativa de Tiempo de revancha es perfecta –y los espectadores se dieron cuenta ya que lograron que permaneciera 22 semanas en cartel–, al igual que lo sería su siguiente película Últimos días de la víctima. En 1982, Aristarain adapta la novela policial de José Pablo Feinmann y la convierte en la segunda película que protagoniza Federico Luppi. Su personaje, Raúl Mendizábal, es el Jeff Costello argentino –el famoso personaje interpretado por Alain Delon en El samurai de Jean-Pierre Melville–, un asesino a sueldo, frío y meticuloso, que se presentará ante nosotros como el victimario y, sin saberlo, se despedirá como la víctima. El elemento clave de la película, que anticipa el final del personaje, es el cubo mágico. Mendizábal se compra el objeto lúdico en un kiosco cuando empieza a espiar a Kulpe –su supuesta víctima–; entra a su auto y gira el cubo generando un caos cromático. Esa acción marcará su sentencia de muerte, la anteúltima escena vuelve a resaltar ese guiño anticipatorio cuando la cámara encuadra el objeto –sin resolver– en la habitación de la pensión donde vivió el sicario.

 

Créditos amarillos

Es tiempo de western

 

Un abismo separa a Últimos días de la víctima con Un lugar en el mundo; de un mundo desencantado a un universo poético y de la acción al poder de la palabra. Atrás quedaron los personajes masculinos machistas y la irrelevancia de los personajes femeninos; a partir de 1992, las mujeres comienzan a tomar fuerza en el relato –la debutante es Ana, interpretada por Cecilia Roth– y los hombres se vuelven más sensibles y sentimentales, incluso más frágiles. Este cambio no es caprichoso, Un lugar en el mundo es la primera película en la que Kathy Saavedra –la mujer de Aristarain– debuta como guionista del director. Su llegada provoca la desaparición de la frase “las mujeres siempre traen problemas”, la cual será reemplazada por otras más emotivas, reflejando la profundidad y debilidad de los personajes masculinos. Un lugar en el mundo marca un gran quiebre en su filmografía, es la película bisagra entre la etapa inicial y la futura. Como un collage, el film contiene elementos de su primer período –créditos rojos– ya que aún se apega al cine de género, en este caso el western –es una película fordiana que recrea el Lejano Oeste en el interior argentino–, y también expone los temas esenciales de su futuro período –créditos blancos– : la relación padre-hijo, la búsqueda del lugar de pertenencia, el exilio y el contraste campo-ciudad. Además de los temas, también hay modificaciones de forma: a partir de Un lugar en el mundo el uso del flashback se vuelve imprescindible para narrar las nuevas historias; los personajes son extremadamente nostálgicos y reviven su pasado constantemente, dándole respiración boca a boca a sus recuerdos. Otro cambio en la manera de narrar es la incorporación de la voz en off al relato: desde la séptima película hasta la última, los personajes tienden a exteriorizar, y a veces a vomitar, sus sangrientas sensaciones creando un vínculo de intimidad con el espectador. Si en las anteriores películas eran misteriosos, cortos e impredecibles, aquí los personajes son tan transparentes que hasta podemos verle los huesos carcomidos. La circularidad narrativa continúa y llega a un nivel de absoluta superioridad: Un lugar en el mundo es un gran racconto de Ernesto, el relato inicia y termina con su voz en off, cerrando el círculo con un compás. El recorrido emocional nace en la terminal de ómnibus y culmina en un cementerio, cuando el adolescente visita la tumba de su padre Mario (Federico Luppi). Ese cementerio simboliza la muerte de su anterior cine, la insoslayable despedida al cine de género. Su siguiente película La ley de la frontera (1995) –maldita, por cierto–, será el último western aristarainiano y el cierre definitivo de los códigos de género. El nuevo objetivo de Aristarain reside en poner en foco las conflictivas relaciones humanas, desnudando y traduciendo el interior de sus personajes. Un lugar en el mundo es, sin dudas, una de las películas más conmovedoras del director, seguramente la dedicatoria a su hijo Bruno –en los créditos iniciales se puede leer, entre los espacios abiertos y áridos, “para Bruno”– tenga mucho que ver con eso.

 

 

Créditos blancos

Ataúdes, verborragia y aeropuertos

 

Dos años después de estrenar La ley de la frontera, nace su proyecto más autobiográfico –y quizás por ello, el más criticado– Martín (Hache). El relato, dividido entre Argentina y España –como lo estaba Adolfo Aristarain– narra la conflictiva relación entre un padre (Federico Luppi) y un hijo (Juan Diego Botto) que, de distintas maneras, se sienten perdidos e invadidos por el pesimismo. Martín es un padre impotente, su misión es transmitirle a su hijo Hache una lista de razones para devolverle las ganas de vivir y el entusiasmo de buscar cuál es su futuro camino. Pero a diferencia de Mario, el representante paternal de Un lugar en el mundo, Martín es bruto, egocéntrico y desconoce la fórmula para ayudar a su hijo. Son personajes verborrágicos, hablan sin cesar y escupen frases que denotan un cierto grado de cobardía, disfrazado por una falsa seguridad arrogante. Martín (Hache) es la primera película de Aristarain en donde el suicidio se hace presente; a partir de aquí y hasta Roma será moneda corriente en sus films, sea exitoso o fallido. A falta de uno, la novena película del director narra dos suicidios: el del joven Hache y el de Alicia, la novia –o amante– de Martín interpretada por Cecilia Roth. El primero no logra concretarlo, pero el personaje femenino sí: Alicia se quita la vida al ingerir una sobredosis de pastillas y su amigo Dante (Eusebio Poncela) encuentra, horas después, el cuerpo flotando en la pileta de la casa de Martín. Retorna al cine de Aristarain el cementerio como espacio y ya no se irá jamás. La amenaza de la muerte está latente en todos los relatos del segundo período, así como también el miedo a la soledad en los personajes.

 

Cinco años después, el director emprende su proyecto cinematográfico más negro y fatalista. Basada en la novela de su primo Lorenzo Aristarain, El renacimiento, y junto a su fiel compañera Kathy Saavedra, escribió Lugares comunes, la película más triste y pesimista de toda su filmografía. El relato es, como en Un lugar en el mundo, un gran flashback de un personaje, en este caso el racconto es de Lili (Mercedes Sampietro); ella abre el cuaderno de su marido Fernando como si la película fuera uno de esos cuentos de hadas que inician el relato con la apertura de un libro. En esas hojas habitan las huellas de Fernando, las cuales nos dan la posibilidad de conocer su historia, narrada a través de su voz en off. Aristarain dijo una vez: “Lugares comunes puede ser una reescritura desesperanzada de Un lugar en el mundo, como Ningún lugar en el mundo”. Y realmente es así, la décima película del director nos presenta un mundo sin salida: un personaje que es expulsado del sistema –lo jubilan por decreto– y no encuentra el sentido de sus días. Ni el inabarcable amor que siente por su mujer y ella siente por él le será suficiente para aferrarse a la vida y, poco a poco, se irá suicidando hasta morir en vida. Como en las anteriores películas de esta etapa, Lugares comunes también refleja el vínculo entre padre e hijo; las diferencias ideológicas entre las dos generaciones provocan roces, discusiones y distanciamientos. “Ninguna de las expectativas que tuve como padre se cumplieron. Excepto en que es buena persona, en todo lo demás se equivocó en todo”, nos confiesa Fernando afligido. Las desilusiones se reproducen por doquier a medida que avanza el relato y el personaje principal comienza a sentirse cada vez más acorralado. Al igual que en Martín (Hache), los aeropuertos y los aviones se vuelven familiares ya que Fernando vive en Argentina y Pedro en España. “Vos te vendiste, Pedro”, le grita el padre a su hijo al no aceptar que Pedro elija vivir en el extranjero, con un trabajo que nada tiene que ver con su vocación. Quizás, lo más luminoso de la película sea la envidiable relación entre Fernando y Lili, la mirada romántica que expresa el director a través de la cámara no se había visto nunca hasta este momento en su filmografía. Y del exilio de Lugares comunes al exilio de Roma; dos años después, Aristarain estrena su película más ambiciosa, la cual reúne y fusiona todos los elementos del nuevo período. Roma reconstruye el pasado de Joaquín Góñez (José Sacristán), un escritor malhumorado que, con la excusa de tener que redactar –con ayuda de Manuel Cueto (Juan Diego Botto)– su biografía, nos narra los acontecimientos más importantes de su vida. Y en ese escritor frustrado habita el cuerpo de Aristarain, ya que el recorrido es absolutamente autorreferencial –biografía ficcionada lo llama el director–: las calles de Parque Chas –su barrio de la infancia–, la figura de Roma (Susú Pecoraro) inspirada en su verdadera madre, su ya conocido ateísmo, y la presencia en el plano de todas sus pasiones; el jazz, la literatura –con citas explícitas a Raymond Chandler, a Pío Baroja y a Stevenson–, el cine y su descontento con el estilo narrativo de Antonioni, y la escritura. La conmovedora historia vuelve a poner en foco el triunfo de la muerte pero, en este caso, la mirada no es romántica ni poética. El optimismo se va contaminando de pesimismo –¿o realismo?–, exponiendo en Roma un museo de diálogos terminales. “Es mentira que con el tiempo todo pasa, nada pasa. La muerte es el final; ‘fin’, como en las películas”, le dice Roma a su hijo cuando el niño intenta explicarle a su madre que su difunto padre los cuidará desde arriba. El suicidio vuelve a tomar protagonismo cuando Alicia, la amante de Joaco, intenta quitarse la vida pero, como en Martín (Hache), el proyecto no logra llegar a destino. Pero la parca se toma revancha cuando tres personajes son fatídicamente vencidos por la muerte: Guido –el amigo de Joaco que es asesinado durante la dictadura militar–, Joaquín-padre y Roma. Y, aunque el relato no lo explicite, el escritor Joaquín Góñéz también está muerto, como lo estaba Fernando en Lugares comunes. “Me voy de viaje y no pienso volver. Voy a cumplir mi sueño de acabar mis días en un cuarto de hotel”, le dice a Manuel minutos antes de abandonar su casa. Ese viaje sin retorno tiene, como lugar de destino, el cementerio, y se comprueba con la última escena que cierra la circularidad narrativa –la última imagen es engañosa, a primera vista parece la imagen inicial del relato pero, si uno la observa con suma atención, repara en que el personaje no está vestido de la misma manera–. Joaquín Góñez se despide –y nos despide– mirando al río con sus ojos ahogados en lágrimas, pronunciando las palabras más desgarradoras del cine de Aristarain. “No tengo nada para echar al río. Ahora que puedo hablar… no tengo nada. La tristeza, pero ya es una parte mía. No tengo otra cosa… tanta vida y tan poco. Solo me queda tu recuerdo, mamá. Tan convencida de que valía para algo. ¡Cómo me protegiste y me enseñaste! ¡Cómo me quisiste! No hay otra cosa en mi vida… que valga la pena recordar”.

 

Catálogo de obsesiones Aristarainianas

 

Tulsaco

En las películas de Aristarain, en cinco de ellas, aparece una empresa que, sin importar el rubro, lleva siempre el mismo nombre. Tulsaco es el símbolo de la malignidad, la huella capitalista que viene a destruir la ingenuidad y la inocencia de los benévolos y éticos personajes. La primera Tulsaco nace en Tiempo de revancha, es la corrupta empresa minera liderada por Rodolfo Ranni que, además de asesinar gente, será el responsable de torturar psicológicamente a Pedro Bengoa –el héroe de la película–, arruinándole la vida por completo. Once años después vuelve a aparecer como el representante del mal en Un lugar en el mundo; en este caso es la empresa que echa raíces en el pueblo, poniendo en riesgo la cooperativa y modificando la esencia pura del lugar. En La ley de la frontera es la compañía minera Tulsaco Hispano Suiza que, dos años después, mutaría en la distribuidora cinematográfica Tulsaco Films en la película Martín (Hache). La última vez que aparece el nombre de esta empresa es en Lugares comunes, Tulsaco es el nombre de la inmobiliaria que vende la casa de Fernando y Lily. Y es que Tulsaco le pertenece completamente a Aristarain, más allá de que ya es parte de la identidad de su obra, es legalmente propiedad del director, ya que ha registrado ese nombre como una marca para poder utilizarla en sus películas de forma ilimitada.

 

Las mujeres siempre traen problemas

Aristarain es un gran creador de frases, las inventa, las escribe y nos las transmite a través de sus personajes. La frase que más repitió a lo largo de su filmografía es “las mujeres siempre traen problemas”, presente en seis películas e incluso en la miniserie Las aventuras de Pepe Carvalho y, en inglés, en su película The Stranger (1987). La declaración machista –y bien acertada, por cierto– ha sido pronunciada desde su primera película hasta el fin de su primer período cinematográfico. En La parte del león, es Bruno Di Toro (Julio de Grazia) quien le dice, con tono de paranoia, la frase a Mario (Arturo Maly) cuando Luisa –la novia de Mario, interpretada por la joven y hermosa Luisina Brando– los interrumpe en el delicado momento en el que están contando los 400 fajos –40000 millones– que se encontró Bruno en la terraza de su casa. En La discoteca del amor, la dice Oreja y en Tiempo de revancha es enunciada por Bruno Di Toro (Ulises Dumont) luego de que le pide a Pedro Bengoa (Federico Luppi) que no le cuente el plan que tienen a su mujer Amanda. En Últimos días de la víctima hay un gran cambio: por primera vez la frase es pronunciada por una mujer y no por un hombre. La dueña de la pensión, China Zorrilla, se la dice a Mendizábal (Federico Luppi) cuando le muestra la habitación que está a punto de alquilar. Esa es la última película en la que la frase se hace presente.

 

El mejor psicoanalista es el barman

La desaparición de la gran frase “las mujeres siempre traen problemas” planteaba la necesidad de reemplazarla por una nueva. Así es que en Un lugar en el mundo nace “el mejor psicoanalista es el barman”, pronunciada por Mario, con la intención de justificar su futura borrachera. En Martín (Hache), volvería a ser expresada en boca de Hache durante una cena familiar, aunque el personaje aclara que esa frase siempre la dice su padre.

 

Bruno di Toro

La primera vez que el director bautiza a su personaje masculino con este nombre es en La parte del león; por lo tanto, esta obsesión nace a la par de su cine y se extenderá hasta su última película Roma. El motivo del apego con este apellido es personal, un dulce homenaje a su abuela materna; y la insistencia con el nombre de pila masculino reside en el profundo amor paternal que siente el director por su hijo Bruno. Julio de Grazia es el encargado de estrenar ese valioso apellido en el año 1978, luego le entregará la posta a Ulises Dumont en Tiempo de revancha y finalmente, en el año 2004, el turno le llegará, por primera vez, a una mujer: Roma Di Toro. Pero no es la única de la película con el “apellido Aristarain”, el cuñado del personaje femenino más relevante de toda su filmografía también se llama Di Toro, Ateo Di Toro. Y existen otros nombres que se reiteran sin cesar, uno de ellos es Larsen; nombre del personaje de Ulises Dumont en La parte del león y el de Julio de Grazia en Tiempo de revancha. Ambos personajes tienen algo en común: el ladrón y el abogado chanta son dos hombres fracasados que se muestran como individuos egoístas y sin escrúpulos, pero cerca del desenlace, el relato les dará una oportunidad para redimirse y finalmente terminarán mostrando un dejo de nobleza que el espectador no esperaba. La utilización del apellido Larsen es un homenaje al personaje de la novela de aventuras El lobo de mar, escrita en 1904 por el norteamericano Jack London. Otros nombres que se repiten a lo largo de toda su filmografía son Andrada –si reparan en observar los créditos descubrirán que es uno de los productores de sus películas– y Demedio, usado en Lugares comunes y Roma en honor a un amigo del director.

 

El asesino difuso

 

“El asesino difuso es el suicidio”, declaró Aristarain muchas veces. Y en los hechos se comprueba esta afirmación: en Martín (Hache) es la lista de motivos que le entrega Martín a su hijo para devolverle las ganas de vivir; en Lugares comunes es el proyecto que aparece anotado en el cuaderno de Federico al comienzo del relato, anticipándonos el trágico desenlace del personaje; y en Roma es la primera novela que le publican a Joaquín Góñez, luego de que el joven Joaco le entregue “accidentalmente” –o sea, astutamente– el proyecto a la editorial Omega. El significado oscuro de ese elemento que se reitera está explicado claramente en Lugares comunes cuando la voz en off de Fernando nos dice: “Hay un país que nos destruye, un mundo que nos expulsa, un asesino difuso que nos mata día a día sin que nos demos cuenta”.

 

La sabiduría de Raymond Chandler

El amor por la literatura siempre está presente en las películas de Aristarain y si hay un escritor que forma parte de su cine, ese es Raymond Chandler. Fernando –en Lugares comunes– y René –en Roma– se encargan de transmitirnos la valiosa enseñanza del escritor norteamericano: “El escritor escribe, si alguien quiere aprender a escribir podrá llegar a ser una persona que escribe, pero jamás un escritor”. Así lo expresa Fernando; René será menos literal y más sintética: “Nadie te puede enseñar a escribir. El que es escritor escribe”, le dice a Joaco cuando la acompaña hasta la puerta de su casa. Además del homenaje a Chandler, también hay una constante cita al novelista francés Alejandro Dumas; en Un lugar en el mundo el caballo de Ernesto lleva el nombre del autor, y en Roma, Joaquín exhibe una colección de sus libros en la biblioteca de su casa. “Estos los vengo guardando desde hace años, 13 tomos de Alejandro Dumas”, le dice el deprimido escritor al joven corrector. Al final del relato, Joaquín decide obsequiárselos como regalo de despedida: “Aquí te dejo a Dumas, se merece que alguien lo lea. Y yo creo que ya no voy a tener tiempo”.

 

El director dentro del plano

La primera vez que Aristarain actuó de extra en el cine fue en el año 1961. Visitó el rodaje de Dar la cara de José Martínez Suárez y, sin planearlo, su imagen quedó inmortalizada en esa película tan representativa del cine de la generación del sesenta. Ese sería el puntapié de su futura conducta hitchcockiana ya que el director argentino ha sido extra de la mayoría de sus películas. Se esconde entre otros personajes secundarios, mimetizándose en el espacio para jugar un rato a “buscando a Aristarain”. Si quieren practicar este adictivo pasatiempo, intenten descubrir su presencia en La playa del amor, Últimos días de la víctima, Un lugar en el mundo y Martín (Hache).

 

 

Bonus track

Las diez mejores frases de su filmografía:

 

“Si te casás, vas a comer todos los días fideos, sin sal y sin manteca. Y cuando te quieras ir, el fideo te va a decir que está esperando un fideíto”. (Antonio a Ricardo, La playa del amor)

 

“Lo único que puede cambiar la vida de un profesional del delito es el amor”. (Oreja a Cacho, La discoteca del amor)

 

“Cuando empecé a entender las cosas de los mayores, fue porque sin darme cuenta, había dejado de ser chico”. (Ernesto, Un lugar en el mundo)

 

“Cuando encontrás tu lugar, ya no podés irte”. (Mario a Ernesto, Un lugar en el mundo)

 

“El futuro es ilusorio, es una trampa del sistema”. (Fernando a su hijo, Lugares comunes)

 

“La función de pensar es algo que su cerebro desconoce totalmente”. (Fernando al rector, Lugares comunes)

 

“La patria es un invento. Tu país son tus amigos y eso sí que se extraña”. (Martín a su hijo Hache, Martín (Hache))

 

“Cuando muere un corrector, nace un periodista”. (Joaquín a Manuel, Roma)

 

“La mejor manera de perder amigos es prestándole libros”. (Joaco a René, Roma)

 

“Uno nunca debe volver a los lugares donde uno ha sido feliz”. (Joaquín a Manuel, Roma)

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