Por Leonardo M. D’Espósito
Estamos en un momento de enorme tensión en el cine. No necesariamente ante una revolución, sino ante un cambio que confirma un camino que viene desarrollándose desde el propio nacimiento de las películas, ese nacimiento al que con estupidez se refieren films como El artista o Hugo. El cine pensado como sucedáneo completo de la realidad. Si el 3D hoy se ha transformado en un imperativo, no es solo porque permite (o permitiría) llenar salas con algo que Internet y la televisión aún no pueden proveer, sino porque estaba genéticamente marcado en sus orígenes. Llegó en estos años porque la tecnología lo hizo posible de un modo más preciso, nada más. Pero como bien trata de demostrar Scorsese con la luna de Méliès troquelándose en la pantalla, estuvo siempre ahí.
Cada invención o cada desarrollo del cine (el sonido, el color) han obligado a cambiar la forma de filmar, a depurarla o a inventar nuevos procedimientos. El relato clásico sigue hoy, incluso después de la autoconciencia del autor, requiriendo de la transparencia, de la transmisión inmediata y completa de la experiencia –vicaria– de la pantalla al espectador. Avatar, incluso con la resistencia que ha causado en gran parte de la crítica, demuestra que hay que crear una nueva manera de mirar con la cámara para poder lograr esa transparencia en un universo donde todo está en foco. Porque la característica más saliente del 3D es mucho menos que nos arrojen objetos desde la pantalla como que hasta el más lejano de los objetos pueda ser observado en detalle. Son el relato, la empatía, la emoción asociada con los personajes o las cosas los que nos obligan a elegir ver una cosa y no la otra, no el foco de la lente.
Dicho esto, recuerdo que la primera –y hasta hace un par de semanas, la única– vez que vi el Episodio I de Star Wars tuve un ataque de aburrimiento notable. Cada secuencia me parecía torpe, sobreactuada, redundante. No me sucedió con Episodio II, que considero un gran film desquiciado y un verdadero homenaje sentido a los viejos géneros, a la aventura y a las ganas de divertirse. En Episodio I la gravedad era notable. Pero pasada a 3D, hay un cambio sustancial: el film deja de ser aburrido para volverse lindo de ver y entretenido. Ewan McGregor y Samuel Jackson permanecen subvaluados, Jar-Jar Binks permanece insufrible. Pero uno puede dedicarse a mirar todo con otra libertad, a disfrutar de los detalles humorísticos del diseño. Incluso a dejarse contagiar por las dos o tres secuencias definitivamente cinemáticas, en las que todo se decide por la pura acción.
¿Mérito de George Lucas como narrador? No: la película sigue teniendo un esquema calcado de cualquiera de las otras películas de la serie (“saga” implica cierta mitología y, es hora de decirlo, Star Wars es más célebre que mítica, más bien una regurgitación absolutamente consciente y a reglamento de lo que se supone que es un tránsito heroico) y resuelto a puro montaje paralelo, espectacularidad rimbombante y gravedad impostada (es necesario ver de nuevo el funeral de Qi-Gong para notar la inadecuación entre el momento y el tono). Lucas nunca supo narrar de modo terso; nunca comprendió esa transparencia del cine clásico que nos volvía necesaria cada secuencia, donde el paso de un ambiente a otro se producía con naturalidad invisible. Pero si Lucas no sabe narrar, hay que ser justo y decir que tampoco le interesa. Sus películas se basan en sensaciones físicas, en la inmersión absoluta del espectador en el ambiente de ciertas secuencias clave. De allí que American Graffiti, su primer gran éxito, se narre en gran medida desde las cabinas de los autos. De allí que gran parte de la gloria de la primera Star Wars provenga de esos –entonces– asombrosos planos subjetivos del ataque final a la Estrella de la Muerte, o de esos planos de ventanas hacia el Cosmos que nos resultaron novedosos y únicos a los niños de entonces. George Lucas, pues, no es un cineasta sino un ingeniero, incluso como guionista. Un hijo de Kubrick, aunque con un gusto diferente, con un enorme deseo de inventar cosas y verlas vivir delante de sus ojos.
La clave de la nueva belleza de Episodio I es, justamente, su facultad documental. En efecto: el 3D y su foco absoluto les proveen a cada pequeño invento de diseño, a cada máquina y a cada criatura una realidad fugaz pero sólida. Da la impresión de que el film fue pensado para el 3D y que, finalmente, ahora tiene su forma definitiva. El relato en sí es una mera antología en imágenes, pero esas imágenes, como las estampas de la historieta, permiten la exploración, el retrato de lo que pensó aquel que las dispuso en la pantalla, de lo que opina del mundo, de sus gustos y sus deseos. No implica que tengamos que estar de acuerdo con ellos, pero si hay una marca autoral, si podemos saber who the devil made it –como dijo Hawks, como tituló Bogdanovich su libro de entrevistas a directores clásicos–, es porque la mirada se puede detener en los detalles. Son los detalles los que hacen al hombre, y es el hombre el que se ve en esos detalles. Por eso es que el film aburrido hoy es un lienzo visible, aunque sea por la belleza accidental de un diseño afortunado.