Sin hijos

Sin hijos
Dirección: Ariel Winograd

Rompiendo las reglas
Por Maia Debowicz
Publicada originalmente en El Amante #273

Atención: se revelan muchos detalles del argumento, también el final

Una de las cosas que más me emocionan del cine de John Hughes es cómo construye la relación entre padre e hija en la primera y última película que escribe y dirige: Se busca novio (1984) y La pequeña pícara (1991). Una complicidad que, sin importar las amenazas externas, siempre podrá reconstruirse como el cuerpo del robot de El gigante de hierro. Un universo amable donde el hecho de ser padre e hija no anula la posibilidad de ser amigos, y donde los retos son reemplazados por profundas charlas, porque la dinámica se acerca más a la horizontalidad que a la verticalidad. Vínculos que se eligen más allá del parentesco familiar obligatorio, buscando siempre el encuentro en vez del choque. Y cuando uno de ellos se equivoca, por lo general el adulto, la comprensión le gana al enojo, porque lo importante en ese sistema de códigos implícitos es que esos personajes hacen lo mejor que pueden con sus vidas, haciendo lo mucho o lo poco que esté a su alcance para hacer feliz a su descendiente. Una de las escenas más maravillosas de Se busca novio sucede cuando Andie (Molly Ringwald) dormita en el sillón luego de que su familia haya olvidado su cumpleaños. Su padre se acerca en bata para pedirle perdón, pensando que tiene esa expresión apenada en el rostro a causa de su catastrófico error. A los pocos segundos repara en que el motivo de la angustia de su hija tiene forma de pantalón, y, con una naturalidad admirable, le aconseja cómo lidiar con lo que siente por ese chico que la desvela. “¿Por qué creés que eres una tarada? Yo no creo que lo seas, y tu mamá tampoco (…) Si te sirve de consuelo, yo te quiero mucho. Si ese chico no puede ver en ti todo lo hermoso que yo veo el problema es de él”, le dice con mucha seguridad y dulzura su padre. Esa clase de escenas nos desarman porque reflejan de manera sencilla, cercana, lo que tanto nos hace falta: la amabilidad del otro. Ya lo decía Henry James: ” Hay tres cosas importantes en la vida: ser amable, ser amable y ser amable”. Esa idea atraviesa casi toda la filmografía de él (incluso las que solo escribe), sea como una clase magistral o como una incesante búsqueda. La pequeña pícara presentaba una relación entre padre e hija donde el estar juntos significaba inventar trampas inofensivas para poder sobrevivir en un mundo que rebosa hostilidad. El sólido pacto firmado con saliva y no con sangre ameritaba todo tipo de travesuras, disfrazando a las necesidades de diversión ingeniosa. Sue siempre estaba cinco pasos adelante de su padre “adoptivo” Bill (James Belushi), quedándose con la última palabra y la primera de la frase que todavía no nació.

Sin hijos, el cuarto largometraje de ficción de Ariel Winograd, dibuja una relación entre padre e hija muy parecida a la de Bill y Sue, pero sin la preocupación de no saber dónde comer y dormir. Sofía (Guadalupe Manent: la revelación actoral de la película), es la luz de los ojos de Gabriel (Diego Peretti) desde su primer llanto. Vive y muere por ella, pero, por sobre todas las cosas, se alegra con ella, porque esa niña es lo único que le importa en su monótona vida. Ariel Winograd junto a su nuevo guionista Mariano Vera se ocupan de que ese sentimiento de dependencia no solo se explique con palabras sino con acciones, y que se impregne en toda la puesta en escena en forma de muñecas y osos de peluche. La casa de Gabriel, un hombre que fue abandonado por su mujer cuando decidió quedarse con el instructor de artes marciales de la nena, refleja en cada metro cuadrado el espacio que ocupa Sofía en su día a día: todo. Gabriel y Sofía, al igual que Bill y Sue, también son compañeros de aventuras, y no necesitan subirse a un cohete para viajar a otro planeta. Basta con ir a un acuario y comparar sus vidas con la de unos peces que no hablan ni tienen televisión. Todo es perfecto hasta que el padre ideal se reencuentra con Vicky (Maribel Verdú), un amor postergado que por fin encuentra el momento adecuado. Entonces, renace el hombre que estaba dormido dentro del cuerpo del Gabriel padre, haciendo trizas los miedos que lo alejaban de cada Eva. “Tribilín es Goofy” será la contraseña para empujar de una patada la puerta de esa dimensión que parecía prohibida. El problema es que Vicky detesta a los niños tanto como el gigante egoísta del cuento de hadas de Oscar Wilde. Por temor a perderla Gabriel decide no confesarle que tiene una hija a la que ama tanto como las ardillas a las nueces. Y tampoco le cuenta a su hija que tiene una novia que no sabe de su existencia. Una mentira que edifica un muro entre sus dos vidas, arrastrándolo a modificar su casa cuando cada una de sus mujeres la visita.Y cuanto más crece la mentira, como la masa asesina que cae del cielo en La mancha voraz, más aumenta la adrenalina en la cabeza y el cuerpo rejuvenecido de Gabriel. Quien se convierte en un adolescente que engaña a su hija en vez de a sus padres. Cuando Sofía descubre el embuste debajo de la alfombra opta, luego de negociar con su egocéntrico enojo, alimentar esa mentira para que el padre no pierda esa sonrisa de enamorado. Más espíritu hughesiano imposible.

Miradas autorales en el cine argentino abundan, pero directores que además de elaborar un discurso cuiden tanto la forma y la factura de su película no son tan comunes de encontrar. Menos que menos en el cine argentino industrial. Y aún menos cuando se elige el tono de la comedia. Sin hijos desafía a las fallas que suele tener ese tipo de cine local y no solo sale ilesa, también logra conmover al espectador en la medida justa. Un perfecto equilibrio entre risitas amables y carcajadas histéricas, y lágrimas de persona que se niega a quebrarse hasta quedar rendido a los pies de esos entrañables personajes. “Algunas películas son buenas desde el principio. Otras nos van dejando ver poco a poco su grandeza”, escribió Roger Ebert en su crítica sobre Más vale solo que mal acompañado. Eso mismo se aplica a Sin hijos, porque Winograd y Vera se toman el tiempo necesario para moldear las aristas de cada personaje, exhibiendo sus fortalezas y sus debilidades, pero por sobre todas las cosas su inmensa humanidad. Capaz de destruir como de perdonar. Vicky es tan alérgica a los niños como lo era Will (Hugh Grant) en Un gran chico. Y es que Sin hijos tiene mucho de esa brillante película, porque tanto Marcus como Sofía logran tacklear al adulto antipático demostrándole que su único problema es la cobardía. La cobardía de no animarse a averiguar si todos los niños son insoportables. En las dos películas la escena del acto escolar es crucial en el relato, porque Marcus y Sofía modifican su manera de cantar cuando el adulto que parecía aborrecerlos aparece en el evento. Sea en el escenario o como parte del público. Y tanto Paul y Chris Weitz como Winograd resuelven regalarnos la actuación completa, la canción sin elipsis. Killing Me Softly en Un gran chico y Seguir viviendo sin tu amor en Sin hijos. Como si la película entera estuviera compactada en esa performance. Pero, además, las dos películas se atreven a modificar solo un poco a sus personajes, evitando el cómodo camino del conservadurismo. Will no se transforma en el padrastro de Marcus, ni siquiera en un tío, sino en un afecto que no requiere de ninguna etiqueta. Vicky acepta el cariño que siente por Sofía, abriéndole la ventana al cariño que siente la niña por ella, pero eso no quiere decir que de repente adore a todos los niños del mundo como Mary Poppins. Por eso el amague de la escena final, cuando Vicky parece embarazada hasta que Gabriel la obliga a devolverle a un niño la pelota de fútbol que ocultaba debajo de su camisa, es tan importante en la narración. Porque Winograd y Vera rechazan la ruta conocida y toman un atajo para proponer algo distinto. De esta forma, Sofía, Gabriel y Vicky se convierten en humanos que levantan la espada de la valentía, porque eso es lo que se necesita cuando elegimos cimentar una relación afectiva. Sin hijos expone, también con valentía, que no hay una sola manera de formar una familia, una única forma de querer a un otro, como tampoco hay una sola manera de filmar una comedia industrial en Argentina. Una revolución como ésta no se experimenta todos los días.

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