Días de trueno
Por Nazareno Brega
Es difícil olvidarse del accidente de Niki Lauda en Nürburgring. Pocas imágenes en la historia del automovilismo tuvieron la repercusión de ese auto en llamas. El registro de ese choque se repitió durante años, tantas veces como fue posible, como repaso de archivo tras algún accidente automovilístico importante, un clásico de las transmisiones e informes de esa Fórmula 1 previa a los canales de cable y al archivo permanente que ofrece YouTube. Es muy sencillo comprobar que esa es una de las imágenes más impresionantes que jamás pudieron registrar las cámaras de la Fórmula 1.
El accidente de Senna en la traicionera curva de Tamburello no tuvo ese impacto visual visto en vivo en aquel 1º de mayo de 1994. Una vez que se lo declaró muerto, aquel último instante cuando Ayrton inclinó la cabeza unos centímetros hacia la izquierda diez segundos después del choque, mientras seguía atrapado en el Williams número 2, tiene un peso inconmensurable. Doce años antes, durante la clasificación en Zolder, el cuerpo de Gilles Villeneuve salió despedido, ya sin casco pero todavía aferrado a la butaca por el cinturón de seguridad, de su despedazada Ferrari roja, en un accidente fatal más chocante que el de Lauda.
A diferencia de Senna y Villeneuve, Niki Lauda sobrevivió el accidente. ¿Por qué será su accidente el que más ruido hizo y se impuso como el más recordado de la historia? Tal vez sea porque Niki era el actual campeón del mundo al momento de estrellar su Ferrari. O quizás tenga que ver con la épica de su regreso a las pistas. Seguro haya influido también su decisión de no hacerse más cirugías estéticas en su rostro desfigurado por las quemaduras que la reconstrucción de sus párpados para poder pestañear. Es imposible mirar a Niki a los ojos sin ver su Ferrari ardiente.
El accidente de Lauda dista de ser lo más memorable de Rush, que se mete de lleno en esa loquísima 27ª temporada de la Fórmula 1 donde Niki defendía el título frente a James Hunt, su archirrival en McLaren. Ron Howard cuenta la historia de dos pilotos con personalidades opuestas. “Veinticinco corredores empiezan cada temporada de Fórmula 1 y, todos los años, dos de ellos mueren. ¿Qué tipo de persona querría un trabajo como éste?”, reflexiona en off Daniel Brühl poniéndose en la piel de Lauda. El James Hunt interpretado por Chris Hemsworth tiene otra mirada: “cuanto más cerca estás de la muerte, más vivo te sentís. Es una manera hermosa de vivir. Y es la única forma de manejar”. Para él, los auto de la F1 son “pequeños ataúdes rodeados de nafta de alto octanaje. Son bombas con ruedas, los mires como los mires”.
El dúo Ron Howard y Peter Morgan de Frost/Nixon vuelve a plantear un duelo épico. Rush ofrece dos miradas opuestas sobre el automovilismo, pero también sobre la vida y, sobre todo, sobre la muerte. Howard se inspiró en el brillante documental Senna, centrado en la rivalidad entre Ayrton y Alain Prost, pero eligió una historia mucho más compleja, sin tomar parte por ninguna de las dos posiciones y sin declarar héroes ni villanos. Es muy difícil llevar la Historia a Hollywood en términos de buenos y malos sin resignar verosimilitud. Howard deja que los personajes hagan lo que mejor les sale: competir. El montaje paralelo de la película toma la forma de una carrera, donde los protagonistas se encierran, enfrentan muchas chicanas, pero siempre encuentran los momentos para ir a fondo. A lo largo de toda la narración, una vez que la largada los igualó como hijos descarriados de familias pudientes, Lauda y Hunt buscan sobrepasarse en todo y siempre por caminos distintos.
Las carreras se vuelven una mera excusa para lucir esa hermosa modernidad retro, bien setentosa, que ostenta la película. Los ojos están puestos en ese glorioso 1976, el de la tal vez mejor temporada de la historia de la Fórmula 1 (Jody Scheckter y Patrick Depailler consiguieron el uno-dos en Suecia manejando el Tyrrell P34 que tenía… ¡seis ruedas!), pero la cabeza nunca pierde de vista el presente. La estética del pasado diseñada como se filman las carreras de hoy día le sienta a la perfección a una película que habla de tiempos de cambios, donde ya se avistaba un profesionalismo futuro en el que ya no iba a haber lugar para esas dos miradas. Hugo Sánchez nos saca una vuelta a todos en Tiempo Argentino cuando cuenta que Rush es “una especie de western fordiano (por caso, Un tiro en la noche), balanceándose entre dos personajes en tensión ante un nuevo mundo”.
Ese choque recurrente entre Hunt y Lauda es el verdadero motor de la película. Como en Días de trueno, tal vez la mejor película de automovilismo jamás filmada, todo parece estar en función de la relación entre los pilotos, incluidos los resultados de las carreras. Pero acá no hay un romance encubierto, sino una amistad entre dos personalidades opuestas que Ron Howard prefiere ocultar hasta el final por sus necesidades dramáticas. No importa que, lejos de la rivalidad deportiva, Hunt y Lauda hayan tenido valiosos gestos entre sí que Rush prefiere pasar por alto. Howard expone dos posiciones enfrentadas en un tema trivial como el automovilismo y aprovecha esas dos miradas en pugna para hablar también de los cambios que vivió Hollywood a partir de esos 70 en los que debutó como cineasta. Howard recupera con Rush aquel cine para adultos que en aquellos tiempos todavía tenía lugar en la industria.
El más violento choque de esos dos universos que retrata Rush se produce cuando Lauda abogaba por la suspensión de la fatídica carrera de Nürburgring por razones climáticas, pero se impone el carisma de James Hunt que necesitaba correr para no perder margen en la lucha por el título frente al campeón. Hunt se consagró y el accidente de esa tarde que quedó grabado en la retina de cualquier fanático del automovilismo tal vez haya hecho tanto ruido porque marcó el fin de una era en el automovilismo. Y Rush celebra esos días de trueno del automovilismo previos a la tormenta eléctrica que inundó la Fórmula 1 con un cada vez más uniforme profesionalismo.