Polvo de estrellas (DO)

Estrellas solitarias
Por David Obarrio
Publicada originalmente en El Amante #268

Contra todo pronóstico, no parece que David Cronenberg se haya convertido en un funcionario más o menos competente destinado a velar por sus propias obsesiones o sus rasgos de estilo: el funcionamiento de las estructuras dramáticas que suelen regir sus películas celebradas con mayor entusiasmo, la disponibilidad eficiente de su catálogo de anomalías, cierta distancia construida trabajosamente, la elegancia clínica; en definitiva, la “marca Cronenberg”, hecha de monstruosidades, escamoteos y estocadas explosivas de un humorista desencantado que guarda siempre, como una rémora o una tabla de salvación, los restos de una convicción secreta, en la que el cine parece ofrecerse como instrumento para captar el pulso de lo que se podría llamar, con un poco de pomposidad, el mundo moderno. Es decir, todas esas cosas que han hecho de la “marca Cronenberg” una de las más reconocibles y perdurables de buena parte del cine contemporáneo.

 

En principio, Polvo de estrellas representa una incursión resbaladiza en la geografía afamadamente tortuosa de la “familia del cine” en su versión hollywoodense. Después de la limusina que atravesaba como un sueño su película Cosmópolis, aquí aparece otra limusina, en esta oportunidad con una chica a bordo (Mia Wasikowska), que acaba de bajar del ómnibus en el que viajaba hecha un ovillo, como una niña, y se sube ahora al auto alquilado, no sin que antes un plano levemente contrapicado la muestre de pronto altiva, con el pelo que se mueve cubriendo apenas las cicatrices que descienden del costado de la cara hasta perderse en el cuello debajo de la remera. La chica ha llegado a Hollywood con la promesa difusa de un contacto y un dolor oculto; podría ser una futura víctima de la maquinaria del mundo del espectáculo en el que está a punto de ingresar, o quizá alguna clase de ángel vengador. Lo cierto es que enseguida el espectador cree haberse iluminado y se remueve en el asiento, golpeado por la presunción de un hallazgo que acaso se presenta con demasiada facilidad: esa joven (por cierto muy hermosa) viene a señalar la presencia de algo monstruoso; lo dicen las heridas que le cruzan el cuerpo, como si fueran el elemento instrusivo que, en un paisaje que suponíamos apacible, se encarga de sugerir que bajo la superficie habita el horror de una verdad inaceptable. A esa chica misteriosa la película le suma una actriz torturada por obtener el papel de su vida capaz de rencauzar su carrera (Julianne Moore), un tiránico actor adolescente que encabeza una franquicia cómica para toda la familia (Evan Bird), un gurú espiritual de actores (John Cusack) y una miríada de personajes menores, que deambulan como zombies por los planos que Cronenberg sabe siempre desplegar con desapego glacial y pertinencia.

 

Pero es sabido que el director canadiense nunca fue muy amigo de las cosas fáciles, ni de las revelaciones de consenso. De modo que parecía una capitulación que se inclinara con tanta docilidad a hacer el inventario de los puntos oscuros de Hollywood, a relevar sus presuntas taras, las defecciones y monstruosidades varias que se presumen como parte de un “lado B” tácito indispensable. Polvo de estrellas se desentiende de inmediato de cualquier atisbo realista referido al funcionamiento del mundo del espectáculo; su pretensión no es ofrecer un diagnóstico que declame la esterilidad de la vida de las estrellas, ni la película se ofrece como un presumible testimonio del vacío emocional de una especie apartada del mundo: la película en cambio parece proyectarse como fantasía, invocación sutil de un espíritu paródico que tiene precisamente a esa fantasía como tema y objeto principal. Pero hay más.

 

La chica con viejas heridas en su cuerpo y el chico actor resultan ser hermanos que se han vuelto a encontrar y aparecen sentimentalmente unidos en forma enigmática mediante un poema de Paul Eluard. Cada uno recita partes del poema, como si establecieran una comunicación telepática. Pero también lo hacen esos fantasmas que Cronenberg dispone inesperadamente en varias escenas, como si las mentes de algunos personajes produjeran figuras capaces de independizarse del momento crucial de la psicosis, para adquirir autonomía y consistencia propias. El elemento trágico atraviesa la película mediante el tema del incesto, que viene a su vez a rubricar la endogamia con ribetes patológicos en la que se desenvuelven los personajes. El director filma siempre interiores de casas, autos u oficinas que irradian una frialdad descorazonadora, pero por momentos la risa parece imponerse a partir del tono sorprendentemente estruendosos de algunos pasajes, como esa en que la actriz que a causa de una desgracia horrible se ve favorecida para protagonizar la película que estaba esperando, se pone a bailotear con su ayudante y a evolucionar dentro del plano como una colegiala. La escena destila un humor inquietante, que roza el grotesco y vuelve a los personajes insospechadamente vulnerables y cercanos.

 

Cronenberg muestra un mundo cerrado vuelto sobre sí mismo, un poco histérico, un poco narcisista, un poco derrumbado sobre los cabos sueltos de sus propios ambiciones desesperadas de grandeza y encumbramiento; un mundo que también es solitario y peligroso, plagado de noches blancas, de miedo y acechanzas. Pero en todo momento su visión es lunática, hiperbólica, de a ratos salpicada con la modulación de una comedia maligna, que desdeña con tenacidad el dictamen moral y la alegoría para concentrarse en la elaboración de imágenes cuyo misterio está, por lo menos, a la altura de su capacidad permanente de evocación de un cine cuyo horizonte es nunca decirlo todo y nunca terminar de aprehenderlo todo: un cuento de fantasmas elevado a la décima potencia, con el ambiente del mundo del cine como escenario. El aire de amor fatal que se desprende de la historia de los dos chicos restablece hacia el final la tragedia y le agrega un carácter mítico que nada tiene que ver con una visión de “la cara oculta de la vida de los artistas”. En el fondo, Cronenberg siempre parece estar filmando películas de terror, solo que esta vez elige cerrarla con un plano muy hermoso de los hermanos trágicos y malditos que yacen uno junto al otro y miran el cielo, como en una historia de amor terrible cuya naturaleza esencialmente desoladora proviene de la imposibilidad de una unión incruenta. Las estrellas habitan en el firmamento, y la luz que emiten es lejana y fría. Los que están abajo son seres que han perdido toda esperanza, hundidos en su dolor, y a los que el cine, con un gesto de sorpresa, parece devolverles un resto de humanidad en el último minuto.

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