Pistas para volver a casa

Pistas para volver a casa
Dirección: Jazmín Stuart

Cenizas en el aire
Por David Obarrio
Publicada originalmente en El Amante #272

Primera evidencia de la relevancia nada desdeñable de Pistas para volver a casa: tiene un título hermoso. En efecto, no es difícil percibir la emotividad discreta y la elocuencia que se declinan con naturalidad de un título semejante. Casa, hogar, infancia, inocencia, paraíso: palabras sueltas agrupadas bajo una sensación común de pérdida y de la necesidad secreta de una reparación. En su primera película auténticamente propia – había dirigido Desmadre junto a Juan Pablo Martínez en el año 2012 – la actriz y directora Jazmín Stuart atisba entre los arrebatos de género imágenes de un paraíso improbable (el que pudo ser y no fue), una emoción perdida, una película posible y el sueño de un cine que le debe poco y nada, más bien nada, al cine argentino reciente. Pistas para volver a casa abre de manera ejemplar: una mujer de treinta años largos (Érica Rivas) atiende en soledad una tintorería; cuando acomoda unas prendas descubre un vestido que le llama la atención en la hilera de perchas. En el siguiente plano está sentada con el vestido puesto. Enseguida vemos a la mujer que acaba de llegar a su departamento y empieza a sacarse algo de ropa. La persiana está baja, casi no hay luz, pero ella no prende ninguna lámpara, sólo se deja estar pesadamente, como si la casa fuera una madriguera. El encuadre que toma a la mujer no dice nada, no la embellece, no se compadece de ella; apenas parece contenerla, con una moderación y una calidez que resultan por lo menos impresionantes. Stuart se confirma de inmediato con un ojo de águila para los detalles menos pensados a la hora de trazar las coordenadas del mapa anímico de sus personajes. Después vemos a un hombre (Juan Minujín), hermano de la mujer y el otro protagonista de esta película singular: cuarentón, con dos hijos pequeños, sin esposa ni prosperidad a la vista. Ambos momentos están ribeteados con las sombras tristes y orgullosas de unas vidas en estado de suspensión, no porque esperan que les sea devuelta una gracia desvanecida sino porque está claro que no atinan siquiera a concebir que una cosa parecida pueda existir.

La directora ensaya en esta primera parte una película acerca de vidas que derivan, pero sin cargar en lo más mínimo las tintas: son sólo existencias comunes y corrientes; no les pasa nada excepto la vida, la clase de desgaste que les toca a todos. De pronto hay una llamada telefónica y algo cambia, acaso para descubrir el proyecto verdaderamente original de la película. El padre de los hermanos, al que hace años que no ven, yace en un hospital de un pueblo de provincia. El tono del actor que lo encarna (Hugo Arana) es más bien grotesco, varios puntos desfasado respecto del registro que hasta allí había pulsado la directora. El padre parece haber perdido la memoria, ha olvidado casi todo excepto a su esposa, la mujer que abandonó a la familia más de treinta años atrás. El hombre, como en un ataque de senilidad, quiere encontrarla, dar vuelta el reloj, como si no hubiera pasado nada. Además balbucea un cuento sobre un montón de plata, presuntamente ganada en el casino de una localidad cercana, que estaría enterrada en los alrededores.

Las fallas probables de la película son ostensibles, incluso se dejan ver con una generosidad que no puede menos que conmover. Por ejemplo, el largo estallido discursivo del hermano cuando habla frente a la madre momentáneamente recobrada, que luce demasiado catártico, casi como un punteo solista del actor, un breve unipersonal a despecho de esa armonía siempre provisoria que caracteriza al conjunto de la narración. Uno puede imaginar a Stuart, todavía probándose como directora, parada frente a un reconocido actor de su misma generación, posiblemente un compañero de aventuras, sintiéndose cohibida para decirle algo al respecto. Por otra parte, parece haber en ocasiones una especie de avidez de Stuart (responsable también de la escritura del guión) que la lleva a apresurarse en las secciones de acción física, superponiendo sin necesidad a veces varias situaciones al mismo tiempo, como en la secuencia del corte de luz en el hospital, en la que la escena de Rivas haciéndose cargo de los bebés parece, con sus planos cortos y un poco confusos, insertada a la fuerza, sin relación con la clara disposición del espacio que se aprecia en las escenas paralelas que protagoniza Minujín. Los fragmentos de comedia, en cambio, se sortean con gracia y una especie de desfachatez propia de aquel que, una vez más, busca una cosa y se topa con otra que le sale al encuentro. Hay una sensación de felicidad insensata cuando los hermanos se esconden entre los arbustos para espiar a los dos maleantes más torpes del mundo y la escena concluye diluyéndose inesperadamente cuando uno le pega sin querer un tiro al otro.

Pistas para volver a casa, resulta innecesario aclararlo, presupone la existencia de un lugar adonde volver. La película juega todo el tiempo con esa idea, pertrechada con una obstinación orgullosa, un poco alucinada e infantil: volver, pero ¿a qué lugar se vuelve? El género tal vez alcance a dar una señal, no se sabe si suficiente. Stuart usa los restos de género que tiene a mano para introducir en su película, como un salvoconducto, o una esperanza de segundo orden. Buscar al padre y encontrar un reclamo; correr tras el dinero y descubrir en el camino a la madre. Ir hacia una sombra y tropezarse con otra cosa, algo que estaba dormido, o muerto y enterrado. Para la chica el amor por su madre, un calor evocado, olvidado a regañadientes y vuelto a evocar en el momento decisivo. Para el hermano, los juegos infantiles, los miedos de niña de la hermana perdida, la malicia compartida, las risas de cuando eran una familia más o menos compuesta. La película de Stuart oscila entre el melodrama, la comedia policial o la comedia de familia, siempre con el convencimiento manifiesto, sostenido contra todo obstáculo, de no exhibir jamás una gota de cinismo o de desprecio, ni respecto de los personajes ni a partir de la observación de lo que los rodea. Pistas para volver a casa, sobre todo, no es muchas cosas; no es canchera, no destila un aire generacional ni proclama la juventud como reservorio de una sensibilidad destacable, ni mucho menos considera esa juventud revestida de una superioridad de orden estético o moral. Más bien, la película fluye como una fábula acerca de vidas un poco tristes, amable y dolorosa, que surfea los géneros para descubrir el modo en que sus criaturas cansadas, marcadas por la mera existencia, arriban a alguna clase de reconciliación precaria consigo mismas y con su pasado. Acaso ya no haya hogar al cual regresar, como no hay casi juventud, ni género que no se practique sin la conciencia de su imposibilidad práctica. Pero el cine se presenta en esta película como el vehículo donde esa doble falta es menos una fatalidad que una convicción subterránea, asumida con toda la nobleza y el coraje del mundo. Filmar una historia y encontrar otra, o hacer como que se la encuentra; recorrer los géneros tal vez para hurgar con pudor en los pliegues de la propia biografía, hacer una película que parece muchas cosas, pero cuya nota dominante se hace transparente en ese título nada conclusivo; se trata de pistas, rastros, minucias, cenizas que flotan en el aire. Stuart toma al cine como contraseña, el género como estrategia, la aventura como probabilidad y el salto al vacío como el elemento substancial de la ética de los cineastas que importan algo.

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