Oblivion: el tiempo del olvido

La del mono
Por Juan Manuel Domínguez

Desde el musical simio de Los Simpsons (“¡Lo amo Dr. Zeus!”: la mojada de oreja de valor cuasi institucional al clásico sci-fi de 1968), la original El planeta de los simios y sus icónicos exabruptos, el final con la Estatua de la Libertad y el grito post-mutismo de Charlton Heston vociferando sobre las manitas monas, se han convertido en una fábrica en masa de instantes meta (El reportero: La Leyenda de Ron Burgundy, Jay & Silent Bob Strike Back, South Park, otra vez Los Simpsons y el juicio de las donas a Homero, Los Muppets, Spaceballs y así la abultada lista). Lo que sorprende es que si uno se enfrenta nuevamente al film de Franklin J. Schaffner (Patton y Papillon, entre otras goriladas) es la forma en la que el pop con motor a base de link-guiño ha absorbido la siempre presente y olvidada ferocidad experimental de la película: El planeta de los simios tiene más que hacer, que hablar, que odiar en común, que megalomanías compartir, si tiene de vecina a 2001: Odisea del espacio más que a La guerra de las galaxias. Es una obra lisérgica a la hora de mostrar la marcha de Heston-astronauta por ese planeta inhóspito (segmento que contra la norma actual dura casi un tercio del film, otro tercio lo tiene a Heston mudo y el final es más cercano al anabólico y rutina-de-gimnasio andar de Hollywood hoy). Una marcha casi digna de Jodorowsky cuando topo: un film que es un choque de razas, que se acerca más a dos plastilinas que se mezclan y es imposible pensarlas como solían ser. De un lado, Heston, rostro del Hollywood ario que se estaba limpiando el clasicismo sin mucho éxito; del otro, la fe cuasi ciega en la creación marciana de una nueva geografía mediante el scope, la textura agobiante de la fotografía y los sonidos entre guturales y lovercraftianos de Jerry Goldsmith. Y, como bien marcaba Keith Uhlich en Time Out a la hora de su reestreno (que coincidía con la precuela recientemente estrenada en 2011), “cuando aparecen esos damn dirty apes, El planeta de los simiosse pone aun más extraña e incisiva” (haciendo referencia a los órdenes de clase entre los simios, nada sutiles, que ubicaban a los monos de color en el fondo del tarro darwiniano).

El planeta de los simios tiene varios puntos de contacto con Oblivion: El tiempo del olvido. Claro, algunos son puntos de sutura, otros de contacto (por contacto tomando el moretón que deja una pelota del quemado lanzada con malicia) y, los más sorprendentes, por compartir su ascético sentido de lo visual y poner un rostro de la realeza de Hollywood (El rostro: el de Tom Cruise), son de unión. Oblivion pone un rostro ACB1, El rostro, a recorrer solapa la Tierra (o sea, Nueva York) devastada, despoblada y bordeando –borde exterior, eh– una idea de poesía canchera-inversiva-desértica. Pero ahí está la diferencia: donde El planeta de los simios rozaba casi irritándola una noción de humanidad, la otra no puede salir de la idea divina de Estrella de Hollywood en un film “distinto” (fascinante seguro, pero menos expansiva: nadie imagina el cine haciendo chistes sobre Oblivion, siquiera a la próxima edición de Saturday Night Live). Y eso sucede porque en Oblivion, ya que vamos involucionando en nuestra inteligencia como espectadores –o eso cree Hollywood–­ cada lugar turisticobvio está ahí (como hallazgo, como fondo en una persecución, como exceso de efectos digitales) no tanto para ser historia del pop como aquella Estatua de la Libertad de El planeta de los simios, sino por motivos muy distintos. Un poco para que el director Joseph Kosinski tenga donde atar su agujereado barrilete sci-fi y otro tanto porque ya no parece que se pudiera lidiar en el mainstream tan libremente con la idea de abstracción y sinsentido (hay otras cosas agigantadas eh, como el corazón, pero bueh, cada uno elige su órgano).

En Oblivion, Cruise anda, solo como Heston, por la Tierra desolada, un desierto gris, vestido de blanco heladero, haciendo mantenimiento mientras idolatra un para él lejano siglo XX y sus íconos (¿canibalismo?), arreglando unos robots, cuidando unas maquinotas chupa-océanos que parecen sacadas de un fin del mundo diseñado por Garbarino, creando algo para ser exhibido en el MOMA. Cruise, como Heston, es un gigante en sí mismo, parte de una raza distinta dentro del cine (un brillante aunque poco miope con algunos Cruise de los últimos años; un artículo del Village Voice firmado por Calum Marsh sostenía que Cruise últimamente “en lugar de buscar de forma activa roles que desafíen su ícono y su legado, se ha retrotraído en la complacencia y, peor todavía, a una desesperada necesidad de auto-generación del propio mito.”); en su rol del último hombre en pie da, precisamente, lugar a un alucinógeno film. Oblivion, sin querer, se mete en ese terreno que sostenía Marsh: el del automito, la Iglesia de Tom Cruise por Tom Cruise.

Pero lo fascinante es que lo discapacitado o muscular de ese espejo, de ese film del director de la reciente continuación de Tron, es cómo Cruise y su desolación se acercan al cine experimental (como el Heston mudo en El planeta de los simios). Tan entusiasmada con su Deidad Blanca está Oblivion que hasta llega al punto de crear dos Cruise y enfrentarlos.

Oblivion, a veces queriendo, otras por objeto pop no identificado, genera un vaivén hipnótico (cuando no aletargador). Por instantes, la antiséptica Oblivion peca, por esa condición, de una ausencia de nervio y exceso de diseño, gentileza de su estilización comiquera y su fundamentalismo para con su sacro Jesús Cruise. La constante reverencia al potencial cinematográfico Cruise es su principal pecado: suena raro, sobre todo porque la energía de Cruise es su virtud y bendición, pero aquí, al no tener objeto que alimentar más que el muñeco inflable y un sci-fi raquítico que quiere ser larger-than-life (y solo es más largo de lo que debería), asemeja un sol consumiéndose a sí mismo, con esas cejas y ojos intensos al borde de pedir la jubilación. Oblivion muestra, sin querer, como ha cambiado el cine: tenemos, seguro, a Cruise, fuente a cuidar de cine puro, pero parece que hemos perdido la inocencia. Quizás es un buen momento para la involución. Quizás sería bueno que seamos más simios con la poesía de diseño, con Cruise y sus cejas, con esas mujeres que parecen una publicidad de L’Óreal, con la canchereada inmersa (hasta el punto de no respirar) en lo digital. ¿Qué mejor rey de los monos que Cruise para liderar esa revolución?

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