Mia madre (LMDE)

Para confiar
Por Leonardo M. D’Espósito
Publicada originalmente en El Amante #276

A favor

Con el tiempo nos empieza a ganar la desconfianza. Ante cada nuevo estreno, sentimos que la satisfacción de sentirnos tragados por la película, ese hechizo que nos empujaba a las salas, probablemente no aparezca. Nos refugiamos en algunos títulos, en algunos directores, pero eso solo mitiga la desconfianza sin eliminarla del todo. Me sucede tanto con las películas de gran espectáculo como con las otras. Cada vez siento menos confianza al entrar a un cine salvo cuando se estrena una película de Nanni Moretti. Hoy es uno de los poquísimos cineastas que no me decepcionan incluso si el film no me agrada del todo. Ver Mia Madre me reconcilia con las posibilidades del cine y eso me ha sucedido muy pocas veces en lo que va del año. Con Francotirador, con Ant-Man, con Misión: Imposible – Nación Fantasma, con La chambre bleue. Debería ponerme a revisar títulos para ver si eso crece un poco, pero creo que es difícil que vaya más allá de los ocho títulos. Justamente porque se trata de films que confían en el espectador con generosidad, son películas cuyos realizadores expresan lo que sienten y piensan respecto del mundo  y, aunque tomen partido, nos dejan la posibilidad de pensar que quizás están equivocados, que al final todo depende de nosotros.

Mia madre es la historia de Margherita (Margherita Buy, una belleza de mujer y de actriz), una cineasta que está filmando una “película comprometida” con una estrella estadounidense (John Turturro) que tiene un ego y una personalidad difíciles. Primera observación: Turturro provee comedia y bordea el grotesco, pero se nota que Moretti entiende a ese forastero en tierra extraña y que es capaz de otorgarle un equilibrio que lo saque del estereotipo. Sigamos: la madre de nuestra protagonista está muy enferma; de hecho agoniza mientras ella trata de cuidarla en compañía de su hermano (el propio Moretti) que es el aparente hijo perfecto. Segunda observación: la relación entre los hermanos puede ser tensa por momentos, pero los dos tienen problemas y los dos tratan de comprenderse. Algo más: la hija de Margherita es una adolescente en crisis, pero la nena no está pintada como la típica insoportable sino como una persona que empieza a tener su independencia. Estamos en el mundo del film de malabaristas emocionales: muchas bolas girando en el aire y ahí Margherita tratando de atajarlas, darles impulso, sobre todo impedir que una caiga sobre su cabeza y todas estallen contra el piso.

Cualquier otro cineasta, con estos elementos, hace un film sobreexplicado, telenovelesco (o sea, televisivo) y perdonavidas. Cualquier otro cineasta usa estos problemas para decir una de dos cosas: o bien que el mundo es una mierda y que no hay salida (como el cine oficinesco argentino de los setenta y ochenta), o para que el protagonista de pronto se dedique al bonsai o a bailar salsa, empiece a concursar, gane y sea feliz caminando la amplia autopista lateral de la autoayuda, como hace el (mal, pésimo) cine estadounidense. Pero como Moretti es Moretti y no cualquier otro, hace lo que siempre en sus películas: preguntarse cosas. La situación de Margherita es la de una persona que tiene que encontrar una manera de lidiar con lo inevitable -la muerte próxima-, pero resulta que aquí sucede algo natural y humano que suele ser evitado en la ficción. Una persona ante crisis (porque no está “en crisis”, sino que se enfrenta a ellas) se transforma en alguien que hace y se hace preguntas. Más allá de la ansiedad y del dolor, los problemas nos colocan en el lugar de quien necesita entender todo de nuevo. Y eso implica necesariamente un cambio de perspectiva. El cine, el buen cine, es el arte del cambio de perspectiva, de cambio de punto de vista, de buscar otro lugar, inscripto en la trama y accesible desde la puesta en escena, para ver las respuestas o al menos las posibilidades de responder a un dilema.

La secuencia central de la película es bastante breve. Margherita está en una conferencia de prensa presentando su film, acompañada de sus productores y de Barry Huggins, la estrella extranjera. Los periodistas lanzan preguntas estereotípicas sobre el cine, la política, etcétera. Margherita responde más o menos lo mismo que, imaginamos, ha respondido toda la vida. Pero en off piensa no en las preguntas, que sabe que son estúpidas, sino en la expresión, siempre las mismas palabras, siempre las mismas frases. Es la preocupación de Moretti de siempre, esa que estalla en Palombella rossa cuando cachetea a la periodista o se pelea en el agua. Las palabras son importantes, la gente que habla mal, piensa mal y vive mal, dice entonces Michele Apicella. Con menos furia (porque más años), Margherita lanza la pregunta de por qué no hemos encontrado otra forma de decir las cosas. Hay otro momento de espanto y pregunta lingüística, la del cartel en el hospital, ese que no sirve para nada, que no dice nada, que no ayuda en nada. Las palabras son importantes, así que no hay que usarlas así nomás. Menos cuando las imágenes dicen mucho más.

Porque siempre en el cine de Moretti el propio cine es un tema de reflexión. Es claro en Sogni d’Oro y en Il Caimano, y más claro aquí, donde la verdadera pregunta es si el cine sirve. La respuesta es la propia película, no lo que se responda Margherita. El film es en realidad el estudio de un cineasta a través de un sistema de dobles, o quíntuples. Margherita es su madre (el futuro) y su hija (el pasado). Hay un costado que es Huggins -la estrella insufrible-; hay un costado que es su hermano -el hombre que busca ser perfecto. Y es también la Margherita no cineasta, la de los recuerdos y los sueños que aparecen en la pantalla y en esas secuencias oníricas aparece otra clave: el espectáculo. Moretti pone en escena la tesis que no existe cine -no existe arte- sin fantasía, y que las diferentes personas que reflejan a Margherita son fantasías del film, herramientas que representan cada una los deseos y los miedos del personaje principal. Aún en su realismo terso, Mia Madre es una gran fantasía, la entrevista de una persona a sus otras personas para plantear problemas. O, más bien, para plantear un único problema: qué somos en el tiempo. Para qué hacemos lo que hacemos y cómo nos inscribimos en el tiempo de los demás. Mia… es el complemento de Palombella rossa, donde Michele se preguntaba qué significaba ser comunista, qué diseño generaban los hilos de la militancia política, el waterpolo, la vida de familia, el gusto por el cine, el pasado. Se contestaba de dos maneras: que las meriendas de la infancia no volverían más y con una fantasía final donde los demás se ponían de acuerdo en una canción o en levantar un sol único, un fin sin nombre pero trascendente. Margherita vive “en femenino” -lo que además implica en otro tono- los mismos dilemas y llega a prácticamente las misma respuesta, que vivir vale la pena aunque se muera, que el cine es la única manera de integrar tantos fragmentos en un todo que pueda comunicarse. Es evidente que Moretti confía, a pesar de sus rabias, en los demás, en el mundo, en un dejo de bondad, empatía o solidaridad que aún existe hasta en quien menos se espera (vean la mirada de Turturro cuando ella le dice, entre dos tomas, que la mamá se le está muriendo). La confianza de Moretti en la gente se extiende a la forma del film, a no explicar lo que una persona puede entender, a conservar el tiempo justo una imagen bella y a cortar en el momento justo una situación molesta. No cree en la demagogia, en el golpe bajo, en lo edulcorado, en el lugar común, en la salida fácil porque si el cine es, además, el arte que se hace con la vida, la vida no tiene salidas fáciles. La película que rueda Margherita es todo lo contrario de Mia Madre y ella se da cuenta: la denuncia, la declamación, el plano evidente son signos no solo de pereza, sino de trivialidad (al principio mismo, cuando filma cómo se reprime una manifestación, le dice al camarógrafo por qué toma los planos de los golpes a los manifestantes tan cerrados, si le gusta ver cómo le pegan a la gente). Allí también hay una toma de posición sobre los límites del espectáculo, sobre esa meneada abyección de la que a veces escribimos demasiado. La pereza y la trivialidad son sinónimos de subestimación y desconfianza hacia el espectador: colocar a una realizadora con dudas, como un ser humano común y silvestre, cuya vida es también el cine pero no solo el cine, es un acto de generosidad hacia nosotros. Otra vez, la explicación la da en TV Michele en Palombella… “¿Qué pasa con el partido? ¿No les gusta? ¿Les parece mal? Vengan, agárrenlo, aprópiense de él”. Y “Partido” es sinónimo de “cine”, de “películas”, de “esta película”, de “mundo”. En plena crisis de confianza, se puede confiar, pues en Moretti, uno de los pocos directores del mundo que todavía confía en nosotros.

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