Mad Max: Furia en el camino

Tatuajes en la arena
Por Maia Debowicz

Publicada originalmente en El Amante #274

“Solo porque es el apocalipsis, no significa que la gente no pueda crear cosas bellas”
(George Miller)

Atención: se cuentan detalles del final

La primera palabra que pronuncia Travis (Harry Dean Stanton) en Paris, Texas (Wim Wenders, 1984) luego de reencontrarse con su hermano Walt (Dean Stockwell), y de conservar el silencio por más de un día, sucede nada más ni nada menos que en un auto. “Paris”, exclama sentado en el asiento de atrás como si el ruido del motor le hubiera devuelto la memoria sobre cómo usar la herramienta para comunicarse con el mundo. Su hermano conduce el auto azul alquilado hasta el aeropuerto, donde tomarán un avión hasta Los Ángeles. El plan sería perfecto si Travis no hubiera pataleado para bajarse del avión cuando la máquina con alas de acero estaba a punto de despegar. El retorno ya no será por aire, sino por ruta, y con el mismo auto azul que combatió la mudez del desorientado protagonista. En medio de esos dos días de viaje Travis le pregunta a su hermano, mientras come una hamburguesa en una gasolinera, si quiere que conduzca él. “¿Te acuerdas de cómo conducir”?, le repregunta Walt sorprendido. “Mi cuerpo lo recuerda”, contesta Travis. El cuerpo de George Miller, al igual que el de Travis, tampoco se olvidó de manejar en estos treinta años donde no tuvo que dar un brusco volantazo para esquivar un monstruo en forma de auto. El director australiano regresó al desierto sediento, a su propio París, Texas, para hacer lo que mejor sabe: construir un mundo enfermo donde los personajes deben pelear como leones para no convertirse en esqueletos de arena. Las tres películas anteriores a Mad Max: Furia en el camino no tienen una cronología precisa entre sí, y la nueva entrega no es una excepción: no es relevante la cantidad de años que pasaron entre una historia y la otra, lo que importa en esta saga fue, es y siempre será el escenario putrefacto donde suceden las acciones de las películas, como un western que tiene autos en vez de caballos.

 

La cuarta aventura salvaje de Max alambica aún más los caminos recorridos hasta el momento como cuando se pasa de nivel en un videojuego. La potencia visual que tiene el noveno largometraje de Miller se da el lujo de marear al espectador dentro de esa belleza laberíntica debido a la claridad narrativa del relato. Un relato que fue dibujado antes de ser escrito, o, mejor dicho, se escribió con imágenes en vez de con palabras: el historietista Brendan McCarthy (co guionista, diseñador de los autos y de los personajes e impulsor principal de la película) hizo un storyboard de 3500 dibujos para que la historia pudiera ser una carrera vertiginosa sin baches en la ruta que detengan la adrenalina de los conductores. Una maratón de imágenes que detonan con tanta furia naranja en la pantalla que a veces sorprenden hasta a la propia cámara. Una cámara que sobrevuela por las ruedas y los espejos retrovisores de los automóviles como si fuera una abeja post-apocalíptica que reemplazó la miel por el sabor intenso del combustible. El mundo que pisamos y vemos a través de la pantalla de cine sentados en una butaca también ha cambiado. Miller, lejos de taparse los ojos y mirar para atrás, diseña junto a Brendan un universo donde las mujeres pelean rudo como los hombres para destruir a la empresa vampírica que se alimenta de los recursos orgánicos de los seres humanos. El experimento de ciencia ficción rutera está repleto de enigmas que no se resuelven en la pantalla. Como decía Alberto Fuguet: “Toda gran película es imposible de atrapar y de entenderlo todo”.

 

El mundo perdido

Mucho antes de ser director de cine George Miller trabajaba como médico en emergencias. Ver a tantas víctimas de accidentes automovilísticos lo afectó tanto que años después debutó como cineasta con Mad Max (1979): una película sobre fieras que en vez de morderse con los dientes se pisan con las ruedas de su transporte personal. En su ópera prima todavía no había un mundo demasiado diseñado por una cuestión de falta de presupuesto. La historia más angustiante de la saga sucedía en un escenario despojado, sin extras ni muchas locaciones, convirtiendo a las limitaciones económicas en herramientas narrativas. El éxito de la película australiana permitió que el mundo tome otra forma y hospede a más personajes en Mad Max 2 (1981), la que es, para muchos críticos, la mejor de la trilogía. Cuatro años después se estrenó Mad Max 3 que, a pesar de ser la más fallida, tenía una gran puesta en escena que funcionaba como un esbozo de lo que sería en un futuro (muy) lejano Mad Max: Furia en el camino. La nueva y esperada película es la más vertiginosa de las cuatro porque los autos y camiones son más protagonistas que nunca. Son distintas especies de dinosaurios que buscan sobrevivir en un planeta primitivo. Furiosa conduce su Triceratops mientras Immortan Joe (interpretado por Hugh Keays-Byrne, el actor que hizo de villano en la primera Mad Max) la persigue en su Tiranosaurio Rex, y los niños de la guerra lo escoltan con sus Paquicefalosaurios para jugar estampidas; los motoqueros de pelos coloridos que esperan su combustible se convierten en Velociraptores cuando fusionan sus cuerpos con el de sus motos, al igual que les sucede a las mujeres maduras que no dan por ganada la guerra: pueden ser Maiasaurias, cuidando a sus crías y alimentándose como herbívoras, pero cuando quieren mutan en Protoceratops para arrancarle la cabeza a las especies enemigas; y también pasean por la ruta Estegosaurios (esos autos que tienen piel de puercoespín) y Pterodáctilos, quienes toman a las presas con sus garras cuando permanecen en el aire rebotando de un lado para el otro gracias a ese árbol sin ramas a los que se sujetan.

 

Como el primer largometraje de Willis O’Brien donde los dinosaurios son las estrellas del relato, El mundo perdido (1925), la película apuesta más a las acciones que a los diálogos. Los personajes casi no hablan (al contrario del cine verborrágico de los hermanos Wachowski donde todo debe sobreexplicarse para que el espectador entienda): se comunican más con gestos o miradas que con palabras. Miller siempre tuvo la capacidad para presentarlos de manera simbólica y sintética: una historia resumida en una sola imagen, porque sabe que las incógnitas son más valiosas que las biografías vomitadas. “Una de las cosas que nos guió en Fury Road fue aquella frase de Alfred Hitchcock, sobre hacer películas que puedan ser vistas en Japón sin subtítulos”, confesó hace poco el director australiano en una entrevista. Fiel a la vieja escuela, Miller no quiso usar la pantalla verde ni abusarse del CGI: las persecuciones y los choques son efectos en físico, donde los actores muchas veces son sus propios dobles. En uno de los autos también estaba el conductor del proyecto, corriendo la carrera al ritmo de los salvajes dinosaurios. Su pasión por los fierros nos regala la posibilidad de observar los accidentes como si fuéramos niños espiando atónitos por la ventana trasera del auto paternal. Es que Miller no tiene sangre en las venas: por su cuerpo solo circula combustible.

 

Tetas que disparan balas

Cuando se estrenó Gravedad (Alfonso Cuarón, 2013), película sobrevalorada si las hay, muchos críticos la definieron como feminista porque una mujer era la única que sobrevivía a una misión en el espacio. El personaje de Sandra Bullock no solo no era feminista sino que bordeaba el machismo ya que no tenía ni idea de cómo hacer funcionar la nave y, como si fuera poco, terminaba confesando que se puso el traje de astronauta (el que después se quita con demasiada facilidad para mostrar sus piernas sensuales y depiladas) para superar la muerte de su hija. Así la película que ganó un Oscar se transformaba en un manual de autoayuda para mujeres que quieren vencer sus miedos y superar metas. El problema principal era que Ryan Stone no lograba llegar a tierra firme por su capacidad para resolver la urgencia, sino por puro milagro y capricho del director. Furiosa (Charlize Theron) está mucho más cerca de ser un personaje feminista, en primer lugar, porque no se pone en inferioridad de condiciones con el hombre. Lucha contra él con la misma fortaleza y debilidad que un macho.”Podemos ser tan oscuras y tan brillantes como los hombres. Somos más que personas de apoyo, más que procreadoras, somos igual de conflictivas”, dijo la actriz sudafricana hace unas semanas defendiéndose del odio machista de muchos fanáticos de la saga. Miller contrató como asesora a la feminista Eve Ensler, la escritora de Monólogos de la Vagina, para que ayudara a Charlize Theron y a las mujeres parideras a comprender cómo es la situación de las mujeres en zona de guerra. El director de cine se volvió tan feminista de repente que decidió que su nuevo Max sea mujer en vez de hombre. No importa que Tom Hardy se llame Max (eso es solo un truco de Miller para impedir, un poco, que enloquezcan los espectadores machistas): la heroína del desierto es la Mujer Maravilla rapada que se adueña de la película. Furiosa es quien tiene el placer de quitarle la vida al Satanás de la Ciudadela, Immortan Joe, y no el supuesto nuevo y joven Max. No es Tom Hardy quien “reemplaza” a Mel Gibson, es Charlize Theron, en la mejor interpretación que ha hecho en cine en toda su carrera como actriz. “Debe haber grandes personajes de acción femeninos, pero no hay ninguna como ella”, dijo emocionado su creador George Miller.

 

Furiosa es la versión occidental de María: la mujer robot de I Love Maria (David Chung Chi-Man, 1988) que atravesaba paredes con sus puños y disparaba misiles que salían de sus muñecas. Pero, a diferencia de la sensual dama de hojalata que le rendía homenaje a Metrópolis, la heroína de Mad Max no necesita resaltar sus curvas para representar a un personaje femenino. Ni siquiera le hace falta tener un segundo brazo. Furiosa no se pinta los labios sino la frente: cuando está por pisar al mundo con las patas de su Triceratops ilumina el verde esmeralda de sus ojos rabiosos con el negro de la grasa para que sus (futuros) enemigos no puedan apuntarle con facilidad a su cabeza. Max descubre a Furiosa y a sus protegidas mojándose el cuerpo con agua como cuando Tumak (John Richardson) encontraba a Loana (Raquel Welch) y a un grupo de mujeres cazando peces dentro de un mar en One Million Years B.C. Al igual que en la película de los dinosaurios creados por Harryhausen, Max es salvado por el personaje femenino. Pero los roles se intercambiarán en el desenlace del relato: cuando Furiosa está a punto de morir desangrada Max le hace una transfusión de su sangre como símbolo de un beso, convirtiendo a la mujer ruda en la bella durmiente que revive gracias a los fluidos de su príncipe. Eso es lo hermoso de Mad Max: Furia en el camino: los contornos explícitos de los personajes no impiden que las metáforas manejen por las autopistas sedientas de sangre a toda velocidad. Por otra parte, la película no es del todo feminista ya que la mujer vuelve a la vida por una ayuda masculina, entre otras cosas. Pero son detalles que no ensombrecen lo narrado en una película que le demostró a la industria que todavía se pueden hacer obras gigantes en el circuito mainstream americano. Es que Miller no solo es un muy buen director de cine: es un creador de mundos.

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