Pía vuelve a Tucumán después de mucho tiempo. Tiene la impronta de quien no es ni por asomo del interior: el corte de pelo, la mirada distante, el tono pausado y cortante al hablar, y hasta la mirada temerosa a las armas de caza. Todo en ella habla de su ser extraña al lugar, de su “no-campo”. Llega a instalarse a la casa de campo familiar por unos días, una casa que ya no recuerda ni dónde queda. Es que el campo es todo igual para el que viene de la ciudad. “Acá debería haber un caminito” le dice al taxista. Sí, Pía supo conocer ese lugar, pero ahora está perdida. Por eso llama a su hermana Lourdes.
Lourdes vive en Tucumán. Si Pía es el “no-campo” Lourdes es tucumana al 100%. Desde su cuerpo, su pelo largo, sus curvas y su tonada dulce todo en ella dice que ese es su lugar. Pero tampoco es del campo. Lourdes visita el campo cada tanto porque es de su familia y porque su marido es el que lo administra. Pero del campo no sabe nada. Ni ella ni Pía saben nada de su propiedad. Porque es heredada. Es una propiedad de otro, que otro eligió, que otro trabajó, y que ahora rinde sus frutos para la familia. El padre de ambas sí, ese señor que ahora hace footing con su bella novia en otro momento supo todo sobre ese campo, pero ahora descansa en sus peones y en su yerno (al que trata como al más inútil de los empleados, en una ostentación casi obscena de poder frente a sus peones y a su hija).
Los nombres de las hermanas dicen que son de la misma especie (esa costumbre de poner nombres asociados a la religión, tan de “gente bien” del interior) pero Pía y Lourdes son muy distintas entre sí. Una es objeto de deseo (casi sin saberlo, casi sin darse cuenta ni sospecharlo siquiera) y otra desea que la deseen. Primer entramado de relaciones. Pía, la mujer segura, la que viene de Buenos Aires, desea que la deseen tanto como un peón desea a su patrona. Y Sergio, el hijo de los peones, peón también él (porque no sólo la calidad de dueño se hereda), el que espía a Lourdes cuando se baña (porque si hay algo que nos iguala a todos en la vida es la desnudez) es el único que puede abrir la puerta para estas mujeres. Ni el marido de Lourdes (cuñado de Pía), hombre que también comparten, y mucho menos el marido de Pía, con su rolliza intelectualidad, son hombres capaces de abrir esa puerta como lo hace un peón. Ellas son las dueñas en los papeles. Pero a la puerta la abre el peón.
Es que la practicidad, lo simple y lo “baqueano” también son armas de seducción (y la seducción es y será siempre poder). Nadie puede tener más poder que alguien que conoce más que otro. Por más que ese otro en cuestión sea el dueño. Nadie tiene más poder que el que puede abrir una puerta, contar correctamente el ganado, o que quien sea capaz de voltear al otro con el simple sabor picante de una empanada. En la lucha de poderes que se da en Los dueños no siempre los patrones salen ganando. Y el poder de violentar las situaciones, de forzar para llegar al objetivo (ese poder que ostenta en varias ocasiones Pía) en definitiva no es poder, sino la máscara detrás de la que se esconde una ineludible y frustrante debilidad.
La multiplicidad de capas de lectura que sugiere Los dueños dificulta un acercamiento tímido a su temática. La película interpela al espectador desde todos los ángulos posibles. Tensa las pupilas del entendimiento y crea universos de relación en medio de un argumento simple, que pareciera no esconder demasiado pero que a fin de cuentas no para de bombardear imágenes y relaciones humanas tan complejas que abordarlas en un nivel unilateral sería un enorme desperdicio.
Cada uno de los personajes se relaciona con los otros de una manera particular y extrañada que nada tiene que ver con un simple “estos son los dueños y estos los peones”. Nadie es tan dueño y nadie se deja poseer tan fácilmente en Los dueños. He ahí el acierto fundamental de tremenda joya de guion. Cada acercamiento a los personajes es información. Información precisa. Todo está puesto por alguna razón. Todo habla. Cada pequeña escena dice algo sobre la casa, sobre los personajes que están y sobre los que no están.
Los dueños pinta a la sociedad tucumana sin volverse general, sin descuidar las particularidades de esos personajes tan ricos en sí mismos y sin -jamás, qué maravilloso!- perder el sentido del humor. En esa hora y media Radusky y Toscano se toman el tiempo exacto para cubrir todos los frentes y poder ahondar sin regodearse en la profundidad. Una búsqueda de la síntesis en un universo tan enorme como complejo.
Los dueños está construida sobre detalles; situaciones tan bien aprovechadas dramáticamente que desbordan la pantalla, que contagian sensaciones o incomodan con sus silencios; pequeñas escenas, puntas del ovillo que muestran el complejo entramado de relaciones en la película. No sorprende saber que sus directores tienen una carrera previa en el teatro. El aprovechamiento de los gestos y los pensamientos más pequeños, la potencia dramática de escenas como la de Pía-Sergio y el colchón, son muestras cabales de que estamos ante dos realizadores que saben dirigir actores y hacer estallar de sentido cada situación. Son esos elementos los que hacen que Los dueños sea una gran película, que se hace aún más grande por su falta de pretensión y su mirada certera, precisa y humana acerca de la sociedad que la compone.
El Discreto encanto de la peonada
Mención aparte merece el trío de peones. Sergio, Rubén y Alicia, los peones del lugar, que ocupan la casa mientras los dueños no están, tienen sin lugar a dudas las escenas más desopilantes de la película. Todo en ellos -sus voces, sus gestos, su vocabulario, el modo en que se tratan entre sí, sus cuerpos y el aprovechamiento que cada uno de los actores hace de ellos- está explotado de un modo que atrae desde el humor sin que las situaciones sean necesariamente humorísticas.
Lejos de la parodia, el trío logra un realismo impecable y es de ese realismo que se desprende una comicidad casual que con total naturalidad embellece aún más la película. Sin la búsqueda de la carcajada ni del gag, Los dueños tiene su lugar de frescura y desfachatez gracias a estos tres personajes que cuando están solos tienen un micromundo con sus códigos propios (como cualquier familia, claro). Son estos personajes y estas situaciones las que le dan aire a la atmósfera de la película, logrando así un equilibrio minucioso y dinámico entre la densidad de ciertas situaciones y la entrada a escena de personajes que (como Rubén en la escena final) son capaces de disfrutar de esas mismas situaciones desde un lugar completamente diferente y liviano.
Por Nadia Marchione