«¿Nunca has mirado una locura de otra manera y ha dejado de serlo?»
(Roy Neary a su mujer Ronnie)
Ojos irritados
Sergio (Sergio Prina) duerme plácidamente en el sillón cuando el sonido de un auto lo desadormece como un baldazo de Rolitos. Brinca en menos de un segundo de la comodidad temporal y, luego de introducir la llave en la puerta para impedir que las inesperadas visitas puedan entrar, despierta exasperado a Rubén (Germán de Silva vuelve a actuar de Rubén, ya llevo ese nombre cuando hizo de camionero en Las acacias de Pablo Giorgelli) y Alicia (Liliana Juárez). Los tres peones corren de habitación en habitación intentando convertir sus manos en una goma Staedtler capaz de borrar los rastros de su estadía en la casa ajena. Los vehículos de los dueños de la casa tan preciada son, en el fondo, y en la superficie, platillos voladores que vienen a conquistar el territorio. Pero, ¿quiénes son los extraterrestres invasores? ¿Los dueños o los peones? En principio, los marcianos al ataque somos nosotros, los espectadores, ya que en gran parte del metraje miramos a través de los ojos de Pía (Rosario Bléfari). Si bien el punto de vista por momentos cambia para poseer la intimidad vital de los peones, dependemos del GPS de la nave de la patrona para merodear la estancia como vecinos indiscretos. Llegamos junto a ella en el asiento trasero del remis espacial blanco y abandonamos, por desgracia, la casa de campo huyendo en el mismo automóvil intergaláctico. Los dueños, ópera prima de los treintañeros tucumanos Agustín Toscano y Ezequiel Radusky, es una película justiciera con sus personajes y con el espectador porque, además de barnizar a los verdaderos héroes del relato, nos permite jugar con todos los trajes: el de los extraterrestres y el de los terrícolas. El dilema radica en que esos disfraces les pertenecen tanto a los peones como a los patrones porque ambos son víctimas y victimarios: invasores e invadidos. Esa dinámica de mudarnos una y otra vez de cuerpo, humano y arquitectónico, evita que la película se transforme en un drama social para enmarcarse en el subgénero «comedia territorial». Los dueños es de esas pocas películas que, sin descuidar el lenguaje cinematográfico, utilizan el espacio principal como un escenario teatral donde los actores entran y salen a escondidas con el cronómetro en la boca. Agustín Toscano y Ezequiel Radusky logran en su primer largometraje una convivencia perfecta, sin quejas de ruidos molestos, entre los códigos teatrales y cinematográficos. Los peones y sus patrones no gozarán de la misma suerte.
Dolor de cabeza
Rosario Bléfari es nuestra Anne Hathaway: al igual que la actriz americana, su belleza despiadada reside en ese cuello infinito que nos invita a escalarlo como si fuera el monte Everest: un cuadro viviente de Modigliani que permite apreciar el músculo esternocleidomastoideo. Puede tocar el teclado totalmente desnuda, exhibiendo sus acolchonadas tetas bailando al compás de la música, pero nada, ni siquiera el poder de su ombligo, le compite al erotismo que propaga su cuello. «Esas son la peores. Esas tienen la fiebre interna», le grita Alicia a Sergio a los 45 minutos de metraje cuando su hijo le cuenta que vio a Pía besuquéandose con su cuñado. El personaje de Rosario Bléfari es tan oscuro que por sus venas no corre sangre sino tinta de calamares; su mirada empetrolada nos invita a zambullirnos en un mar de perversiones con alerta meteorológica de maremotos. Pía repta como serpiente empujada por el deseo a todo hombre que se sienta seducido por su hermana. La escena clave de Los dueños ocurre cuando los ojos de Pía descubren que Sergio le miente a Lourdes para enterrar bajo tierra la calentura prohibida que siente por ella. Un trencito de miradas voyeuristas. La actriz fetiche de Martín Rejtman vive para degustar la saliva de quienes eligen a Lourdes por sobre ella: primero Gabriel y, a partir de ahora, Sergio. Así, casi automáticamente, comienza a obsesionarse con el peón, frenesí que terminará bordeando el acoso sexual. Al principio son Sergio y Rubén quienes resucitan en sus cuerpos a Olmedo y Porcel -esa jocosa escena en la que los dos hombres juegan sueltos de ropa al “chancho… va” con dos femeninas- pero cuando el desenlace se va acercando lentamente, serán las hermanas, Pía y Lourdes, quienes se vistan de machos para sentirse como capocómicos de una película de Hugo Moser. De Encuentros cercanos del tercer tipo (Steven Spielberg, 1977) a Encuentros muy cercanos con señoras de cualquier tipo (1978, Hugo Moser), así de flexible, tan elástico como un Miki Moko puede ser el guión cinematográfico del dúo tucumano, volviendo impredecible al relato. Los móviles de la narración avanzan con ritmo como esos resortes multicolores que caminan dando saltitos mientras la tensión y el susto pre-infarto nos hacen clavar las uñas en la butaca hasta saltar de ella como cuando los extraterrestres de Spielberg amenazaban con llevarse al pequeño Barry. Y es que los marcianos no son ni los peones, ni los dueños; ni siquiera nosotros. Los marcianos son los directores tucumanos quienes llegan con entusiasmo de otro mundo, el teatro, para conquistar un lugar en el cine argentino. «Esto significa algo y es importante», decía Roy (Richard Dreyfuss) en Encuentros cercanos del tercer tipo cuando sentía por dentro que un hecho relevante iba a ocurrir. El estreno de Los dueños me produce la misma sensación: Agustín Toscano y Ezequiel Radusky aterrizaron para invadir pacíficamente un terreno semipoblado de figuritas repetidas. Bienvenidos los platillos voladores.
Por Maia Debowicz