La noche más oscura

Peligrosa obsesión
Por Fernando E. Juan Lima

Cuando a un determinado evento, declaración u obra le caen con similar dureza por diestra y siniestra, esto es, la atacan en virtud de argumentos a la vez parecidos y contradictorios por izquierda y por derecha, no puedo evitar abrir un crédito a su favor. Este imposible acuerdo que se parece a un oxímoron me intriga; y el prejuicio troca en expectativa. Es que La noche más oscuravuelve a poner sobre el tapete la muy (potencialmente) rica e interesante discusión (que siempre está presente, aunque, por las razones que sean, nos hagamos los distraídos) acerca de la vinculación que existe entre cine e ideología. Y si tomamos en cuenta los dos términos en tensión (que es lo que intentaré hacer), no estimo adecuada, no comparto, la posición de aquellos que ante circunstancias como la presente (la aparición de un film que nos interroga y provoca de esta manera) recurren al artilugio de “pasar lista” de ciertos lugares comunes que hacen que una obra, una película en este caso, encuadre en el ámbito del progresismo biempensante o en el de la derecha, el imperialismo o cualquier otro “ismo” frente al cual no existe otra opción de declamar, subrayar y no dejar lugar a duda alguna en torno a nuestra oposición. Creo que algunos reflejos son tan atávicos, están (muchas veces con razón) tan arraigados en nuestra cultura, experiencia y devenir, que resistir a la mecánica reacción requiere un esfuerzo extra, un remanso, hacerse un instante para dejar actuar a las emociones o la inteligencia. Creo que buena parte de la crítica (no incluyo en este conjunto a “filósofos” y oportunistas de diversa laya que han utilizado como excusa de sus habituales diatribas el acercamiento a esta película) se ha dejado llevar por este irracional y superficial impulso. No reniego de la posibilidad de estar equivocado, pero lo cierto es que siento que he visto otra película.

La noche más oscura, en una apuesta al realismo que supera incluso el de Vivir al límite (2008), nos pone en un lugar incómodo del que es difícil escapar. Quizás esto explique el refugio en determinadas “verdades”, en ciertas cantinelas que repetimos maquinalmente como el niño que en la noche murmura para sí una canción de cuna para encontrar sosiego y combatir el miedo a la oscuridad, a lo desconocido, a la toma de conciencia de que no existe tal cosa como la total seguridad y certidumbre. El nuevo opus de Bigelow es también más árido (y, por tanto, exigente para con el espectador) en su acercamiento a lo que aparece como una burocracia cargada de ritos y jerarquías: la CIA. Lejos estamos de la imagen idealizada que ha contribuido a construir el cine en torno a los espías o agentes de este ente estatal. En este punto, Bigelow transforma el amarronado mundo que nos develaba Tomas Alfredson en El topo (2011) en un apático universo gris, ajeno a todo rasgo luminoso, y en el que la única fuerza que puede romper con la apatía tiende a la psicopática obsesión que no hace sino hundir a los protagonistas en una mayor oscuridad. El mundo de los agentes que persiguen al terrorista más buscado del planeta, Osama Bin Laden, tiene que ver más con una gris burocracia, una oficina sin alma (es cierto que con alguna peculiaridad por la labor encomendada), que con el idílico lugar que habitan los personajes de la saga de James Bond o de Misión Imposible, por recordar algún ejemplo icónico.

Es que aquí entiendo que radica la prueba de que muchas de las críticas “ideológicas” que se han hecho a esta película hablan más de quien las realiza que del propio film. Creo que, incluso asumiendo que Bigelow no encuadra en modo alguno en el arquetipo del liberal estadounidense que tan bien recibido es por estas tierras en algunos círculos y que su pasión por las armas excede los baremos establecidos por la progresía local (recordemos Testigo Fatal –Blue Steel–, de 1989), afirmar que La noche más oscura es la versión oficial del pentágono sobre el asunto o que se trata de un burlote pagado por la misma CIA resulta un exceso que no se condice con lo que se narra en la película (o mejor aún, con cómo se lo narra). Pero, digamos que efectivamente eso es así. Aceptemos como válida por un momento esta hipótesis. Las preguntas que inmediatamente se imponen son las siguientes: ¿Cumple el film ese cometido? ¿Lava de culpas a los involucrados? ¿Constituye una versión heroica de lo sucedido, que suma adeptos a la visión estadounidense de la historia? Y, el interrogante que tanto ha deslumbrado a quienes se quedaron en la primera parte de la película: ¿Se justifica la tortura en pos de la lucha contra el terrorismo?

La noche más oscura se abre con la pantalla en negro, poblada solo por los audios reales extraídos de las torres gemelas y de los aviones con que se perpetraron los atentados el 11 de septiembre de 2001. Se ha dicho que al continuarse la edición con las escenas de tortura, la lectura inevitable tiene que ver con su justificación. Pero, insisto, aun suponiendo que esa hubiera sido la intención (lo dudo), ¿logra la película ese cometido justificador? Estimo que, incluso en ese entendimiento, una obra habla por sí sola, más allá de las intenciones que habrían rodeado su génesis. Y lo cierto es que, de haber sido ella de alguna manera similar a lo que supone esta postura, en el caso sucede lo que muchas veces pasa con los productos de propaganda, desde los más desembozados hasta los que se disfrazan de investigaciones periodísticas o reportajes: no hay mejor manera de poner en evidencia una realidad que dejarla salir (diría que plácidamente) a la luz, para que los espectadores/receptores puedan asistir a esta revelación. Es eso de que “el pez por la boca muere”. Frente a la supuesta valentía de los que preguntan a boca de jarro a un funcionario “¿Ud. es corrupto?” (lo que no admite otra respuesta del interlocutor que la negativa), el buen periodista crea un ámbito que lleva al propio entrevistado a ponerse en evidencia (esto, claro está, salvo que tenga en su poder una prueba fehaciente de un caso concreto que pueda exponer y someter a contradicción al “acusado”).

Y para no ponernos a bucear en pretendidas intenciones, en una disección de la supuesta subjetividad de la realizadora, nada mejor que acercarse a la película completa, en su totalidad. Se ha dicho que Maya (la protagonista, interpretada por Jessica Chastain) carece de la densidad del enfermizo personaje central de Vivir al límite. ¡Y es cierto! Y lo que ha sido criticado como una falta de grandeza o presencia de la Chastain, a mi entender tiene que ver con la gris estatura de quien no deja de ser una burócrata obsesionada, carente de vida propia. Es verdad que los personajes de Bigelow habitualmente son consumidos por una obsesión autodestructiva de la que no pueden escapar; pero una cosa es no poder escapar al llamado o a la pulsión de un placer o una adicción y otra perder derechamente la humanidad. No advierto en La noche más oscura un sacrificio heroico de la protagonista. Tampoco siento haber presenciado la construcción de un héroe colectivo (la CIA). En su caso, en el camino de la investigación, quienes participaron de ella no terminan como triunfadores. Quienes no pierden su vida, pierden su humanidad. Asistimos a una mutación en la que el fervor pseudo patriótico y el deseo de revancha transforman a las pretendidas víctimas en lo mismo que decían combatir o perseguir. De incurrir en una búsqueda de sentido como la aludida, podría elegirse la última escena de la película en vez de la primera: la triste soledad de la protagonista se parece bastante a la toma de conciencia de aquello en que se ha convertido. ¿Qué es lo que separa a perseguidor de perseguido?

Es difícil pensar en una superioridad moral cuando se ha recurrido, por ejemplo, a la tortura. Además, los 40 minutos finales, más allá de demostrar la maestría de Bigelow al generar suspenso con una historia cuyo final uno conoce, se parecen más a una película de terror que a una gesta heroica. El ataque a una casa a oscuras, jugando con los implementos que posibilitan la visión nocturna de los atacantes, nos vuelve a poner en el incómodo lugar de la empatía con quienes son masacrados, indefensos, mientras duermen. Los únicos obstáculos que tienen los comandos que llevan adelante la acción son los de su propia impericia y falta de inteligencia. No hay prácticamente resistencia; sugestivamente, no existe un cordón armado en lo que sería el bunker del terrorista más buscado del planeta. En la penumbra de la noche, en un momento que dialoga posiblemente más con Cuando cae la oscuridad (1987) que con cualquier otra película de esta directora, los pretendidos héroes matan a mujeres y niños. Y cuando por fin se da con El Dorado, cuando al fin parece que se ha llegado a la meta, todo sucede de manera mecánica, abrupta, mucho menos estridente o relevante de lo que se podría haber esperado. Queda incluso flotando la incertidumbre en torno a la identidad de ese cadáver, escogido quizás, entre tantos otros, más por la necesidad de justificar otra masacre que por la dudosa intención de “hacer justicia”.

La noche más oscura puede ser cualquier cosa menos lineal o propagandística. Las alusiones a una pretendida bajada de línea se quedan en una lectura parcial y acotada de sus 157 minutos. Con el músculo y el suspenso que ha caracterizado toda la obra de Bigelow, con una apuesta al realismo que suma capas y potencia la incomodidad, tras la visión de la película quedamos solos –como Maya– intentando recapitular y poner en contexto lo vivido. Siempre es más fácil en estas instancias encontrar monstruos externos que nos justifiquen, apacigüen nuestras culpas y mitiguen nuestras dudas. Pero ya sabemos que la buena de Kathryn no es afecta a este tipo de mariconadas.

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