Invictus
Estados Unidos, 2009, 133’
Dirección: Clint Eastwood
Producción: Clint Eastwood, Robert Lorenz, Lori McCreary, Mace Neufeld
Guión: Anthony Peckham basado en el libro de John Carlin
Fotografía: Tom Stern
Montaje: Joel Cox, Gary D. Roach
Diseño de producción: James J. Murakami
Música: Kyle Eastwood, Michael Stevens
Intérpretes: Morgan Freeman, Matt Damon, Tony Kgoroge, Patrick Mofokeng, Matt Stern, Julian Lewis Jones, Adjoa Andoh, Marguerite Wheatley, Leleti Khumalo, Patrick Lyster, Penny Downie, Sibongile Nojila.
Reconciliaciones
Por Javier Porta Fouz
En su ambicioso, atípico y desafiante libro El insomnio de Bolívar (ver EA 211), Jorge Volpi dice, sobre el momento futuro en que finalmente cambie el régimen cubano: “Si los cubanos de dentro y fuera son lo suficientemente generosos e inteligentes, tal vez logren articular un entendimiento que apacigüe el rencor e impulse una reconciliación acelerada, pero aún así habrá muchas cuentas que saldar y mucha historia que será necesario contar de nuevo. Pero no pasará mucho tiempo antes de que volvamos la vista atrás y comprobemos, con fascinación y cierta dosis de amargura, cómo Cuba también acabó por convertirse en un país normal”. Podríamos remplazar “si los cubanos de dentro y fuera” por “si los peronistas y los antiperonistas” y hablar de la Argentina. Pero el viejo Clint Eastwood no hizo una película sobre este país del cono sur americano sino sobre un país del cono sur africano, así que cambiemos “si los cubanos de dentro y fuera” por “si los blancos y los negros”, y el fragmento de Volpi podría entonces aplicarse a la Sudáfrica vista según Eastwood, Mandela y John Carlin (el autor de Playing the Enemy, libro aquí conocido como El factor humano y en el que se basa Invictus).
Según Carlin, Nelson Mandela pensaba que Sudáfrica, en los noventa, necesitaba esa reconciliación acelerada. No al olvido pero sí al perdón. No a la negación del conflicto pero sí a su enfoque inteligente. No a la negación de las diferencias pero también no a que esas diferencias impidieran la construcción de una nueva nación. No a la negación de lo vivido, no a la mentira histórica, pero sí al esfuerzo para apaciguar el rencor y asegurar las condiciones de paz mínimas para proyectar un horizonte común. Carlin quiso contar la estrategia general y las tácticas particulares de Mandela para anular el peligro de una guerra civil y para empezar a construir un nuevo país: la nación arco iris (la “Rainbow Nation”, el término es del arzobispo Desmond Tutu). Al contar eso, o para contar eso, con el foco central puesto en la osada e inteligentísima utilización política del rugby y la copa mundial de 1995 por parte de Mandela, Carlin contó muchas historias, de mucha gente, entre otros del ministro de Justicia y Prisiones Kobie Coetsee, del abogado Anton Lubowski y de muchos políticos, represores y activistas, blancos, negros y mestizos (Chester Williams, el “negro” del equipo de rugby, no era negro sino mestizo, según la clasificación racial del apartheid). Estaba claro que –si no se quería hacer una miniserie gigantesca– la adaptación al cine de esta historia tenía que simplificar, quitar, podar. Sin embargo, estaba claro que –a diferencia de lo que ocurre con otro brillante libro sobre transiciones sociales y con un enfoque muy enriquecedor sobre política, Anatomía de un instante, de Javier Cercas– en Playing the Enemy había una historia filmable. Una historia con enormes riesgos: riesgos de incomprensibilidad, riesgos de inverosimilitud (uno de los grandes aportes prácticos de la película es acercarle esta historia a quienes no la conocen para que puedan comprobar su ocurrencia histórica), riesgos derivados de abarcar demasiado. Eastwood necesitaba comprimir, limar, escribir cinematográficamente con mano segura, para, como dice Vieytes en su excelente columna de la página 7, “tender hacia esa misma tersura narrativa antiespasmódica (la de John Ford) que es todo un anacronismo”.
Entonces, ¿cómo hace Eastwood una película de especial tersura narrativa en la que se impone contar un proceso político, social y deportivo extraordinario con extraordinaria condensación? En parte, con recursos clásicos, como el de contar frecuentemente algo más que lo que se cuenta en primer plano. Van tres ejemplos:
1. En su primer día de trabajo como presidente, Mandela se levanta tempranísimo (una costumbre bien arraigada en su difícilmente perturbable disciplina) y se está por afeitar: lo que vemos en el rostro de Morgan Freeman es el peso de la responsabilidad que le espera, y también vemos que la mitad de ese rostro es blanco porque está lleno de crema de afeitar. La dualidad blanco-negro y su convivencia en un sólo rostro –el del negro símbolo de los negros– están ahí, pero Eastwood no lo subraya, como sí hacen los directores limitados, los que cuentan sólo una cosa a la vez y con énfasis ensordecedor. Dos ejemplos recientes de esta clase de cineasta vendehumo y con severas limitaciones: Rob Marshall, cuya Nine es una de las más crueles vejaciones al cine, a Fellini, a las mujeres y al musical; o Marc Webb, cuya 500 días con ella dice y vuelve a decir siempre lo mismo y nada más, aunque lo desordena temporalmente para que –con un sistema que también usa Guillermo Arriaga– perdamos tiempo reordenando y tardemos dos o tres minutos más en darnos cuenta de que todo es de una banalidad aplastante. En esas dos películas, las imágenes siempre dicen una sola cosa, y son películas que siempre parecen estar reconcentradas sobre el centro de la pantalla, cerradas, sin darle importancia a los costados, al fuera de campo, a lo no mostrado, a las relaciones con el resto del relato; son películas nunca abiertas, cerradas por la incapacidad de visión de sus responsables. Pero volvamos a Invictus, a Eastwood y al momento de Mandela-Freeman (nada más justo que un actor cuyo apellido significa “hombre libre” para interpretar a Mandela) frente al espejo. Como Delon en el principio de El samurai de Jean-Pierre Melville, Mandela freeman se mira a los ojos, sabe que debe enfrentarse a su destino, y al mirarse a los ojos sabe –al igual que el Jef Costello de Delon-Melville– que está preparado. (Comparar con el nada preparado, nada sólido Will de Hugh Grant en el principio de la encantadora About a Boy, a quien en la secuencia inicial jamás vemos hacer contacto ocular con el Will del espejo.)
2. Casa de los Pienaar, televisor prendido. Se ven imágenes de una visita de Mandela a un país del Lejano Oriente. Se escucha, además, que Mandela ha decidido donar parte de su sueldo para beneficencia. El padre de François Pienaar ha dicho socarronamente que la próxima noticia debería ser que finalmente Mandela está en Sudáfrica para encargarse de los problemas del país. En medio de las menciones a Mandela, de las noticias sobre Mandela, de Mandela en imágenes, de Mandela donando parte de su sueldo, suena el teléfono. Llaman a François, el capitán de los Springboks (la selección sudafricana de rugby), para que vaya a tomar el té con el presidente. Su padre le pregunta si se trata del presidente de la asociación de rugby. Francois, atónito, dice, “con el presidente”, y señala la televisión. Mandela es, entonces, omnipresente. El presidente que se encarga de todo, y de todo al mismo tiempo: alguien que sabe que no le queda toda la vida por delante y que piensa en su legado. Esa necesidad de hacer las cosas antes de que sea demasiado tarde pero conservando la calma y los modales son comparables a la actitud de Eastwood, que cumplirá los ochenta este año y que no para de hacer películas y de legar películas-testamento (su próximo proyecto se llama Hereafter, o sea “el más allá”). Gran Torino era un gran manifiesto no menos sacrificial que cascarrabias a favor de la justicia y de la convivencia pacíficas, y mostraba la conversión del personaje de Walt Kowalski (Eastwood en su último papel como actor hasta la fecha), que pasaba de ser un viejo recalcitrante con todos los prejuicios raciales posibles a una suerte de tío-padre-mentor sustituto de una familia asiática. En los cambios de Walt Kowalski pueden verse concentrados algunos cambios acaecidos en el Eastwood que, décadas atras, como actor y director, podía apostar a la violencia como medio para terminar con la violencia (su imprescindible Los imperdonables era muy clara en ese sentido), pero que ahora ha devenido en este Eastwood que muestra el sacrificio de Walt Kowalski para terminar con el ciclo de la violencia, o a este Mandela que decide dejar de lado cualquier idea de revancha (por justa que pudiera ser) y apostar por sorprender a los afrikaaners para lograr un objetivo mayor: la reconciliación acelerada de una nación.
3. El travelling y la grúa del inicio de la película, que van desde el prolijo campo de rugby en el que entrenan adolescentes blancos hasta la destartalada cancha de fútbol en la que juegan niños negros. Esos dos espacios quedan conectados no sólo por el movimiento de la cámara sino también por el movimiento del auto en el que viaja, recién liberado, Mandela; así, el líder es ubicado desde el principio por Eastwood en el medio de las razas, ambas en sus encierros detrás de rejas o alambrados. El coche y su comitiva en movimiento representan el cambio, los movimientos que se avecinan ante la desconfianza pesimista de los blancos, encarnada en el entrenador que les dice a sus dirigidos que recuerden ese día porque ese día su país se fue a los caños, y ante la euforia de los negros, encarnada en los chicos que vitorean el paso del coche que lleva a su líder.
Quienes objetan Invictus por ingenua o por demasiado optimista no toman en cuenta que Invictus es una película ejemplar, no un documento sobre la explotación racial sudafricana o sobre cómo la pobreza no se terminó con el fin del apartheid. De cualquier manera, las condiciones de pobreza de los negros están a la vista y jamás la película insinúa que los festejos deportivos les garanticen alguna mejora económica. Mandela quiere comenzar a hacer un país a partir de un equipo de rugby, quiere concentrar en ese equipo los deseos de triunfo de una nación, y quiere que ese triunfo no termine sugiriendo ninguna supremacía. Quiere ligar, en el recuerdo del espectador, el plano de la mano negra y la mano blanca levantando la copa con el plano de Mandela con la mitad de la cara blanca en el espejo. Ese plano tan criticado de la copa y las manos es, como pasa con los cineastas que saben hacer cine clásico, un punto de llegada, o más bien un punto del entramado, y no una mera ilustración ingenua hecha a las apuradas. Ese plano está, como suele suceder en las películas cohesionadas, íntegras, relacionado con el todo; es un nudo más en una red. Eastwood hizo, cabalmente, una película política que será despreciada por los cínicos, o por aquellos que ven la política con categorías rígidas y reaccionan, ofendidos, según sus estrechas visiones. Mandela pergeñó, e Eastwood filmó no un mero cálculo político sino –como se dice en la película– un “cálculo humano” en pos de un mundo más civilizado. “No sé qué opinará usted, pero a mí me parece que un país civilizado es aquel en que uno no tiene necesidad de perder el tiempo con la política.”, decía el historiador Miquel Aguirre, citado por Javier Cercas en Soldados de Salamina. Civilizada entonces, clásica y tersa, Invictus transcurre con la fluidez y la aparente sencillez de las películas hechas con la seguridad de quienes dominan su modo de expresión y, como gran película testamentaria, deja momentos y detalles que seguiremos recordando en el futuro. Cada uno tendrá los suyos, algunos de los míos son: 1. El gran trabajo de Matt Damon, cuyo François Pienaar cambia progresivamente su disposición, su actitud: hay un miedo muscular en Pienaar al principio, que va mutando en una extraordinaria y perceptible confianza física y mental, lograda gracias al cálculo político y deportivo de Mandela (ese nombrado “cálculo humano”, su síntesis superadora). 2. El breve momento en el que la mucama de la familia Pienaar recorta el diario. 3. El discurso de Mandela en el Consejo de Deportes. 4. Los scrums. En los partidos de rugby de la película –cargados de emoción deportiva y solidarios con el entramado del planteo mayor de Invictus–, los Springboks, entrelazados y clavados en el pasto en el scrum, no quieren retroceder porque empujan no sólo hacia el triunfo deportivo sino hacia el futuro. 5. Las entradas de Mandela al estadio. 6. Los tackles. Con cada tackle y cada nuevo tackle al neocelandés Lomu, Eastwood hace reverberar la historia entendida como esfuerzo colectivo. Y cada uno de estos momentos no se puede recordar aislado, sino en la memoria global de una película solidaria en sus elementos, generosa en su propuesta, realizada por un cineasta cuyo mejor perfil, el que se proyecta hacia la posteridad, es el de un artista sabio y discreto.
Crítica publicada en El Amante número 213