Guardianes de la galaxia

Lo que se perdió Antoine Doinel
Por Leonardo M. D’Espósito

A favor

Me pregunto si es necesario seguir hablando de la mezcla de géneros. Me da la impresión de que no hay, ya, ningún plan al respecto, que la mayoría de los cineastas (especialmente los más artesanales)  lo hacen por defecto, por reflejo, porque el cine es eso. Los relatos se han liberado de sus formas específicas y el cine posmoderno se caracteriza porque se hace con pedazos de cine pasado, como pequeños collages. Los personajes del cine de gran entretenimiento siempre fueron arquetípicos, pero en los tiempos clásicos cada film narraba su origen y su desarrollo hasta que se transformaba, efectivamente en un arquetipo. No es nada del otro mundo, es la manera en que se crean los mitos y el cine, dijo alguna vez Cabrera Infante, es el creador de los mitos del siglo. Esto explica bastante bien qué anda pasando con el estante blockbuster del cine, más allá de que hay otra contingencia y es la necesidad de conseguir el público más amplio posible y, por lo tanto, incluir la mayor cantidad de elementos dentro de una trama. El problema básico es que no se puede integrar todo a todo. Paradójicamente, la sobreabundancia de elementos en estas películas las vuelve tan homogéneas que sus bondades pasan por el cálculo de efectividad y no por su acierto estético y emocional. Que la enorme mayoría de los blockbusters de este año cayeran en esta homogeneización es un síntoma claro. Sucedió ahora como pudo haber sucedido un año antes o después: todas las películas de superhéroes se parecen, todas las películas de animación se parecen, todas las películas de fantasía y acción y aventuras se parecen. Ha sido una cosecha frustrante. Probablemente en 2015 esto cambie respecto de 2014 pero temo que no será más que un espejismo y que alternaremos -como también pasa en el otro extremo, el cine “de arte”, y disculpen que use esta categoría en pos de la síntesis- años mejores y años peores, películas mejores y películas peores. El problema, estoy totalmente seguro, es que por muy buenas que sean, pocas serán memorables.

 

Es un cine pop. El cine pop crea artefactos de consumo rápido, shocks insulínicos para almas diabéticas, y está bien. El pop, en la música, ha logrado una democratización absoluta del sonido: podemos hacer canciones con la elaboración del ruido del lavarropas, no ya solo con el artificio sónico producto de un instrumento pitagórico. Un relincho, una máquina, un grito pueden transformarse en notas nobles, en ritmos perfectos y crear una armonía nueva. La música tiene algo que no tiene el cine y es que es mucho más pura: nosotros no accedemos a un símil de otra cosa cuando escuchamos una canción sino a la canción misma. En cambio, cuando vemos un fotograma, esa imagen registra o menta otra cosa, la cosa registrada o reproducida, representada. El cine pop, de todos modos, se ha moldeado desde la música y ha aprendido a tomar esos elementos que no parecían destinados al relato en imágenes como materia prima. Recicla en el mismo sentido que la música pop pero no genera cosas nuevas. El cine carga -y seguramente cargará siempre- con el estigma de su propio mito de origen, el de la reproducción total de la realidad, el del final definitivo de la búsqueda del tiempo perdido. El de vencer a la muerte, pues, pero eso implica remontar la marea del tiempo. El pop -el cine pop, la música pop, la literatura pop- tienen en sí ese germen reaccionario de querer revertir la marea del tiempo. De allí que siempre sea -o parezca- joven.

 

La Nouvelle Vague fue, en este sentido, el movimiento cinematográfico más reaccionario de la historia. Por un lado, quería revertir la pérdida de tiempo que implicó el ninguneo sistemático -y político- del Gran Hollywood por parte de los guardianes de la corrección cultural (con una manito, antes, de los nazis). Pero por otro lado, negó la infancia: no hay niños en la Nouvelle Vague sino que incluso sus momentos más cómicos (pienso en el jugueteo sardónico de Godard en Una mujer es una mujer) son de una adultez mortuoria. Tanto querían llegar al cine del futuro que negaron que había una infancia, y si algún rasgo vuelve imposible al Antoine Doinel de Los 400 golpes es que tenga doce o trece años. Truffaut lo muestra como la negación de la infancia y lo mismo había hecho en Les Mistons. Los jóvenes a los que Rivette daba la posesión de París parecían no haber sido niños jamás. Sí, es cierto, ese renegar de aquellos jóvenes bastante furiosos tenía un sentido. Pero el cine que hicieron después es amargo por esa negación total de la alegría de vivir y jugar que la infancia siempre implicó. Pienso que Daney era un producto de aquello, eso de que se sentía afortunmado por haberse salteado el jardín de infantes cinematográfico de los dibujos animados. En realidad una pena, pobre Daney. Pobres los pibes de Truffaut que tenían prohibidos los films de Disney -pero tenían permitidas las películas de Hitchcock-; pobre Rohmer, que hizo sus mejores películas cuando redescubrió la adolescencia de modo vicario. En fin, Chabrol y Godard se volvieron patéticos, uno en su cruzada aburrida contra los aburridos burgueses y el otro, en su dedolevantadismo seudo intelectual boutadeoso contra lo que le molesta ligeramente. “¿Por qué Israel? Porque Palestina”. Godard descubrió el pop, lo ejerció (¡con los Stones!) y después lo amonestó sin alegría.

 

Porque mi objetivo es otro: mi objetivo es decirles que deberían ir a ver Guardianes de la Galaxia y pensar que es la película que jamás pudo hacer la Nouvelle Vague. No solo eso, sino que si tiene éxito seguramente sea porque es un film sobre la infancia y lo que perdimos cuando la abandonamos. Su primera secuencia recuerda a otra gran película sobre el final de la infancia, Super 8, con otra madre que muere, esta vez no fuera de campo. Lo que le sucede a Peter Quill es que el mundo de la fantasía, la galaxia muy muy lejana, se hace cargo de su vida, no así de su crecimiento. Peter Quill es Star-Lord, un personaje que se crea él mismo. Vive rodeado de juguetes y atado a una casete que contiene las canciones favoritas de mamá. Los cinco Guardianes de la Galaxia son chicos abandonados o gente que ha perdido a quienes amó, a sus únicos lazos con el mundo real, a padres, hijos y congéneres. Son únicos y eso, ser únicos y solos, es lo que tienen en común. Los salva jugar a ese poliladron hipertrófico que es recorrer el universo donde todo es posible, desde la mayor de las hazañas hasta la peor de las villanías. Paradójicamente, ese universo es un hogar sólido y seguro que se adapta a sus constantes deseos de juego: viven en el Nunca Jamás posible después de Star Wars, y la fealdad tierna y colorinche de naves y ciudades y cielos es tan elemental como la trama de cuatro colores de la revista de historietas más barata y querible, de ese fetiche del que uno se aferra para que el tiempo feliz no pase. Por eso, además, Guardianes… no es un film nostálgico aunque gran parte de su poder emotivo resida en la nostalgia que podemos sentir nosotros. Los dos personajes clave que permiten comprender todo son Rocket, el mapache, y Groot, el hombre árbol con ojos tiernodisney y pegada de Muhammad Alí. Estos dos personajes cartoonescos son necesarios porque Peter Quill sigue siendo un chico de diez años: en realidad, Rocket y Groot son Rocky y Bullwinkle.

 

James Gunn, el director, tiene un pasado lúdico como hombre de Troma, como hacedor de películas de bajo presupuesto, como burlador del superhéroe. Películas como Super o The Specials (la primera la dirigió, la segunda la escribió) son cosas bastante informes y cínicas, como si Godard decidiera reírse con superioridad del superhéroe. Esta no y probablemente sea porque lo único que molestaba a Gunn entonces era que lo obligaban a jugar al Lego con pedacitos de cartón y esa bronca se traducía en películas feas. Aquí es libre para hacer lo que desee y Gunn es un posmoderno de segunda o tercera generación. Fue chico en los años ochenta (como J.J. Abrams) y todavía era muy joven cuando Tarantino comenzó a hacerle justicia a Godard retomando el juego y recuperando su emoción, curando el cinismo y rebanando el dedo señalador del maestro ciruela. Si De Palma y Spielberg y Scorsese, que formaron a Tarantino, aprendieron de la Nouvelle Vague cómo reutilizar Hollywood, la gneración Tarantino encontró cómo redorar el amor por los personajes en sus costados más triviales. Y aquella a la que pertenece Gunn, a sacarse de encima el pesado fardo de la tradición cinematográfica, olvidar la corrección académica y dedicarse, como si el cine pudiera volver a fundarse, a disfrutar de hacer películas.

 

Claro que Guardianes…, desde el rimbombante nombre del super (mini) grupo, juega a la desmesura. Pero la palabra clave es “juega”: la idea de cómo podemos salvarnos de peligros sin cuento divirtiéndonos, sonriendo o directamente riendo. El gag de la pierna ortopédica no es una nota al pie sino un programa estético: ¿por qué no hacerlo si nos divierte? Es cierto que este programa caótico tiene sus contras: uno no termina de entender si Drax, el tipo al que le mataron a la mujer y la hija, realmente tiene tanto dolor (en un momento clave de la película, el muy nabo comete una idiotez por emborracharse en un bar de strippers intergaláctico). O no aparece tan intenso el dolor de Gamora como sí aparece el de Rocket. La trama a veces no va a ninguna parte, pero en eso se parece -más que “se parece”- al cuento que uno podía contar cuando jugaba con autitos y Rasti y muñecos de Star Wars (o del Jack, para el desproporcionado caso) en esas meriendas de la tarde que, como sabía Nanni Moretti “non tornerano piú”. Y como esos juegos con amigos en tardes de merienda, este film está hecho con pedazos de otras películas aunque no por fórmula ni por programa ni por (mera) necesidad comercial: lo asombroso de Guardianes… es que esa forma cuaja perfectamente con sus criaturas, que es la única forma posible. Y que, como sucedía con aquelllos juegos, también culminan con un ad-hoc de todos los amigos juntos venciendo al Mal en estado puro. Y rápido que se enfría la leche.

 

Un cine que recupera el gesto pop, comprende el reciclaje, se ríe de sí mismo y, al mismo tiempo, recupera la emoción detrás del juego estético es un cine bueno y buen cine. Si la Nouvelle Vague era -perdón- deconstructiva, este cine es reconstructivo. Si el blockbuster se vuelve una aplanadora de formas, este film al menos agarra la aplanadora y la grafitea con colores flúo (y usa sus pesados rodillos para hacer licuado de tutti ftutti). Guardianes de la Galaxia es la respuesta a la pregunta de por qué nos quedábamos mirando cómo jugaba al Galaga un tipo que no perdía nunca: porque queríamos que siguiera, queríamos explorar, queríamos saber dónde nos llevaba el juego. Y porque, también y seguro, queríamos que ese pibe, eximio en rayos láser, fuera nuestro amigo y jugara con nosotros. Antoine Doinel pudo haber sido Star-Lord, pero se lo llevó un celular de la police y no una nave de piratas espaciales. Son cosas que pasan.

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