Festival de Mar del Plata 2013 nota 7

Comedia del camino

 

Leonardo M. D’Espósito

 

Me quedó colgada una película que vi de la competencia, Ivy Maraey-Tierra sin mal. Además de tener ese título, el film es boliviano, de Juan Carlos Valdivia. Y narra la historia de un cineasta boliviano que vive en el extranjero, es “blanco” y viaja por ese país a buscar lo que pueda haber quedado de una tribu guaraní con taparrabos en la frontera con Paraguay. El viaje lo hace con un guaraní que le sirve de intérprete y lo verduguea tupido. Mientras tanto, recorren montañas, bosques y pueblos perdidos en busca de ese film que el hombre, cada vez menos, quiere filmar. El lector entrenado en la pantalla grande, en las películas latinoamericanas, en la metáfora social grosera, creerá adivinar un bodoque infumable, el mismo que este escriba temía al entrar en la sala. Pero tuve suerte: la película es linda de ver, y aunque cae en jueguitos aleccionadores o alegóricos (la película es en realidad un flashback; este hombre tiene la costumbre de escribir con pluma sus impresiones y luego recortarlas y armar ovillos con las tiras de papel, andá a saber; en algún momento clava previsiblemente la pluma en un árbol, etcétera), lo que prima es la relación entre los personajes, alrededor de los cuales se teje una red de racismos y rechazos que los incluye y los supera.

Uno puede decir, también, que el tema de la película es el racismo y yo compro eso. Salvo que si el único tema de la película fuera el racismo, el film no importaría nada: un aula y una ley son más efectivas contra el racismo que una película. Las películas son el hogar de lo extraordinario, y eso es lo que buscamos: la fe de que lo imposiuble está al alcance de la mano. Pues bien, aquí eso sucede. El viaje por esa Bolivia que desconocemos es placentero, lleno de aventuras, gracioso en el sentido más amplio del término. Y lo más sabroso en el comentario social es lateral. Por ejemplo: el guía guaraní llama “esos de nariz de loro y poncho colorado” a los kolla; ironiza sobre que haya un “originario” en el Gobierno -la crítica a Evo Morales existe y es sutil, esa sutileza la vuelve inteligente-; se ríe del hecho de que ese “ikari” (blanco) se encuentre en inferioridad de condiciones ante los indígenas. También muestra, en una secuencia que incluye una fiesta nocturna, cómo el contraste entre indígenas y blancos es un conflicto permanente, que elude cualquier voluntarismo.

Hay dos momentos que hacen de la película algo más interesante de lo que podría haber sido. Uno de ellos ocurre cuando el guaraní descubre que el “blanco” habla también guaraní perfectamente y pone en evidencia al otro. El tema pasa del racismo al poder, al uso y abuso del poder de quienes detentan las reglas de un lenguaje. Es más, si vamos un poco más al fondo de la cuestión, creo que el auténtico tema de la película es para qué sirve el lenguaje, de dónde viene, para qué lo usamos y hasta dónde llega su poder. Los textos en off, dispuestos sobre fondo negro como marcando capítulos, tanto en español como en guaraní y que mentan mitos, no son otra cosa más que algo universal que está allí mientras en el film se desarrolla una road movie agradable pero algo prosaica.

El otro momento es aquel donde, finalmente, el blanco parece haber encontrado a aquellos primitivos que buscaba, para descubrir luego que se trata de extras en una película. Ahí el film hace algo que, creo, no es premeditado y que sí es la verdadera dimensión crítica. Uno puede tomar el relato como una glorificación de la Bolivia de Evo, donde los indios tienen el poder. Sin embargo, esa concepción está puesta en duda secuencia a secuencia. Finalmente, queda claro que, si bien hay algo atávico y tradicional que existe y funciona (hay una cura chamánica cerca del final y la integración del “blanco” a una comunidad mayor, no ya indígena sino universal en el reconocimiento del otro), solo el cine puede traer de vuelta el tiempo perdido -el punto de partida es un viejo material documental tomado por un sueco un siglo atrás. El mundo sigue un camino y el tiempo es inexorable; la realidad es obstinada y los oprimidos de ayer, al ejercer el poder, se comportan o pueden comportarse también como los opresores. Las palabras son relativas y las imágenes, finalmente, lo único que cuenta. Cuando hay más de un personaje en escena, la película carece de énfasis y se aboca a un registro bien cotidiano, lo que no hace más que poner de relieve esos temas. Da la impresión de que Valdivia tuvo la impresión de que todo esto pasaba con su película pero que decidió priorizar otra cosa (de allí que lo enfático moleste). Pero hizo tan humanos a sus personajes que los verdaderos temas, los universales, los que no dependen de Bolivia o Tombuctú, surgen para seguir acicateando cuando salimos. Y la belleza ayuda a forjar memoria. Quedé sorprendido de que hubiera tanto para pensar de esta comedia del camino.

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