El gran simulador

Mentira
Por Josefina García Pullés

“He venido a engañarlos una vez más”, dice René Lavand, protagonista del cuarto –y grandioso– documental de Néstor Frenkel. Y es casi como si el propio director nos lo estuviera diciendo. Porque claro que en esta película Frenkel nos engaña, si presenta al mago Lavand como un superhéroe sin debilidad; si nos muestra a un personaje pulcro, sin errores, fallas o dobleces. Pero ese “engaño” (o punto de vista) es lo mejor de esta película. Porque este director no peca de idolatría: simplemente se ha enamorado de su personaje y no hace más que contarnos la pasión que tiene por él, convenciéndonos de que no hay más que alabanzas y tronos para ofrecerle. Y eso que es un engaño, o es un punto de vista, es la verdad para Frenkel. Y eso es lo que viene a decirnos este director: que su ficción es verdad. Como Lavand, que es mago y que hace lo mismo, nos dice que la mentira es cierta. Y lo es, porque ambos (cineasta e ilusionista) cuentan historias y hacen que acontezcan frente a nuestros ojos.

René Lavand –o Héctor René Lavandera– es el famoso mago manco (perdió una mano, de chico, en un accidente), el ilusionista argentino que trabaja con una sola mano y es conocido en el mundo, ese que estuvo en televisión con Johnny Carson y con Ed Sullivan, ese cuyas apariciones se tradujeron al francés y al chino. Ese mago viene aquí a contarnos –a través de Frenkel– una historia multiplicada: la suya y todas esas otras que contó mientras hacía sus trucos (que también son historias). Porque uno de los rasgos característicos del trabajo de Lavand es el de contar cuentos o recitar poesías mientras hace sus trucos. Ahí está, entonces, la multiplicación de historias en ese ilusionista que se mira en un espejo que lo refleja infinitas veces mientras se habla y nos habla, mientras nos cuenta. René camina, maneja, insulta, almuerza, hace magia, se emociona y se ríe, y nos hace reír y nos hace emocionar. Lavand es un gran personaje, y Frenkel es el director que sabe encontrarlo y hacerlo explotar en infinitas líneas narrativas. Esta película es un enjambre de ellas, sostenido por materiales de archivo, testimonios y un director que puede reunirlos con la vida cotidiana de René.

Principalmente en Construcción de una ciudad y en Amateur, Frenkel demostró que sabe manejar la comedia en sus documentales. En su nueva película hay algo de eso pero teñido de la oscuridad más propia del gótico. Porque El gran simulador es una película gótica: ahí está el espectro de esa mano perdida (y las historias de cómo se perdió esa mano) que, frenada en un viaje entre países o colgada de una puerta cerrada, vuelve en busca de su dueño. Ahí está el ilusionista de brazo postizo, viviendo en el bosque; ahí están las apariencias que engañan, un amigo que escribe sobre el azar, la identidad multiplicada en infinidad de espejos, un salón de magia montado en un vagón de tren y un aprendiz que lleva al maestro tatuado en el cuerpo. Ahí está lo sublime de la película, encarnado en esa mezcla de fascinación y espanto que despiertan los magos, en esa atracción y aversión que generan sus trucos. Y ahí está Néstor Frenkel, que abre una caja de historias y nos las cuenta magistralmente, haciendo que sean verdad.

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