La cuarta película de Enrique Piñeyro lleva a un extremo la idea del cine como herramienta, algo que choca a la sensibilidad de los cinéfilos de corte más purista. Para la cultura cinéfila, las obras son sagradas. Deben ser cerradas en sí mismas, terminadas y expuestas a la consideración pública, listas para ser evaluadas y puestas dentro de un marco de relaciones. Para ese tipo de sensibilidad, cualquier validación externa al cine mismo, cualquier finalidad que el director elija que no sea puramente relacionada con el cine es señal de impureza. Como si más de un siglo de vida no le diera al cine la madurez suficiente y siguiera con la misma inseguridad de sus inicios, todo lo que se salga de la puesta en escena y refiera a algo exterior es visto con suspicacia. Ya sea la legitimación dada por el prestigio del teatro, las novelas, la pintura holandesa del siglo XVII o una causa justa, cualquier valor adquirido fuera de su ámbito específico es mirado con sospecha, como si atentara contra la dignidad del cine.
Piñeyro hizo una película para poner en libertad a Fernando Carrera, injustamente encarcelado y condenado a treinta años de prisión. Antes que una buena película, es una película buena, con un objetivo ético irreprochable. Existen grandes pinturas pensadas para denunciar atrocidades; el fotoperiodismo se basa tanto en sus reglas estéticas internas como en los temas que retrata; las novelas sociales son un género perfectamente validado; pero para la cinefilia, una película que se piensa no como un fin en sí mismo, sino como un camino para lograr otra cosa, carece de título nobiliario. Bob Dylan escribió una canción sobre el boxeador Hurricane Carter en una situación similar a la de Carrera y nadie pensó que no estaba a la altura de su obra porque su finalidad estaba más allá del arte.
Como El rati horror show no está pensada únicamente en función artística no estará terminada salvo cuando cumpla con su cometido. Su presentación ante el Bafici tenía una forma distinta a la que finalmente se exhibió en el festival que, a su vez, era diferente a la que se mostró en la privada de prensa que finalmente quizás no sea la «definitiva» con que llegará a las salas comerciales. No se trata solamente de cambios estéticos (como una apertura a cargo de Cecilia Rosetto vista en el Bafici que no funcionaba y fue eliminada) sino, esencialmente, de elementos nuevos que iban apareciendo en el transcurso del tiempo y que ayudaban a la reconsideración del caso y a una eventual liberación de Carrera. A pesar de la relativa brevedad del tiempo transcurrido entre las distintas versiones y gracias a la pasión tecnológica de Enrique Piñeyro, la película tiene señales de sus distintas etapas. La premiere mundial de la película se produjo durante el Bafici, en abril de 2010. En la versión que llega a las salas comerciales, aparece en una de las escenas un iPad, un dispositivo informático de Apple que no se había distribuido en la época del festival de Buenos Aires: a pequeña escala, un anacronismo respecto de la fecha oficial de estreno. Cada novedad que aparecía en el juicio, cada nuevo testigo, cada dato relevante, tenía que ser –y era– incorporado a una película que se convertía así en un work in progress permanente. Da la impresión de que si apareciera algo importante relativo a la suerte de Fernando Carrera luego de que Piñeyro entregue las copias para el estreno, el director asistirá personalmente a cada función para contarles personalmente a los espectadores sobre las novedades.
Ahora bien, que Piñeyro tenga todo el derecho del mundo a utilizar el cine como un medio para alertar a la sociedad sobre un inocente encarcelado no significa que haya hecho una buena película. Es decir, que sea una película buena no implica necesariamente que sea una buena película. En realidad, lo que hace es convertir esa idea de que la crítica debe distinguir películas buenas de malas (y buenas de obras maestras) en una tontería sin remedio o, por lo menos, revela a ese ejercicio de la crítica como una actividad menor, similar a la del taxónomo, que distingue cada variedad de insectos de acuerdo con un patrón de caracteres codificados. Las películas deberían disparar una serie de conversaciones. La calidad de esas conversaciones es lo que le da valor a la obra. En ese sentido, El rati horror show abre un mundo ante nuestros ojos y nuestro entendimiento. Nos enteramos de la suerte de Fernando Carrera pero, también, cómo han participado de ella el mero azar junto con el funcionamiento deficitario de varias instancias del Estado y el maltrecho ejercicio del periodismo. Pocas películas dan tanta tela para cortar como ésta.
Para decirle al mundo lo que éste tiene que escuchar, Piñeyro recurre a una gama notable de recursos, a menudo tecnológicos de ultimísima punta, pero también a otros legendarios y clásicos, como el carisma personal. Piñeyro le pone el cuerpo a la película con su canchera displicencia y su pasión por la precisión. Lejos de ser un recurso elegido puramente por una pulsión narcisista se trata, también, de un elemento más de la película, un elemento que lo enmarca dentro de una tradición, la del cine clásico norteamericano. Es el héroe solitario de los westerns pero, siguiendo esa veta liberal y republicana, también es Henry Fonda, con su prédica garantista, convenciendo uno a uno a los otros once jurados de que se está cometiendo una injusticia inaceptable.
Lo que Piñeyro desecha es la ambigüedad, algo que a menudo ha sido identificado con la esencia realista del cine. Como en Fuerza Aérea Sociedad Anónima, el director no tiene ningún tipo de dudas acerca de lo que le quiere comunicar al espectador. Que este nivel de certezas esté tradicionalmente asociado con la propaganda y no con el cine no preocupa más que a la gente imbuída de un ánimo clasificatorio. Piñeyro sabe positivamente, más allá de cualquier sombra de duda, que Carrera es inocente. Es por eso que hace la película. No recurre al cine porque sea un arte que captura la ambigüa esencia de la realidad, sino por la posibilidad de la llegada masiva y por la extraordinaria fuerza retórica que ofrece. Así como hay cosas que sólo se pueden mencionar temblando, hay otras que sólo se pueden decir de frente, con claridad, a los gritos. Ésta es una de ellas: libertad a Fernando Carrera. Gustavo Noriega