Winter Sleep, de Nuri Bilge Ceylan
La chambre bleue, de Mathieu Amalric
FLA, de Djinn Carrénard
Los grandes festivales de cine son como el ejército: dejan en claro desde el comienzo que la democracia allí no funciona. Todo responde a un orden jerárquico, y los generales son los que están más cerca del dinero. En el caso de la prensa, esto responde a un código de colores aparentemente naif: el que tiene la credencial rosa anda bastante bien, pero el que tiene rosa con pintitas blancas gana. El que anda con la celeste (un servidor) no se puede quejar y los de amarillo y naranja, bueno, que ni se presenten: pierden por abandono antes de empezar. Lo mismo con las películas, al menos en Cannes: el tamaño define la pertenencia. Para estar en la competencia oficial hay que ser grande y pesado, o tenerla grande en términos financieros: apoyos oficiales, capitales extranjeros (en el caso de países periféricos), peso dramático inconfundible y escenas donde haya o bien muchos extras o bien grandes paisajes. De ahí, bajando la escala, pasamos a las demás secciones, que se presentan paralelamente pero que responden a diferentes escalas: Un certain regard viene en la posición dos tanto económica como estelarmente, digamos que la Quincena de los realizadores viene tercera y la Semana de la crítica, de la cual me toca ser jurado, viene siendo la más modesta, y por eso recibe sobre todo a primeras y segundas películas, antes del gran salto. No olvidemos que esto es un mercado, no deben quedar dudas de cómo vender cada película según su naturaleza.
Hoy me propongo analizar velozmente a tres películas, una por sección (aún no debuté en la Quincena): Winter Sleep, de Nuri Bilge Ceylan, de la Competencia oficial; La habitación azul, de Mathieu Amalric, de Un certain regard; y FLA, de Djinn Carrénard, película de apertura de la Semana de la crítica. Es interesante comparar a las tres en términos de escala, duración e intenciones.
La película de Ceylan es, como prácticamente todas las que produce, una película diseñada para ser premiada. Esto no desmerece sus méritos, que los tiene. Ceylan sabe qué puntos tocar para que su película impacte en el mundo occidental: las contradicciones del país más islámico de Europa, las diferencias de clase que disparan dramas intimistas que hacen ecos mayores en la sociedad turca en general, la antigua temática de la vida agreste y periférica en oposición a la vida un poco más cosmopolita en Estambul. Ceylan es un cineasta versátil, adaptable, no filma de una sola manera. Cuando necesita poner en escena uno de esos largos diálogos filosóficos que tanto le gustan, usa el plano y contraplano sin asco, aplicando el formato anamórfico a un fin donde se luce poco. Si en cambio necesita enfatizar el vasto y hermoso paisaje de Anatolia, la panorámica y hasta pequeños travellings le vienen bien; y si tiene que meter una cámara en mano nerviosa ocasional, no dice que no. Es decir, es un cineasta clásico, que no se apega a un modo de filmar para ser contemporáneo, para sentar una posición clara frente al mundo del cine. Es un narrador de historias, pero el hecho de que sean historias turcas hace que se tome más tiempos, más pausas y una llamativa obsesión por no apelar a elipsis. Eso es lo que se vuelve un tanto pedante y denso en el cine de Ceylan: la determinación de no cortar, de estirar, de «aturquizar» su cine clásico, grande en presupuesto pero pequeño en escala. Winter Sleep es una película bella, bien actuada, con un drama que avanza a paso lento y constante, con ocasionales momento de humor, con madurez narrativa; pero peca de solemnidad en el uso del tiempo, en estancarse en debates intelectuales entre los marginales del pueblo, que no son campesinos sino gente de la cultura, gente de universidad anclada en la estepa. Si en vez de durar tres horas y cuarto la película durara una hora y media, haciendo uso de esa herramienta hermosa llamada elipsis, podría ser una película potente, sólida. Así, es un panfleto alargada y agotador, cuya estrategia de agotar con densidad bien puede hacerle ganar un premio.
FLA, cuyas iniciales significan «faire l´amour» (hacer el amor) también peca de longitud, dos horas cuarenta y cinco. Pero su longitud es de otro tenor, es frenética e impaciente. Es una extensión alzada y guerrillera hecha a puro golpe de digital granulado y mezcla de texturas. No hay un peso, se nota, pero hay garra. ¿Alcanza con la garra? La película, como pasa a veces con el cine joven que peca de urgencia, está muy ansiosa por oponerse al pasado, al cine anterior. Eso es, en un punto, elogiable: el deseo de hacer algo nuevo, algo que represente al hoy, al ahora mismo. Y el ahora mismo, para Carrénard y su pandilla, es mover la cámara, cortar cada dos segundos, no empatar la temperatura color de sus cámaras, no poner las cosas en foco, filmar con cualquier cosa que se tenga a mano. Esa urgencia, llamativamente, no refresca, sino que aturde. Cada dos segundos – literalmente – saltamos del Super 8 al digital, del grano a la imagen plana, todo para contar situaciones que remiten, de alguna manera, a un reality show de MTV afrancesado. Hay mucho rap, mucho slang francés, mucho grito, mucho golpe, sexo fuerte, puteadas, corridas, golpes… suena bien, lo sé, pero eso durante casi tres horas sin bajar un cambio cansa. Y, más allá de su frenesí desaforado y un tanto adolescente, la película no carece de cálculo y en eso recuerda, curiosamente, a las películas de Abdellatif Kechiche (La vida de Adelle). Hay un manejo intencional del peso de las escenas de sexo, por ejemplo, o de los exabruptos que recuerda a lo que Kechiche hace para manejar de algún modo la emoción del público. La diferencia es que Kechiche es gélido, seco y distante donde Carrénard es desaforado, húmedo y pegajoso, pero en el fondo buscan lo mismo por diferentes caminos. FLA está hecha con un presupuesto nimio, y quizás eso generó su selección, tanto como su integración étnica en una Francia que nunca termina de asimilar a África, y su bélico joie de vivre, donde amar es igual a combatir, y combatir, lamentablemente, es gritar durante tres horas.
El tercer caso es el de un tipo que siempre se lució por andar solo por la vida, como andan los que no necesitan pegarse a nadie para tener voz. Mathieu Amalric, con su jeta imposible y su carácter de hierro, casi no parece francés. Tan determinado y osado es que diríamos que corre sangre germánica por sus venas. Después de su debut como director con la extraordinaria Tournée (2009), esa fábula deforme y trasvestida en todos los sentidos posibles, era de esperarse que repitiera un poco esa fórmula. Y no, para nada, todo lo contrario: orden, concisión, precisión quirúrgica, claridad. La chambre bleue es una adaptación concienzuda de Georges Simenon, y está atravesada por los aires del policial clásico de Hollwyood, desde su elección formal – pantalla cuadrada, como en los años 40 -, raptos musicales de orquesta, que enfatizan las tensiones, y todo lo que debe haber: una femme fatale, un presunto culpable, un amor desbordado, una muerte innecesaria. Lo hermoso es que Amalric descompone al policial negro, lo convierte en una sucesión indefinida de detalles que nunca conforman un todo. Un labio mordido, una toalla en la playa, una caja con dulces, en eso se centra la cámara mientras la voz del mismísimo Amalric recompone ese amor prohibido que ya sabemos que termina mal pero es inevitable. La apuesta del actor-director es la opuesta a la de Ceylan, y es casi bressoniana en su modalidad: planos fijos, rigurosos, ojo detallista, elipsis total, corta duración. También es lo opuesto a la película de Carrénard: toda emoción y todo grito quedan fuera de cuadro, y los pocos exabruptos que vemos tienen una potencia inusitada, justamente porque no los esperamos. Amalric es mucho más que un actor detrás de cámara, y hasta ahora parece ser incluso más versatil dirigiendo que actuando, cosa que no parecía posible. Donde pone el ojo, pone el plano, y nos deja con el gusto de lo bueno, breve y bonito, con ansias de ver cómo sigue su derrotero personal como realizador.
Tres ejemplos de cine, entonces, tres propuestas que varían en todo lo que se puede variar y el asomo de lo que realmente puede ser Cannes, más allá de los flashes, las fiestas y las toneladas de papel que se imprimen para promocionar películas que solo le importan a sus atareados productores.
Guido Segal