El cine es una finalidad en sí misma pero también es una herramienta. Uno intuye que su potencial es infinito, pero está en manos de una especie finita: el funcionamiento asociativo-constructivo-social de los humanos que hacen uso de la herramienta, pagana en su materialidad y a la vez sagrada en su capacidad de enunciación, parece progresivamente alcanzar su límite, como si ya no supiéramos qué más inventar con tan poderoso medio.
El festival de Cannes parece confirmar que tiene poco interés en la búsqueda de nuevos usos del cine, al que considera fundamentalmente un medio de comunicación. Si uno mira a la actual competencia oficial, se encontrará con un predominio absoluto de un modelo narrativo que, si no es clásico de forma explícita, lo es de forma indirecta, insuflando de pausas y estiramientos una estructura que a la larga presenta personajes definidos, que tienen una evolución y cuya historia eventualmente llega a una conclusión. Lo mismo encontraremos en Un Certain regard, la Quincena de los realizadores o la Semana de la crítica: películas que entienden que el cine es una máquina de contar historias, donde la empatía juega un rol crucial y lo que cambia es el punto de vista o la forma. Y así surgen los géneros festivaleros: el drama social naturalista filmado en cámara en mano (pongamos a los hermanos Dardenne de referentes), la película que revisita a un género conocido, modernizando sus temas pero no sus formas (pongamos a Tommy Lee Jones o a Hazanavicius como referentes), la película que alterna secuencias narrativas clásicas con estiradas secuencias discursivas o contemplativas (Nuri Bilge Ceylan), etc. Es decir que el cine nunca deja de ser, en este contexto, un narrador, un aparato de sueños sometido a un modelo de herencia literaria, donde se nos pide que pongamos mente y emociones al servicio de los personajes.
Por eso necesitamos a Godard. Suena un poco triste decirlo, pero 54 años después seguimos necesitando a Godard para sentir algo nuevo. Necesitamos su contradicción, su libertad, su arbitrariedad, su descomposición, su invitación a cagarnos en todo para simplemente absorberlo todo. Su última película se llama, precisamente, Adieu au langage, y es importante aclarar que adieu en francés no quiere decir «hasta luego» (Au revoir) sino algo así como «adios para siempre». Adios para siempre al lenguaje, entonces, que es precisamente el que estructura la manera en que miramos al mundo. Si el lenguaje comunica, y en ese sentido une a las personas, también limita, da contorno de manera tan violenta que ya no podemos imaginar nada fuera de él. Es culpa del lenguaje, en parte, que necesitemos introducción, nudo y desenlace; es la infantil necesidad de entender lo que pasa que nos lleva a exasperarnos cuando todo parece una inmensa sumatoria de cualquier cosa apilada encima de cualquier cosa. Y es Godard el que, casi sin importarle lo que pensemos, nos invita a ser libres, en el menos libre de todos los festivales mundial.
Adieu au langage es un film profundamente godardiano, revulsivo de todo orden y toda tradición. Es una película libre en tanto que no se restringe de modo alguno, construye un universo donde todo es válido, donde todos los discursos se cruzan, se contrastan, se desarman. Es una farsa subversiva, una boutade como esas que tanto le gustan a Jean-Luc. Todo es objeto de duda, de burla, de construcción y deconstrucción; todo es un nihilismo a la vez desesperado y lúdico hacia la nada misma, hacia el fin de toda estructura. Adios al lenguaje, adios a la normativa del cine, adios a la transparencia, adios a la historia, adios al amor, adios a la progresión, adios a la belleza, adios a todo. Es un Godard maduro y ansioso de ser cada vez más adolescente, rebelándose contra todo, combatiendo a la muerte a puños de píxel. Es una batalla perdida, la de Godard, contra el medio que ama, contra lo que hicieron del medio que ama. Deglute y vomita formatos, sonidos truncos, destruye y construye tratando de escapar del sentido y de la historia del cine. Falla, y es hermoso, pero falla.
Es necesario que exista Godard, que haga estas películas donde hace mierda eso que lo rodea: el 3D es feo y brutal, es banal en eso que muestra y hasta se permite errores técnicos intencionales, que convierten a una herramienta estanca en un estallido que marea a los sentidos. Cuando panea con una de las dos cámaras que forman el 3D y deja a la otra, fija, nuestra cerebro hace crack. Es apenas un gag, pero que en ese supuesto «error» destruye la supuesta transparencia clásica, la hace añicos. Y así todo se superpone, como ha hecho siempre Jean-Luc desde los setentas para acá. También abundan los juegos de palabras, como siempre ha sido usanza de Godard: ADIEU / ADIEUX (adios/a Dios), pedazos de ideología que cobran más la forma de una provocación que de una reflexión, trozos robados de libros, de artistas, de exponentes de la cultura del siglo veinte. Todo mezclado, un revuelto gramajo de cultura popular, Godard en estado puro: Hitler supuerpuesto con Iphones, plasmados en capas y más capas superpuestas de textura granulosa y casi fosforescente, amarillos que estallan en celestes y rojos y flores texturadas en una imagen digitalosa que encandila pero que también remite al Godard de antaño, el que explotó el digital mucho antes que alguien se le animara, en una serie de TV como Six fois deux.
Seguimos necesitando a Godard, porque nos guste o no es un golpe de vida, de aire fresco, de rebelión subversiva contra el mercado, contra el sistema, contra los límites que impone la industria, el negocio y la cultura. Es un viejo libre que hace lo que se le canta y que sigue dando pelea, porque ni el cine actual ni el mundo le convencen. Lo nominan y le da igual, pero no tiene odio: tiene risa. Y su risa, la cual puede además venir acompañada de inusuales momentos de ternura (como cuando filma a un perro, que es el gran protagonista de Adieu au langage) o de erotismo (Godard sigue filmando a los cuerpos desnudos con cruda belleza), refresca, no adormece.
Puede que haya mucho que decir sobre la película, puede que nada. Como todo mecanismo totalmente abierto, totalmente desaforado, puede ser una genialidad o una estupidez o nada de eso. Tal vez el problema sean nuestras categorías, tal vez haya que reinventar el modo en que hablamos de ciertas películas. O tal vez, simplemente, Godard tenía razón: hay que callarse y simplemente ser parte. Adios al lenguaje, entonces, sigámoslo, aunque no terminemos de entender del todo qué significa, y el problema sea que seguimos buscando entender aún donde la imagen aplasta a la palabra.
Guido Segal