Dogman, Matteo Garrone (Sección Oficial)
Cómprame un revólver, Julio Hernández Cordón (Quincena de los Realizadores)
Capharnaüm, Nadine Labaki (Sección Oficial)
In My Room, Ulrich Köhler (Un Certain Regard)
Por Jaime Pena
17/05/2018
En un Cannes especialmente feliz (muchas buenas películas y poca misantropía), Dogman parece un viaje a la edición de 2017, una película que hace de la sordidez y la brutalidad su razón de ser, adornada con una metáfora tan burda que sonrojaría hasta a un cortometrajista debutante. De hecho, Matteo Garrone estaría mucho más de lo aconsejable una mera anécdota, la relación de servilismo entre un cuidador de perros y un delincuente tan salvaje como de escasas luces, que, en tiempos,podría haber sido un buen episodio de aquellas películas italianas colectiva. Para fábulas, mucho mejor la de Alice Rohrwacher.
O la de Julio Hernández Cordón, Cómprame un revólver, en un primer momento una distopía sobre un México dominado por los narcos (y solo por los narcos) y que está perdiendo población a marchas forzadas debido a la práctica desaparición de las mujeres. Un hombre que ha perdido ya a su mujer y a su hija mayor intenta proteger ahora a su hija pequeña, Huck, ocultándola y vistiéndola como un niño. La distopía deriva pronto en fábula, cuando, uno, Hernández Cordón cuestiona las formas tradicionales de representación de la violencia, ritualizándola simbólicamente y, dos, cuando, tras renunciar a contar la historia (previsible) de los adultos, se queda solo con Huck y sus amigos que, tras un viaje en balsa por un río (las referencias a La noche del cazador saltan a la vista, aunque no haya ninguna noche), se adueñan de una playa en la que la violencia ha sido desactivada y es ya solo eso, un juego de niños. Pocas veces se ha dicho tanto sobre cómo representar la violencia en el cine latinoamericano sin caer el la explotation miserabilista.
En Capharnaüm también hay una escena con niños jugando a la guerra con rudimentarias ametralladoras de madera. La cámara los sigue hasta que termina elevándose por encima de las calles de Beirut mientras suena una música de violonchelo. En una de las primeras secuencias de la película de Nadine Labaki un niño afirma ante un juez que ha denunciado a sus padres por haberlo traído al mundo. El niño, de 12 años, pelea para impedir que su hermana de 11 se case por simple interés económico. No solo eso, de manera harto improbable acaba cuidando y sobreviviendo en la calle con un bebé de poco más de un año al que su madre, nunca sabemos muy bien por qué, ha abandonado. La frase pronunciada ante el juez sustituye a cualquier intento de proponer una sinopsis argumental en el catálogo del festival. Para los responsables de la película no hay mejor síntesis que una frase que implica un chantaje sentimental desde el primer minuto de proyección. No engañan a nadie, es cierto: al término de cada escena es fácil imaginarse a los protagonista abriendo una Coca-Cola, cada secuencia parece compuesta por los restos de alguna campaña de United Colors of Benetton.
El catálogo también nos habla de In My Room, de Ulrich Köhler, como de una película que quiere ofrecerle a su protagonista un regalo, la libertad absoluta. ¿Qué es esa libertad y cómo se pone en escena? Köhler nos presenta a Armin (Hans Löw), un cámara de televisión que acaba de cometer un error brutal en su trabajo, confundiendo el on y el off en la función de grabación. Esta crisis la aprovecha para volver a su casa natal donde su abuela está agonizando. Una vez que se produce el fallecimiento, Armin sale esa noche y, al amanecer, tiene lugar uno de esos giros característicos de Köhler, una deriva que, a los 40 minutos de proyección, lleva la película por derroteros inesperados.
Armin se despierta en un escenario postapocalíptico, que no futurista ni necesariamente distópico. Toda la humanidad ha desaparecido de la faz de la Tierra, no la mitad, como en Infinity War, sino toda, salvo los animales. De los seres humanos quedan Armin y el cuerpo de su abuela, aparentemente. Pronto sabremos que alguien más, una mujer, Kirsi (Elena Radonicich), que llega hasta el pueblo de Armin en su recorrido a través del mundo: lo tiene todo a su alcance y no quiere renunciar a todo lo que se le ofrece. Armin entiende la libertad de otro modo y, cuando Kirsi le pregunta, confiesa que si se ha quedado en su pueblo es porque es el lugar de donde procede, el lugar al que pertenece. Para Armin, la libertad representa poder empezar de cero, como si hubiera que construir de nuevo el mundo, edificar la civilización humana desde cero, aunque, sin posibilidad de reproducción, el proyecto esté abocado al fracaso.
Ulrich Köhler regresa con esta película a la dirección después de siete años, los que han transcurrido desde su tercera película, Sleeping Sickness. Es también el tercer año consecutivo, tras las películas de Maren Ade y Valeska Grisebach, que la Escuela de Berlín tiene una película en Cannes, otro motivo para la felicidad.