Cannibalismos 8

Long Day’s Journey Into Night, Bi Gan (Un Certain Regard)
Under The Silver Lake, David Robert Mitchell (Sección Oficial)
Burning, Lee Chang-dong (Sección Oficial)
El motoarrebatador, Agustín Toscano (Quincena de los Realizadores)

Por Jaime Pena
16/05/2018

Si en su primera película, Kaili Blues, Bi Gan jugaba con el tiempo como si este fuese una cinta de Moebius, en su segunda, Long Day’s Journey Into Night, lo convierte en un laberinto. El título original chino de Kaili Blues se podría traducir como “picnic al lado de la carretera”, el título de la novela de los hermanos Strugatski en la que se inspiró Tarkovski para Stalker, lo que parecía ya de por sí un aviso a navegantes: efectivamente, había mucho de Tarkovski (y de Apichatpong Weerasethakul) en el viaje que emprendían los protagonistas de la película. El título chino de Long Day’s Journey es el de un cuento de Roberto Bolaño, Últimos atardeceres en la Tierra. No sé cuánto puede haber de Bolaño en esta película, pero el propio Bi Gan reconoce la influencia estética de Wong Kar-wai: el poder de los recuerdos, las canciones del pasado que desatan la nostalgia, los neones, la lluvia…

 

Luo Hongwu (Huang Jue) vuelve a Kiali para recuperar o simplemente reencontrarse con su antiguo amor Wan Qiwen (Tang Wei). Toda la primera parte de la película es una evocación de este recuerdo, además de otros, como el de la muerte de su amigo Wildcat (Lee Hong-chi). Los recuerdos se confunden, como el tiempo presente y el pasado, o las relaciones entre los distintos personajes. Como Luo, es probable que acabemos por no saber qué fue de Wan, pero nos queda el poder de las imágenes, un trabajo con el tiempo que nos hace dudar de lo que sucedió años atrás en esta Kaili que hasta podría ser una nueva Marienbad. En un momento de la película se nos dice que un sueño es una acumulación de recuerdos perdidos.

 

Luo se sumerge en ellos cuando entra en el cine y él y nosotros, los espectadores, nos ponemos unas gafas de 3D. Lo que sigue es un plano secuencia de 60 minutos, en 3D, un plano onírico e hipnótico que nos lleva por distintas etapas y personas de la vida de Luo. Si ya el plano secuencia profundiza la dimensión espacial de cualquier toma, el 3D le añade en este caso otra dimensión, una espectral y alucinada. Por dos momentos vamos a sentir la levedad de cámara y volar con ella: la primera cuando se descuelga lentamente por una tirolina siguiendo a Luo; la segunda cuando, literalmente, se echa a volar y recorre el fascinante espacio en el que se desarrolla toda la secuencia, una antigua fábrica soviética hoy abandonada. No es solo el virtuosismo del plano, son las historias que acoge, el hechizo que nos hace girar con los personajes o la sensación de que transitamos un espacio desconocido. El tiempo se ha abolido y se ha detenido quizás para siempre: ningún reloj parece funcionar, el pasado y el presente ya no se distinguen, ni en los recuerdos de Luo ni en nuestra propia percepción.

 

En una Los Angeles también onírica y asolada por un asesino de perros, Sam (Andrew Garfield), sin trabajo y con amenaza de desahucio, se obsesiona por una vecina rubia que descubre en la piscina de su complejo de apartamentos, Sarah (Riley Keough). A la mañana siguiente Sarah ha desaparecido y Sam inicia una búsqueda que conforma un metarrelato sobre la ciudad de Los Angeles empapado de cinefilia, hasta el punto que Under The Silver Lake podría verse como una indigestión de Los Angeles Plays Itself de Thom Andersen. Si It Fellows ya era otro estilizado metarrelato sobre el cine de terror y la figura del stalker, pero un metarrelato que funcionaba en su nivel primario como cine de género, la nueva película de David Robert Mitchell apunta sin embargo a una síntesis del cine negro clásico y sus derivaciones modernas, de El largo adiós de Robert Altman a, sobre todo, Mullholland Drive de David Lynch (las referencias cinematográficas y culturas en general se multiplican, hasta el punto de superar muy probablemente a las de la película de Godard, Le livre d’image). En efecto, el nombre a tener en cuenta es el de Lynch, también el que define los límites de una película a la que el mayor elogio que se le puede hacer es que durante buena parte del metraje no deja de sorprendernos sin que sepamos muy bien a dónde nos quiere llevar Mitchell. Hasta que en la parte final comprendemos que él tampoco sabía hacia dónde nos llevaba. La gran paradoja de Under The Silver Lake es que la película llega a resultar apasionante cuando plantea enigmas y pierde cualquier interés cuando los resuelve.

 

Ocho años después de Poetry, Lee Chang-dong vuelve al cine y a Cannes con Burning, una adaptación de un cuento de Haruki Murakami (!), transformado en una película de dos horas y media (!!). En el centro del relato tenemos a tres personajes, Jongsoo (Yoo Ah-in) que se reencuentra en Seúl con una amiga de su mismo pueblo, Haemi (Yun Jong-seo), que, a su vez, a la vuelta de un viaje de Kenia, le presentará a Ben (Steven Yeun), un joven rico que poco tiene que ver con los otros dos pero que manifiesta un gran interés por Haemi. Así es, Haemi se introduce poco a poco en el círculo de Ben y va alejándose de Jongsoo, precisamente alguien que, desde que su madre lo abandonó de niño, ha tenido que lidiar con un padre arisco y violento, tanto que ahora está en la cárcel, pero, sobre todo, con la soledad. Escritor en ciernes, Jongsoo es un solitario que se ha enamorado de Haemi. Ben se ríe cuando se lo confiesa: no piensa que Jongsoo pueda llegar a rivalizar con su Porsche.

 

Esta declaración de Jongsoo es el punto de inflexión de la película, el cierre también de una secuencia magistral. La noche cae sobre la granja familiar de Jongsoo y los tres amigos fuman un porro. Haemi se levanta, se saca la camiseta y se pone a danzar a la luz del crepúsculo hasta que cae mareada. Ben la mira regocijado, Jongsoo le reprocha que ese comportamiento, medio desnudarse delante de unos hombres, solo lo tienen las putas. No la volverá a ver. Ben había aprovechado para hacerle también una confusión: su afición a incendiar un invernadero abandonado cada dos meses. El próximo, le dice, será el de uno de sus vecinos.

 

Burning se convierte entonces en la radiografía de la progresiva desesperación de Jongsoo, la que le provoca la búsqueda infructuosa de Haemi, la persecución de Ben y la sospecha de que las prácticas criminales de este, nuevo Patrick Bateman, puede que no guarden relación alguna con la quema de invernaderos. Jongsoo acaba por ocupar el apartamento de Haemi para escribir compulsivamente y, desde ese momento, ya no sabemos si el narrador no será otro que el propio Jongsoo, si lo que sale en pantalla no será simplemente el fruto de su voracidad creadora. El plano de Jongsoo encerrado en el pequeño apartamento y visto por una cámara que se aleja tiene mucho más de Paul Auster que de Murakami. Sea como fuere, resulta demoledor.

 

El motoarrebatador, segundo largometraje del tucumano Agustín Toscano, también plantea una historia de suplantación. Miguel (Sergio Prina) roba junto a un cómplice desde su moto el bolso de Elena (Liliana Juárez), provocándole graves daños. Arrepentido, Miguel la visita en el hospital, solo para comprobar que Elena ha perdido la memoria y que no parece tener ni parientes ni amigos cercanos. Poco le cuesta convertirse entonces en el hijo de esa amiga que Elena ha olvidado y que desde hace un tiempo vive en una de las habitaciones del amplio departamento de la señora. Pero Miguel no es el único que piensa lo mismo y El motoarrebatador se convierte entonces en un duelo a varias bandas entre varios pícaros, tan amable (y que deje de lado la sordidez es un punto a su favor) como falta de garra.

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