Por Jaime Pena
Cannes 19/05/2019
La Gomera (Corneliu Porumboiu) Competición
The Wild Goose Lake (Diao Yinan) Competición
A Hidden Life (Terrence Malick) Competición
Como Politist, adjectiv, La Gomera también está protagonizada por un policía llamado Cristi, solo que ahora interpretado por otro actor (Vlado Ivanov) que también salía en la película de Corneliu Porumboiu de hace diez años, seguramente su obra maestra. Aquella se podría decir que abordaba dos temas: una investigación policial sostenida sobre la espera y los tiempos muertos y una discusión en torno al lenguaje, al significado exacto de las palabras y como este puede condicionar una investigación. La Gomera, que toma su título de una de las Islas Canarias, trata básicamente sobre lo mismo. Por un lado tenemos una trama policial en la que está inmerso Cristi, ahora un policía corrupto que se ha dejado sobornar por una organización mafiosa; por el otro, una forma de lenguaje, el “silbo” de La Gomera, el silbido que tradicionalmente ha servido para comunicarse a los habitantes de la isla, y que los mafiosos que encabeza el personaje interpretado por el cineasta español Agustí Villaronga utilizan como una suerte de código morse o esperanto indetectable por la policía. Hay algo del espíritu de las coproducciones europeas de los sesenta y setenta en esta película que salta continuamente de Bucarest a La Gomera, del pasado al presente y de un bando al otro, pues todos los personajes parecen dispuestos a traicionarse entre ellos. Pero hay sobre todo un placer puro y sincero por la narración o, de forma más específica, por la economía narrativa. Como en otros películas de Porumboiu, la ironía está muy presente, en particular sus derivas metacinematográficas, empezando por el gag del cineasta que está localizando exteriores y continuando con una serie de citas cinematográficas tan inesperadas como, en el fondo, humorísticas (The Searchers, Psycho). La Gomera nos trae a un Porumboiu nuevo, despojado de los tics del nuevo cine rumano de la década pasada y tan o más personal que nunca.
La operación que lleva a cabo Diao Yinan en The Wild Goose Lake es parecida a la de Porumboiu en lo que atañe a su depuración narrativa y en contraste con su película anterior, Black Cold, Thin Ice, por la que ganó el Oso de Oro en Berlín. En aquella la intriga criminal se veía acompañada de una creación de atmósferas y una crítica social que estaba en el origen de la propia investigación. Todo esto ha desaparecido en The Wild Goose Lake en la que la policía y varias bandas de gangsters tienen que encontrar, por distintas razones, al líder de una de esas bandas, Zhou Zenong, que ha matado a un policía. Zhou se cita con una prostituta, Liu Aiai, que es el contacto que le le ha puesto su banda para facilitarle la huida. De su conversación emanan dos largos flash-backs que narran lo acontecido en los días previos. El relato se organiza así a partir de testimonios, privilegiando siempre la función didáctica: un gangsters imparte una charla sobre cómo robar motos; la televisión cuenta la operación de búsqueda de Zhou; el jefe de policía explica a sus subordinados cómo fue la huida de Zhou a partir de las grabaciones de cámaras de seguridad que nos muestran aquello que los flash-backs nos habían escamoteado. La estilización de otros noirs asiáticos, así como la violencia granguiñolesca y coreografiada son dejados de lado en beneficio de un cierto realismo y la transparencia del relato.
Esta vuelta al relato domina también una primera lectura que se pueda hacer de A Hidden Life. Una vuelta al relato más o menos tradicional por parte de Terrence Malick, algo que, por lo visto, muchos añoraban y eso es lo que se destacaba en las informaciones previas sobre su nueva película, la primera en Cannes desde la Palma de Oro a The Tree of Life en 2011. Desde entonces, Malick dirigió una trilogía (To The Wonder, Knight of Cups, Song to Song) en la que profundizaba en un aspecto presente en su cine al menos desde The Thin Red Line: la deriva hacia la abstracción y una suerte de experimentación que hundía sus raíces en la tradición de Emerson o Thoreau y de lo sublime. No se me ocurre ahora mismo ningún otro cineasta en una de las cumbres de su carrera que se sabotease a sí mismo (comercialmente) de tal manera; si acaso, Nicholas Ray u Orson Welles, pero cuando ya habían sido expulsados de la industria.
A Hidden Life no es esa vuelta al relato que se nos había anunciado, o no exactamente. Es cierto que hay una estructura narrativa más clara y una progresión que relata los últimos años de la vida de Franz Jägerstätter, un campesino austriaco objetor de conciencia que se negó a luchar con los nazis en el curso de la Segunda Guerra Mundial, fundamentalmente por motivos religiosos. Pero también que esa trama acaba quedando diluida en el estilo de Malick, que de nuevo encuentra en un pueblo alpino, St. Radebund, una nueva Arcadia pura e incontaminada, hasta el punto que al cineasta le interesa más el retrato de esa vida rural y las labores en el campo (con la siega como actividad primordial) que la propia historia de Franz. Entre otras cosas porque el dilema es más interior que exterior, es un problema de conciencia, no derivado de acciones. De ahí que volvamos a las voces en off, privilegiadas sobre los diálogos, siempre entrecortados, como si en esta pretendida vuelta al relato Malick no contemplase la posibilidad de organizar sus secuencias en base a los diálogos que, salvo en las conversaciones con el abogado o durante el juicio, siempre están supeditados a un montaje que no respeta su temporalidad. De ahí que esa combinación entre una historia más clásica y el estilo del Malick de su última etapa nunca termine de cuajar, precisamente porque, con sus construcciones musicales y su ocasionales desvíos hacia la naturaleza, atenta contra su propia progresión dramática, diluyéndola y haciendo injustificables sus tres horas de duración.
Hay al menos otros tres aspectos que tampoco favorecen la pertinencia de este giro. En primer lugar sus recursos de producción, manifiestamente escasos en las escenas de la prisión berlinesa. Segundo, la extraña decisión de hacer hablar a sus protagonistas en inglés en un contexto alemán en el que todos los personajes (y los actores) son alemanes o austriacos. Las voces en off y las conversaciones entre Franz y su mujer Fani están en inglés, pero en segundo plano los demás personajes hablan alemán (y a veces ni siquiera se subtitula). Y en tercer lugar quizás lo más importante, el aspecto visual de la película, filmada en scope y siempre con acusados grandes angulares que muchas veces distorsionan la imagen y que con sus contrapicados provoca forzados escorzos. Que la fotografía la firme Jörg Widmer y no Emmanuel Lubezki, colaborador indispensable desde The New World, puede explicar por qué A Hidden Life parece la película de un (mal) imitador de Terrence Malick.