Cannibalismos 1

Todos lo saben, Asghar Farhadi (Sección Oficial, película inaugural)

Yomeddine, A.B. Shawky (Sección Oficial)

Dead Souls, Wang Bing (Sección oficial, fuera de concurso)

Por Jaime Pena
9/5/18

 

Después de todo el ruido generado por los preliminares de esta edición del Festival de Cannes (Netflix, selfies, cambios en los horarios de prensa) por fin se puede hablar de cine, por más que, como ya se está convirtiendo en una tradición, el festival arranque con una más que discutible película de un cineasta consagrado. Escribo discutible y más bien cabría hablar de menor, fallida o una simple película que aúna el prestigio de su autor con el glamur de sus estrellas, la combinación que siempre busca Cannes para que en sus galas inaugurales el cine ocupe un segundo plano frente al esplendor de las estrellas que suben las escaleras del Palacio del Festival.

 

La película en cuestión es todo un ovni, una película que antes que una obra de Asghar Farhadi o una intriga policial es una “película española”, realizada a mayor gloria de Penélope Cruz y Javier Bardem, con una pequeña contribución de Ricardo Darín y una pléyade de actores y actrices españoles (Barbara Lennie, Inma Cuesta, Eduard Fernández, Elvira Mínguez) ansiosos por trabajar a las órdenes de un director iraní que, en el momento del rodaje, acababa de ganar el Oscar a la mejor película extranjera. Y ese es precisamente el gran misterio de Todos lo saben, no la intriga en torno a la desaparición/secuestro de una adolescente argentina de visita en España, sino cómo es posible que Farhadi haya escrito una película que parece tomar como modelos a Almodóvar, Berlanga o series televisivas como La que se avecina que hacen de la coralidad y la picaresca su principal fundamento.

 

Y lo cierto es que durante la primera parte del metraje, el que corresponde a la boda, Todos lo saben parece una muy ágil imitación de sus referentes dominada por un tono festivo que, por supuesto, guarda poca relación con la gravedad del cine anterior de Farhadi. Incluso cuando se produce el giro dramático y la película se aproxima más al Farhadi que conocemos (los intereses contrapuestos ante la resolución de un enigma), Bardem y Cruz acaban imponiendo su presencia y, como ya pasa con alguna otra película de la ilustre pareja (Loving Pablo), contaminándolo todo, hasta el punto de que uno acaba teniendo la impresión de que Cruz intenta llevar la película hacia su terreno, el del melodrama desenfrenado, y Bardem no acaba de creerse nada de su personaje y su descreimiento deriva en la autoparodia. Que la propia intriga se resuelva de forma tan mecánica y gratuita es la prueba también de que Farhadi se ha tomado esta película como un mero divertimento.

 

Como para desmentir que Cannes, y en especial su sección oficial, es un coto privado para directores consagrados o que vienen de destacar con una película anterior en una paralela o en otro festival, en esta edición una de las mayores sorpresas era la inclusión de una ópera prima a concurso, Yomeddine, del egipcio A.B. Shawky. Si no recuerdo mal, la última ópera prima en las mismas circunstancias en Cannes debió ser El hijo de Saúl, de Laszlo Némes. Yomeddine no es ni de lejos una película tan singular, apenas se trata de un modestísimo crowd-pleaser, de esos que la Quincena de los Realizadores o Un Certain Regard buscan sin descanso, en este caso una road-movie protagonizada por un leproso que acaba de perder a su esposa y que emprende un viaje atravesando todo Egipto para buscar al padre que en su día lo abandonó en la leprosería, viaje en el que lo acompaña un niño huido de su orfanato. El argumento da un poco de miedo, sí, pero la película de Shawky no cae en mayores sentimentalismo. Que nadie se sorprenda si en los próximos meses se anuncia un remake desde Hollywood o, mucho antes, si acaba con algún premio por parte del jurado que encabeza Cate Blanchett.

 

Ni Todos lo saben ni Yomeddine son buenas películas. Aún así hay que congratularse que las dos primeras películas a concurso tengan un tono moderadamente festivo y mantengan a una distancia prudencial la sordidez que dominó la competencia del año pasado.

 

Por supuesto, tal y como cabía esperar, Dead Souls, la nueva película de Wang Bing y la más ambiciosa de su filmografía después de West of the Tracks, es otra cosa, en resumen: las películas que deberían de mostrar los festivales de cine si no estuviesen preocupados solo por los negocios.

 

Wang Bing ya había tratado al menos en dos ocasiones el tema de los campos de trabajo y re-educación de Jiabiangou y Mingshui en dos películas anteriores, el documental He Fengming (2007) y la ficción The Ditch (2010). Esos campos funcionaron entre 1956 y 1961 como lugares de destierro y castigo dentro de la campaña antiderechista del gobierno de Mao. Los acusados de “ultraderechistas” eran en su mayoría meros críticos del funcionamiento del Partido Comunista de China, intelectuales o simplemente maestros, pero de los 3.200 prisioneros solo acabaron sobreviviendo unos 500, antes de que fueran rehabilitados en 1978.

 

Tampoco es que se pueda hablar de una vuelta a ese tema. Dead Souls se compone en gran medida de entrevistas filmadas en 2005 y 2006, con solo una cuarta parte del metraje, quizás menos, filmado entre 2015 y 2016. Aquellas filmaciones tienen una clara explicación. De la misma forma que en West of the Tracks Wang recogía el cierre de las fábricas del distrito de Tiexi, que iban cayendo como fichas de dominó en el curso de pocos años, los del cambio de milenio, en Dead Souls Wang corre detrás de los últimos supervivientes de aquellos campos, de ahí que después de la mayoría de las entrevistas siga la fecha de la muerte del entrevistado.

 

La comparación con Shoah es inevitable y la ambición del fresco de Wang Bing no parece irle a la zaga al de Claude Lanzmann. Sin embargo, le estaríamos haciendo un flaco favor a Wang si ponemos en primer plano esta comparación. Más allá de una duración similar (ocho horas y cuarto la de Wang), la estructura de Dead Souls es bastante más simple y su objetivo no es tanto el de explicar el funcionamiento de una maquinaria concentracionaria como el de inmortalizar la memoria de los pocos supervivientes de una de las páginas más oscuras del régimen chino. Wang Bing recoge también el testimonio de un par de funcionarios del campo y logra alguno de sus momentos más emotivos cuando da “voz” a dos de los miles de muertos. El primero a través de los textos que reconstruyen su itinerario y dos de las cartas que envió a su familia denunciando su situación y reclamando ayuda; el segundo mediante una tercera persona, la viuda de otra víctima, quien, en un gesto extraordinario, acabó casándose en segundas nupcias con un superviviente de Jiabiangou.

 

En dos ocasiones Wang Bing se aventura por los escenarios donde se ubicaban los campos de trabajo y re-educación. Son imágenes filmadas en 2006, con una visita de algunos supervivientes, y en 2012, con la cámara de Wang recorriendo en solitario el terreno pedregoso y castigado por el viento de Mingshui, en pleno desierto del Gobi. En el primer caso, los pastores que ahora habitan el lugar cuentan cómo el terreno fue removido, irrigado y transformado en terreno de cultivo; en el segundo somos testigos de algo que ya se nos había contado en otros momentos de la película: el viento y la erosión acostumbran a desenterrar los huesos y las calaveras de las víctimas allí enterradas.

 

 

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