Ayka, Sergey Dvortsevoy (Sección Oficial)
Un couteau dans le coeur / Knife + Heart, Yann Gonzalez (Sección Oficial)
The Wild Pear Tree, Nuri Bilge Ceylan (Sección Oficial)
Por Jaime Pena
19/05/2018
Como Lee Chang-dong o Ulrich Köhler, Sergey Dvortsevoy es un cineasta que se prodiga poco. Uno de los grandes documentalistas del cambio de siglo con una serie de cortos y mediometrajes de gran impacto (Bread Day, In The Dark), Dvortsevoy llegó a Cannes en 2008 con su primer largometraje, Tulpan. Desde entonces no habíamos vuelto a saber nada de él. El retorno se produce con Ayka, una muy solvente película de los Dardenne, en el espíritu estético y formal de Rosetta, que desgraciadamente parece llegar con demasiado retraso, cuando el estilo de los Dardenne se ha universalizado y se ha convertido en mera fórmula. Es una simple cuestión de timing que, sin embargo, no nos debería llevar a despreciar una propuesta que se encuentra en las antípodas de la película de Nadine Labaki, pese a tratar muchos de sus mismos temas. Se podría hasta sospechar que el festival la ha programado el día después como antídoto.
La Ayka del título es una inmigrante kirguís (Samal Yeslyamova) que se encuentra en Moscú con un permiso de trabajo ya caducado. Acaba de dar a luz y en la primera escena de la película la vemos huir del hospital abandonando a su hijo. En el curso de una semana intentará buscar trabajo a toda costa para saldar una deuda acuciante, mientras sufre las consecuencias del postparto: hemorragias, dolor de pecho al no amamantar a su bebé… Ante tal acumulación de infortunios (y este exceso es uno de los mayores déficits de la película), la tensión es máxima, con una cámara encima de ella que nunca la abandona. Dvortsevoy se solidariza con su personaje, Labaki se compadece. Para la cineasta libanesa la pobreza está llena de belleza, por eso su protagonista es muy guapo, lo mismo que el bebé o la madre del bebé. Dvortsevoy cree en la justicia, no en la belleza, por eso su película no es complaciente sino desasosegante, como ese inclemente clima de Moscú que nos hace sentir el frío y el desamparo de Ayka.
Un couteau dans le coeur se inicia con un montaje paralelo en el que una mujer está cortando tiras de celuloide para montar una película, mientras un asesino mata a su víctima con un cuchillo que sale de un falso pene. El paralelismo entre el montaje y un cuchillo no es nada nuevo, se ha visto o sugerido en Un perro andaluz o Psicosis, sin ir más lejos. La metáfora trae también a la memoria otras películas vistas en el transcurso del festival, como cuando Lars Von Trier citaba a Thomas de Quincey y El asesinato considerado como una de las bellas artes, o como cuando Godard nos hablaba de las manos que piensan.
La película de Yann Gonzalez está ambientada en el París de 1979 (pero con música contemporánea de M83) en el mundo del cine porno gay. Anne (Vanessa Paradis) está rodando una nueva película con la que espera reconquistar al amor de su vida, Löis (Kate Moran), la montadora de sus propias películas y su alma creativa. Pero poco a poco los intérpretes van siendo asesinados por un enmascarado. Llena de referencias estéticas a Dario Argento, Brian de Palma, Jean Jean Genet, Paul Vecchiali (Change pas de main) o incluso Andy Warhol (algunos rushes de los actores parecen screen tests y el de Félix Maritaud, con la inscripción “Me has matado”, sacado de Blow-job), Un couteau dans le coeur es, junto a Mandy, la película más audaz visualmente de este Cannes, un puro delirio un tanto kitsch, quizás bastante timorata a la hora de mostrar el sexo en pantalla (no es Le pornograph), pero un divertimento que, si bien puede no llegar a crear un clima tan mórbido como el de Les rencontres d’après minuit, consigue al menos articular un argumento sostenido en todo momento sobre la pasión, la de sus personajes, pero también la del propio cineasta.
Como en Burning, el protagonista de The Wild Pear Tree también es un aspirante a escritor. Sinan (Aydin Dogu Demirkol) vuelve a su pueblo una vez que se ha graduado en literatura. Lo hace con dos alternativas: conseguir publicar su primera novela o presentarse a unas oposiciones a profesor; una tercera alternativa más lejana sería el servicio militar. En realidad lo hará todo, sin que aparentemente nada de esto cambie su situación. Nuri Bilge Ceylan nos habla de una juventud sin esperanzas laborales, condenada a malvivir con ocupaciones temporales en el hogar paterno. Sucede en Anatolia, en una zona marcada por los acontecimientos históricos (Troya, Gallipoli), pero podría suceder en cualquier país de Europa o de otro lugar del mundo. La situación es universal, pero tengo la sospecha de que ni el personaje ni su estatus profesional y vital le interesan demasiado a Ceylan y que solo los utiliza como vehiculadores de una estructura puramente retórica.
The Wild Pear Tree repite el esquema de su anterior Winter Sleep, que le valió a Ceylan la Palma de Oro. Sinan va encontrándose a lo largo de las más de tres horas de película, y se supone que varios meses o años, con distintos personajes con los que debate de lo divino y humano, en primer lugar su familia, especialmente su padre, pero también con una antigua amiga de la infancia, varios funcionarios municipales, un escritor, dos imanes, etc, etc. Los densos diálogos están entresacados muchas veces de citas de Chejov, Dostoievski, Cioran y distintos autores turcos. Con el escritor reflexiona sobre la posición de la literatura en el mundo actual y la responsabilidad del escritor para reflejar su realidad más inmediata; con los imanes, de religión, la fe y la verdad… Más que personajes, se trata en casi todos los casos de arquetipos que posibilitan poner en escena diversos temas (casualmente, la política turca está ausente por completo).
Solo la amiga, Hatice (Hazar Erguclu), escapa a esa caracterización y detrás del personaje podemos adivinar una historia, la pasada (una cierta atracción sentimental mutua) y la presente (Hatice va a contraer matrimonio con un joyero mucho mayor que ella). Pero en este caso, como en los demás, casi siempre largas secuencias de quince o veinte minutos (con los dos imanes mucho más), Ceylan está mucho más preocupado de los diálogos que de la puesta en escena. Quiero decir, no hay ni una sola idea de puesta en escena en toda la película, una relación preestablecida entre los diálogos, el movimiento de los personajes y la posición de la cámara. Los racords y algunos reencuadres hacen pensar que ciertas escenas han sufrido una poda considerable y que el montaje se ha establecido en base a mantener la coherencia del discurso, no de la puesta en escena. Como con Winter Sleep uno puede llegar a admirar la profundidad y la belleza literarias de algunos diálogos, pero también lamentar que Ceylan haya privilegiado al guionista sobre el director. The Wild Pear Tree sería una mucho mejor película dirigida por la Anne de la película de Yann Gonzalez.