Después de Grace of Monaco, el carrusel de inauguraciones siguió por las distintas secciones y muestras paralelas. En todos los casos con películas francesas, ya fuera en la Semana de la Crítica (FLA, que no pude ver), en la Quincena de los Realizadores (Bande de filles) o en Un Certain Regard (Party Girl). Sorprende en especial este último caso, pues la inauguración de UCR se había reservado en los últimos años a nombres como Manoel de Oliveira o Sofia Coppola. La apuesta por una ópera prima francesa firmada por un trío de realizadores, Claire Burger, Marie Amachoukeli y Samuel Theis, inducía a múltiples sospechas, más aún con un título como el de Party Girl que, se sabía, no guardaba ninguna relación con Nicholas Ray.
Los prejuicios se confirmaron en parte. La historia de esta mujer, Angelique Litzenburger, que a los sesenta años decide aceptar una oferta de matrimonio y abandonar el cabaret en el que seguía trabajando como bailarina no es el crowd-pleaser que cabría esperar (del press-book, de la información previa que circula por el festival). Su planteamiento es mucho más modesto y apegado al realismo con su mezcla de ficción y documental, si es que no se trata en su conjunto de un documental ficcionado. Angelique Litzenburger es en realidad la madre de uno de los realizadores, Samuel Theis, que junto con sus tres hermanos participan como actores de la película, desarrollada toda ella a un lado y otro de la frontera entre Francia y Alemania, en el entorno de Estrasburgo, y centrada en la boda entre la propia Angelique y un minero jubilado.
Ya digo que el problema de Party Girl no es tanto su calidad, discreta, como el protagonismo que el festival le ha concedido. En definitiva, resulta mucho menos irritante que la israelí Loin de mon père (título inglés: That Lovely Girl) o la italiana Più buio di mezzanotte, la primera vista en UCR, la segunda en la Semana, que parecen regodearse en la sordidez y en los temas polémicos, garantía de atención en este tipo de eventos que son los festivales, donde el riesgo de pasar desapercibido puede suponer la condena comercial de una película. Keren Yedaya presenta en Loin de mon père una relación incestuosa que es también una historia de abusos y malos tratos de un padre a su hija y que la directora israelí filma demostrando que se ha aprendido bien la lección del cine austriaco a la hora de tocar estos temas. En realidad, cada vez es más perceptible que ciertos modelos narrativos se exportan y circulan con toda naturalidad de unos países a otros, independientemente de su tradición cinematográfica. Sebastiano Riso es también un debutante y la tradición italiana lo marca de alguna manera. En su historia de un tomboy al que el rechazo de su padre lo lanza a vivir en la calle y prostituirse, esforzándose mucho, podrían encontrarse ecos de Pasolini o incluso del Tadzio de Muerte en Venecia (el adolescente protagonista, de hecho, recuerda tanto al actor Björn Andrésen como a Enrique Bunbury). Riso disfraza esa sordidez de sentimentalismo y pretensiones poéticas. El resultado es una sordidez edulcorada.
Tiene mucho más interés Bande de filles, el tercer largometraje de Celine Sciamma, la directora de Naisance des pieuvres y, precisamente, Tomboy, entre otras razones porque, al narrar las vivencias de cuatro amigas adolescentes en un barrio del extrarradio parisino, no parece partir de ningún presupuesto previo, de la necesidad de endilgarnos ningún mensaje. Entre ese grupo de amigas que se irá convirtiendo más en una bande à part que en un wild bunch va aflorando poco a poco sutiles relaciones de poder de las que irá emergiendo el personaje de Vic, la última en incorporarse al grupo y la primera en alcanzar autonomía, dando el salto a empresas mayores. En todo caso, hay un componente lúdico que, al menos en la primera mitad, parece imponerse en las prioridades de la directora. El momento en el que las cuatro amigas bailan el Diamonds de Rihanna vale por la mayoría del cine que se ha visto hasta ahora en Cannes.
También por la ambiciosa Mr. Turner, biografía del pintor británico J.M.W. Turner en sus últimos 25 años de vida, con la que Mike Leigh se queda a mitad de camino de todo. Hay algunos aciertos de planteamiento, como el de dejar que pasen los años sin recurrir a las precisiones temporales, lo que deriva en algunas elipsis un tanto desconcertantes. También en la caracterización del personaje a cargo de Timothy Spall, que huye del arquetipo del creador atormentado. Estamos muy lejos de Lust for Life, la canónica biografía de Van Gogh filmada por Minnelli, pero también del Van Gogh de Pialat. Como en este último caso, Leigh parece más preocupado por la vida cotidiana del pintor (sus relaciones familiares, sus amores, las transacciones económicas derivadas de su oficio) que por el hecho creativo en sí. Sin embargo acaba por sucumbir a la tentación de mostrar las obras más importantes de Turner, tanto en el momento de la inspiración como en su plasmación sobre el lienzo: El Temerario remolcado a dique seco, Lluvia, vapor, velocidad, entre muchas otras. Y si en los interiores Leigh se sirve de la luz natural, en los exteriores acaba recurriendo a la manipulación digital, precisamente para aproximarse a la luz de los cuadros de Turner. En Mr. Turner conviven dos películas y el fruto de esa convivencia no es otra cosa que la definición más perfecta del nuevo academicismo.
Jaime Pena