El día comienza con la primera proyección de la última película de los hermanos Dardenne. En este caso, los habituales visitantes de esta muestra (ganadores con Rosetta y con El niño, en 1.999 y 2005, respectivamente) confirman que lo suyo no tiene que ver sólo con una costumbre o con pertenecer a un determinado círculo. Deux jours, une nuit relata los dos días y una noche que Sandra (Marion Cotillard) tiene para convencer a sus compañeros de trabajo de que cambien la elección que realizaron, a propuesta del patrón, entre aceptar el regreso de la protagonista tras una licencia por enfermedad y recibir un bono de 1.000 euros. En algunos casos fruto del egoísmo, en otros, de la presión de la patronal, la votación había sido 14 a 2, en contra de Sandra. Este dispositivo particularmente perverso, de un jefe que ni siquiera acepta cumplir el rol del malo sino que tiende a que los empleados se eliminen entre ellos, es el disparador del recorrido de la protagonista, apoyada y hasta empujada por su marido, casa por casa, para hablar personalmente con sus compañeros de trabajo. Sandra (muy bien Marion Cotillard, de alguna manera cerca de la sufrida protagonista de esa gran película que en su momento fue muy mal recibida por estas tierras De rouille et d’os, de Jacques Audiard) no puede casi soportar la vergüenza de la situación en la que se encuentra. Pide disculpas de estar solicitando el cambio de voto y entiende las necesidades de los otros trabajadores. En su caso, incluso por sobre el problema económico está el de la dignidad perdida. La necesidad de trabajar, de poner un límite, de corroborar realmente quiénes están de su lado. Recomponerse, salir de la depresión parece incluso más importante que el dinero necesario para la vida familiar. Y, en este sentido, más allá de lo áspero y duro del planteo y de muchos de los encuentros a los que asistimos, el final se parece bastante a un happy ending. O a lo que de un happy ending nos pueden otorgar Jean Pierre y Luc, tal como pasaba con El chico de la bicicleta, único precedente en este sentido.
Luego, como a veces tengo unos arranques de optimismo que llevan la ilusión al punto de la estupidez, me acerqué a la sala Lumière para ver la última película de Zhang Yimou, Gui lai, Coming home en el título internacional. El director chino no deja de sorprender. Demuestra que siempre se puede caer un poco más bajo. Melodroma de estructura (sorprendentemente para él) televisiva, puesta al día de la Penélope de Serrat, la protagonista (una muy sobreactuada Gong Li) pierde la memoria tras que su hija delata a su marido durante la revolución cultural china. 20 años después él vuelve pero ella no lo reconoce. De allí a los intentos de recuperar la relación y, a fuerza de música que intenta conmovernos y golpes bajos, llegamos al final de casi dos horas de esta cosa incomprensible. Y me quedé hasta el final. En realidad eso es más incomprensible.
Decido evitar por el momento el debut como director de Ryan Gosling (¡qué miedo!) y «recupero» Dohee-ya (A girl at my door), July Jung en Un certain regard. Se nota la mano de Lee Chang-dong, aquí productor, en esta película que retrata la relación entre una policía desterrada a un pequeño pueblito por sus amoríos homosexuales y una adolescente golpeada por su familia. Mucho alcohol y violencia, pero también una corriente de empatía y posibilidades de salvación entre estas dos mujeres. La película pierde en la comparación con la obra de su productor, es cierto, pero hay unos cuantos momentos que nos sorprenden y conmueven. Además está Doona Bae, como la policía. Ella llena las botellas vacías de agua con soju. Pasada de alcohol las 24 horas del día, en algún momento la cámara se acerca a su rostro, y ella se conecta y enfoca su mirada perdida. Y ese sólo momento ya justificaría la visión de esta película algo injustamente relegada por la mayoría de la crítica.
Última película del día, L’homme qu’on amait trop, de André Téchiné. Se ve que me resisto a dejar ir a directores que alguna vez hicieron algo que me gustó. Hablo con amigos aquí, y la respuesta es casi unánime: Téchiné, no lo veo más. Pues bien, allí fui y esta vez no resultó mal este prodigio de confianza, que en realidad no fue para tanto, por cuanto incluso sus últimas películas, Impardonnables (2011) y La fille du RER (2009) me habían parecido interesantes entregas del director que comenzó su carrera con Pauline s’en va (1969). Basándose en un hecho real, el que tiene que ver con la familia Le Roux y la desaparición de una joven vinculada al mundo de los casinos y la mafia en la Costa Azul, Téchine se preocupa más por la construcción de sus personajes, entre los que destaca el Mr. Ripley que compone Guillaume Canet. Aunque el realizador no toma partido, nunca sabemos si efectivamente estamos ante un arribista dispuesto a llegar al crimen para triunfar, o de una persona que pasa de todas las convenciones en cuanto a sentimientos y sentimentalismos. Su contendiente, la madre de la joven desaparecida (aún hasta el presente, en el que existen todavía causas judiciales abiertas), interpretada por Catherine Deneuve, lleva a que la película desemboque en una extrañada lógica de juicio, en el que poco importa la culpabilidad o no del acusado, o el descubrimiento de alguna prueba oculta, ya que el misterio se mantiene para nosotros (como en la vida fuera de la pantalla) hasta el final.
Fernando E. Juan Lima