Boyhood

Boyhood
Estados Unidos, 2014, 165′
Dirección: Richard Linklater

Por Federico Karstulovich

A mi mamá, que siempre se mudaba mucho

“Todos nos enfrentamos en nuestras vidas con decisiones agonizantes, elecciones morales. Algunas son a gran escala. La mayoría de las elecciones son inferiores, pero, nos definimos según de las elecciones que hacemos. De hecho somos la suma total de nuestras elecciones.
Los eventos se desarrollan tan impredeciblemente, tan injustamente, que la alegría humana no parece haber sido incluida en el diseño de la creación. Sólo somos nosotros con nuestra capacidad de amar los que le damos sentido al universo indiferente.
Y sin embargo, la mayoría de los seres humanos parece tener la habilidad de seguir intentando, e incluso de encontrar la felicidad en las cosas sencillas, como su familia, su trabajo, y en la esperanza de que las futuras generaciones puedan comprenderlo mejor”

Monólogo final de Crímenes y pecados

 

Desde los primeros minutos las pistas se hacen presentes. La más fuerte es la del momento en el que la pintura blanca (pintada de pobre, hecha con lo que se tiene a mano, pintando madre e hijos, como pueden) va tapando las marcas de crecimiento, las distintas alturas y fechas asociadas. Todos los tiempos concentrados en un espacio común. Un anticipo de una de las últimas frases: “Nosotros no vivimos el tiempo, el tiempo es el que nos vive a nosotros”, citando de manera obsesiva ese trauma linklateriano (que está en películas tan disímiles como Despertando a la vida o hasta en Escuela de rock) que es el tiempo en fuga, que se lleva pelos, uñas, piel, años, estado físico, parejas, objetos, pero si puede –el muy hijo de puta- también se lleva los sueños de juventud –los incumplidos, obvio-. Truffaut, sí. Pero también el Aristarain de Roma. Y el existencialismo de Crímenes y pecados (pero sin tanto dilema ético de fondo)

Todo pasa. Por eso al tiempo hay que congelarlo, criogenizarlo, como si se tratara de una plaga. Y si Truffaut lo congelaba en el plano final con mirada a cámara de Antoine Doinel –cuya saga tomaba un lapso de 20 pico de años de vida del personaje-, Linklater no es menos y le dedica al melancólico Mason uno de los planos más hermosos del año, con una mirada tímida a cámara, que más que interpelación parece la complicidad de una epifanía lobezna –al fin y al cabo Mason tendrá una impronta de lobo estepario que irá formando su yo indefinido-, que parece decirnos que al menos en ese momento, hay un centro.

Y si Boyhood es emocionante se debe a que se entrega con alma y cuerpo al periplo temporal habitando un espacio, contrayéndose y expandiéndose debidamente en torno a experiencias más o menos banales, más o menos significativas, que den cuenta de la formación de una personalidad –la ironía del YO como únicas letras supervivientes de la camioneta Toyota que surca caminos literales y figurados hacia el propio futuro incierto es un prodigio de síntesis- que no tiene nada de heroica ni de sobresaliente.

Y es que si algún terror transita a la película (amén de la poco feliz repetición de parejas alcohólicas para la madre de Mason) es el terror del tiempo destruyéndolo todo (“Y ahora te vas, y lo único que me queda es la muerte” le grita idishemamelemente la hermosa madre de Mason a su hijo, que sabe que tiene que irse volando de ahí), apagando vidas para algunos, haciéndolos asumir miserias mínimas, poniéndolos a optar por compañeros de vida devenidos del descarte, para no quedarse solos.

Por eso la emoción que surca los cielos de película de Linklater (y cuando digo surcar los cielos conecto a Doinel, al mismo Ethan Hawke volando con la alegría de querer comerse el mundo con 13 años en Los exploradores (Joe Dante, 1986), pero también veo al Jesse de la trilogía de las Antes de… y su periplo de la ilusión del primer gran amor a la aceptación de las elecciones hechas) en Boyhood se manifiesta con una inusual dosis de melancolía (que no nostalgia por el tiempo pasado), justamente porque mientras los adultos ven morir sus sueños a manos de la miseria de personalidades definidas, cerradas, adultas, clausuradas; Mason deviene. Porque Mason es menos un personaje que una intensidad sin definición, que pulula, experimenta, atraviesa los tiempos con el DeLorean emocional de la mirada perdida en un futuro impreciso y que a la vez tiene un espejo retrovisor plagado de dolores.

Es notable que la elección de Linklater sea la de un actor con una máscara casi inmutable. Un actor que, como bolsa de boxeo, recibe los golpes pero aguanta, porque no hay adonde ir. Inexpresivo no, parco y lacónico por elección estratégica-para que te jodan menos-, sí.

Por eso la película es también un testimonio fílmico de la salida al mundo de las nuevas generaciones, que no tienen nada que perder. Y un pequeño testamento a la tragedia del yo estrolándose contra el muro de la realidad para los over-40.

Quizás por eso la película también demande la extensión desbordante de casi tres horas. Fundamentalmente porque precisa instalarnos en el interior del/los tiempo/s. Porque la suma de banalidades narradas es la forma perfecta (sustituyendo las acciones por las situaciones) de sumergirnos en el proceso de cambio (manifestado en la constancia de cortes de pelo de Mason) hacia lo indefinido.

Y ahí en donde podríamos imaginar una película pesimista, todo nos vuelve a la escena de la pintura sobre las fechas y alturas en el borde de la puerta: acaso Linklater haya construido la paradoja de Bergson: que el tiempo nos visite a nosotros, eternos  reyes del presente, rodeados de un pasado sin forma que se desvanece y un futuro incierto, derrotado por las pequeñas acciones cotidianas que salvan: los amigos, los amores, los viajes, las lecturas, los juegos, las películas.

El viaje en el tiempo acaba de terminarse. Y las puertas se cierran, con la sonrisa final de quien, por una vez en su vida, comienza a vivir.

SUSCRIPCIÓN
Si querés recibir semanalmente las novedades de elamante.com, dejanos tus datos acá:
ENCUESTA

¿Qué serie de Netflix te gusta más?

Cargando ... Cargando ...