Boyhood

Boyhood
Estados Unidos, 2014, 165′
Dirección: Richard Linklater

El barro
Por Marcos Rodríguez

En menor o mayor medida, de forma más o menos explícita, en toda su obra Richard Linklater estuvo interesado por la cuestión del tiempo. Desde Slacker (película atravesada por la exploración del espacio como horizontalidad narrativa y de la palabra), su cine es esencialmente un cine de tiempos estancos, de un presente irrenunciable. Fue esa obsesión por el presente la que lo llevó a una exploración (tal vez, inicialmente involuntaria) del paso del tiempo con la trilogía de Antes del amanecer… atardecer… medianoche, pero si en estas películas el paso del tiempo se presenta a través de un puro presente (que representa unas pocas horas), capturado en momentos diferentes, en Boyhood es la primera vez que se propone abiertamente estudiar el paso del tiempo como tema. El gimmicktambién le sirvió a la película como publicidad: “la película que se filmó a lo largo de 12 años”, posiblemente la primera vez en la carrera de Linklater en la que una de sus películas se puede vender de forma tan clara.

Consciente de su propio truco, esta vez Linklater comete una serie de torpezas que no habíamos visto en sus anteriores películas (preocupado como estaba en cada uno de ellas por filmar aquello que estaba filmando mientras pasa el tiempo) y que tienen que ver con su preocupación por registrar activamente un tiempo que sabe que va a cambiar: planos de los videojuegos con los que van jugando los chicos a lo largo de su infancia, comentarios políticos demasiado circunstanciales como para que sepamos en qué año estamos; todos trucos, mojones, garantes de una época. También hay algo en el esquematismo de “a tal edad pasa tal cosa en la vida” que resulta un poco rígido. Pero tal vez su mayor torpeza tenga que ver con una cierta falta de elegancia narrativa en relación con las diferentes parejas de la madre. Posiblemente preocupado por ser claro con un argumento que casi no es tal, Linklater marca unos cuantos trazos gruesos que ponen en evidencia pequeños arcos que se desarrollarán en breve: vemos al profesor universitario esconder una botella entre los productos de limpieza e inmediatamente sabemos que un poco más adelante va a haber alguna escena de alcoholismo, posiblemente abuso y disolución familiar; la madre intercambia una mirada con un hombre y ya sabemos que se viene papá nuevo; la madre le dice a su hijo que están en el límite de la pobreza, vemos un plano del gesto ofuscado de su pareja/ex militar y sabemos que la situación se va a complicar de vuelta. Pero con el correr del metraje, estas situaciones se van perdiendo y Boyhood alcanza una mayor fluidez (evidenciada en el hecho, por ejemplo, de que no vemos el momento exacto en el que la madre se separa de su segundo marido borracho, aunque sí vimos en detalle cuando se separó del primero), casi como si promediando el rodaje Linklater hubiera adquirido una mayor confianza en su material y dejara de preocuparse tanto por el truco del paso del tiempo (menos evidente, también, en los cambios físicos de su protagonista) y pudiera centrarse mejor, más cómodo en lo que está filmando.

Boyhood es, en más de un aspecto, una película fallida y probablemente sea la menos redonda y lisa de Linklater: tironeada entre pequeños argumentos y el afán de construir desde una cotidianidad simple, atravesada por la preocupación por el paso de los años y por personajes que hablan irremediablemente como personajes de una película de Linklater, Boyhood casi no alcanza a ser nada. Nada más que, sabemos, “una película que se filmó a la largo de 12 años”. Pero es precisamente en esa aparente vacuidad donde se esconde el secreto y la magia de esta película, toda la esencia del cine de Linklater y toda la fuerza de una apuesta ridícula y bella al mismo tiempo.

Boyhood es, como indica su título en inglés, un intento por capturar una infancia. Ese intento tiene doble filo: por un lado, la cuestión documental de registrar el crecimiento de un chico, pero por otro también toda la construcción/falsedad ficcional que supone una película armada con ladrillos de realismo pero con esquemas exteriores. ¿Qué es esta infancia de Boyhood? Un cuerpo que crece pero también una serie de ideas y hechos que son los que generan esas torpezas que cada tanto traban esta película y nos recuerdan que todo en el cine es mentira.

Y, sin embargo, algo brilla a través de todo el barro que es Boyhood, algo que tiene que ver, sí, con esa fe retro en el poder del cine como arte realista, pero que la excede. No quedan casi directores que todavía crean que la función del cine sea capturar algo que lo excede pero que a la vez sólo puede capturarse gracias a él; ese amor por el cine es evidente en Linklater, pero Boyhood esconde todavía algo más. Algo mucho más simple y casi imposible de definir: la idea trágica que parece ir empapando la película a medida que va transcurriendo de que, en realidad, es imposible capturar una vida. Casi como si Linklater descubriera a mitad de camino en su esfuerzo por filmar el tiempo que es imposible filmar el tiempo. Que el tiempo es otra cosa. Que la vida es otra cosa. Los hechos se van apilando y es su propia banalidad acumulativa la que termina por poner en evidencia aquello que falta y que la película está señalando todo el tiempo: esto que vemos, esto que pasa (y nos pasa) a la vez es y no es la vida.

Es ahí donde, a través de sus propios resquicios, Boyhood se abre al misterio y justifica una apuesta que estaba destinada al fracaso. Y que en ese fracaso cobra sentido.

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