Boyhood
Estados Unidos, 2014, 165′
Dirección: Richard Linklater
El presente continuo
Por Fernando E. Juan Lima
Lo de Linklater en Boyhood es una proeza distinta a todo lo que se haya visto hasta ahora en el cine. El tiempo (su transcurso, su finitud, el carácter esencialmente efímero del hombre) ha sido un tema que descubrimos en toda la filmografía del director de Waking life (2001) y Escuela de rock (2003). Y la idea de seguir a algún actor/personaje a través de su vida nos lleva a pensar desde en Truffaut y su Antoine Doinel, hasta (estirando los términos) las relaciones Federico Fellini-Marcello Mastroianni, Roberto Rossellini-Ingrid Bergman o incluso la más abarcativa Western-John Wayne. En la propia producción de Linklater la referencia más directa es la de la trilogía Antes del Amanecer (1995), Antes del Atardecer (2004), Antes de la medianoche (2013). Pero el diálogo temático, con éstas películas y con las antes señaladas, se agota en eso: en poner al tiempo como uno de los ejes de búsqueda o narrativos. En Antes del Amanecer todo era urgencia, conciencia de la finitud e irrepetibilidad. En Antes del atardecer aquel componente de la urgencia seguía presente, pero se multiplicaba el juego de idas y vueltas, los flashbacks y las aliteraciones temporales. La última parte de la trilogía es más episódica, y la reflexión, en todo caso, tiene que ver con los cambios a través del tiempo y la búsqueda infructuosa de aquel que se ha perdido. Si 9 años separaban cada nueva entrega de esta trilogía, en Boyhoodtenemos 12 años condensados en 39 días de filmación. Un experimento único al que las referencias precedentes sólo sirven de contexto.
Mason (Ellan Coltrane), un niño que al inicio del film tiene 6 años, su hermana (Lorelei Linklater) algo mayor y sus padres (Patricia Arquette y Ethan Hawke). Ese es el centro del universo de esta película, que gira alrededor de Mason. La narración se abre con la pantalla en negro para que inmediatamente se escuchen los acordes de Yellow, de Coldplay. No han sido pocos los que han criticado esta elección musical, que en realidad se explica por la propia tónica de la película. Es que estamos acostumbrados a una manera de hacer memoria, a una manera de reconstruir el pasado, que nos viene del cine y no de la vida. En el mundo del cine el recuerdo de nuestras existencias está constituido por hitos que nos unifican: el primer beso, el primer amor, la primera relación sexual, la muerte de los padres, el primer trabajo, éxitos y fracasos que nos marcaron. Más sinopsis que resumen, el resaltador fílmico no suele perder tiempo en cuestiones ajenas a esos hitos, construyendo una evocación marcada por la lógica causal que termina configurando los cimientos de una narración usualmente épica o trágica. Linklater, por el contrario, no fuerza las elipsis en la búsqueda de un sentido; vemos efectivamente crecer a los personajes ante nuestros ojos. Y los momentos que se suceden pueden ser trascendentes o irrelevantes desde la mirada del otro, pero son los que constituyen la propia ficción de sí mismos que crean los protagonistas. El placer de contemplar y ver navegar ese río, en un devenir sereno y plácido pero no por eso exento de inconvenientes y accidentes, se relaciona con esa perfecta reconstrucción de la realidad. Pero también tiene que ver con que ese viaje remite necesariamente a nuestra deriva, a nuestra niñez tirados en el pasto mirando el cielo, al primer amor, al primer trabajo…
Así, la aludida elección musical del inicio cobra sentido en ese contexto. Linklater evita la tentación intertextual así como la de imponer su gusto personal o de pretendida pertenencia de esta película: hay canciones que forman parte de la banda sonora de nuestras vidas, más allá de que nos gusten o no. Hay canciones que incluso recordamos con cariño o disparan nuestra memoria, trayendo sensaciones agradables y positivas, cuando en el momento de su conocimiento o aparición nos parecían horribles o prescindibles. La memoria, felizmente, se resiste a nuestros mandatos e imposiciones. Las elipsis son más aleatorias o caprichosas. O, si no lo son, responden a una lógica ciertamente diversa a la de la narración decimonónica. Ese momento que nos parecía terrible, que pensábamos que nos iba a cambiar la vida (para bien o para mal), eso que nos dejaría marca indeleble termina siendo un instante metabolizado y transformado en otra cosa. Y esa otra cosa es algo que sólo el tiempo puede evidenciar.
¿Somos los mismos? ¿Todo el tiempo mutamos en otros? ¿Qué dejamos? ¿Qué olvidamos? ¿Qué recordamos? Boyhood habla menos de la niñez que de estos interrogantes. Pero no porque busque respuestas, sino porque se atreve a hacerse estas preguntas con una impronta documental como nunca antes había sucedido.