Boyhood

Boyhood
Estados Unidos, 2014, 165′
Dirección: Richard Linklater

El juego de la silla
Por Maia Debowicz

Crecer duele. No crecer, también. Duele tanto que hasta la piel sufre: el daño causado es tan grande y arrollador que deja su firma en el cuerpo para siempre. La colección de estrías y/o arrugas son las heridas palpables del cambio monstruoso, de ese momento enigmático donde todo cambia de escala. La piel se estira y se expande mientras el corazón se contrae de miedo, porque crecer significa pelearse con todos para aprender a convivir con uno mismo. Boyhood, momentos de una vida retrata esa lucha, esos encuentros y desencuentros, con la transparencia narrativa que caracteriza al director. Con un montaje fluido -donde las suturas parecen invisibles- que no necesita de placas informativas para que el espectador comprenda cuánto tiempo ha pasado en la vida del protagonista. Un corte de pelo o un cambio de talle es suficiente, porque Richard Linklater acompañó el crecimiento de Mason (Ellar Coltrane) -y su familia- a través de su cámara durante doce años (desde sus cinco años hasta los 19). Y nosotros también crecimos. Crecimos a la par de su cine. Crecimos de película en película como crecía Oliver de capítulo en capítulo en Super Campeones. Cada nuevo trabajo de Linklater que aterriza en los cines nos obliga a enfrentarnos con lo inevitable: ya no somos los mismos. Sin embargo, el crecimiento es desordenado, caótico, porque nunca se produce de manera lineal. Crecer no es subir una escalinata ni avanzar casilleros sino vivir dentro de un juego de la silla crónico, donde uno puede regresar a un asiento conocido para recordar por qué lo había abandonado. Porque crecer duele, pero no crecer duele un poco más.

 

Mirar para atrás produce tortícolis

La primera secuencia de Up-Una aventura de altura (2009) relataba la vida de una pareja, Carl y Ellie, en menos de cinco minutos. Pete Docter y Bob Peterson lograban comprimir decenas y decenas de años poniendo el foco en aquellos eventos que la sociedad considera los más importantes de nuestro paso por el planeta Tierra. A Richard Linklater, en cambio, le interesan más los detalles que el poder de síntesis porque él confía más en los procesos que en los resultados. Una charla sobre sexo entre un padre y una hija es más significativa que el acto explícito futuro ya que la palabra es la acción en ese cine donde las lenguas se acalambran de tanto hablar. Donde una mirada cómplice es mucho más poderosa y desgarradora que un beso pasional, como sucedía en el desenlace de Antes del atardecer (2004). Donde la risa tímida de un personaje puede producir tanta o más emoción que un llanto desconsolado, porque el cine de Linklater nace de la sutileza. De una sutileza que tiene la fuerza de destruir ciudades enteras, como un pequeño maremoto a cuerda que devora la tranquilidad de los ciudadanos en medio de un silencio ensordecedor.

 

Las serpientes cascabel crecen hasta el día de su muerte gracias a la ecdisis: el proceso por el cual cambian de piel. Lo más sorprendente de la muda es que si la piel vieja que está cerca de las escamas oculares no se elimina del todo, puede provocarles ceguera. Como si el pasado les anulara la posibilidad de ver el presente y futuro. Los personajes de Boyhood tienen mucho de la naturaleza de esos reptiles ya que cambian de piel sin cesar durante los 165 minutos. Pisoteando la piel vieja para lucir otra más brillante hasta el momento en que se vuelva opaca. Porque, además, hay un doble crecimiento en pantalla: el del actor y el del personaje. No hay efectos especiales ni trucos en el cine de Linklater; toda la metamorfosis tiene el peso baziniano de lo real. Es en ese desdoblamiento donde la película descubre y presenta su mejor piel, porque la emoción que persigue y alcanza al espectador se vuelve doble cuando se fusionan la ficción y el documental.

 

Ojos de camaleón

La película comienza con un plano de un cielo color cyan cubierto de nubes. Al plano siguiente, la cámara encuadra la cara de Mason, quien mira acostado sobre el pasto el techo natural, ya que el punto de vista de toda la narración le pertenece a él. De principio a fin. Sin embargo, y como en casi todas sus películas, Linklater no descuida a ningún personaje; el director puede divorciar a sus ojos y tener una visión de 360 grados para captar lo mejor de cada uno. Esa facultad de camaleón consigue que el espectador empatice con más de un personaje debido a que Linklater no castiga a ninguno de los tres coprotagonistas. Los únicos villanos son visitantes y obtienen su merecido en el instante preciso, defendiendo a sus personajes como pocos cineastas lo hacen. El diabólico primer padrastro de Mason muestra su tridente cuando obliga al niño a despedirse de su hermoso cabello. Esa secuencia confirma el nivel de crueldad y autoritarismo que tiene Bill (Marco Perella), por eso la escena donde él golpea a su mujer (Patricia Arquette) sucede fuera de campo. El espectador ya sabe que ese personaje es capaz de todo y no necesita más pruebas para confirmarlo. La madre de Mason también lastima a su hijo pero sin intención de hacerlo; ella hace lo mejor que puede pero sus malas decisiones siempre se imponen frente al deber maternal. El amor ilimitado que siente por sus pequeños no alcanza para protegerlos del dolor innecesario. Los niños en esta película son seres humanos nómades que cambian constantemente de vecinos ya que se mudan de casa (y hasta de ciudad) una y otra vez. “Adiós casa, nunca odié tanto a mamá, porque me obliga a mudarme”, grita al viento Samantha (Lorelei Linklater) mientras lleva sus peluches favoritos al auto que los alejará de su hogar. Es meritorio cómo el director expone con la furia de un volcán la impunidad de los adultos, arrastrando a los hijos a lugares indeseados. Linklater pega curitas en los errores de esos padres porque cuando alguno de ellos se hunde en un océano de fragilidad, él sale potente de abajo de la tierra para abrazar a esos niños y salvarlos del peligro externo. Si bien el director logra con Boyhood realizar un experimento similar a la trilogía que recorre la historia de amor entre Jesse y Celine en un solo film, no consigue ser el mejor trabajo de su filmografía como muchos críticos anuncian con bombos y platillos. En principio, porque, como la vida de los protagonistas de Boyhood, el relato se tropieza varias veces; lo bueno es que tiene la suficiente fortaleza como para levantarse rápido, poniéndose en forma en un abrir y cerrar de ojos sin rasguños a la vista. Es una película despareja pero la suma de sus partes conforman un muñeco de nieve que ni el sol rabioso de verano puede derretir. Jim Jarmusch contó en una vieja entrevista que Nicholas Ray le enseñó que un largometraje está conformado por muchas historias y, cuando el director filma una secuencia, debe olvidarse de todo lo que pasa antes y después. Esa idea que puso en práctica el discípulo de Ray está muy presente en Boyhood. Para bien y/o para mal. Porque Linklater pretende enseñar cómo se modifica la vida (y la apariencia física) de sus personajes a través del paso del tiempo con una rigurosidad realista en el registro. Y la vida siempre es despareja, tal como lo es su décimo octavo largometraje. Hace dieciséis meses, se estrenaba Antes de la medianoche (2013), película que, de una manera u otra, nos golpeó a todos. En ese momento escribí una nota eterna defendiendo a Jesse de los reproches infinitos de Celine. El otro día, por primera vez, comprendí a Celine y hasta sentí ganas de ponerme de su lado. Esa revelación denota que, como las serpientes cascabel, crecemos sin parar hasta el día de nuestra muerte; pero, sin dudas, Linklater es ese director-padre que nos ayuda a quitarnos la piel vieja de los ojos para que podamos ver mejor lo que vamos a vivir en la escena siguiente.


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